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Esa ya clásica supuesta prueba redúcese, en el fondo, a hipostatizar o sustantivar la explicación o razón de un fenómeno, a decir que la Mecánica hace el movimiento, la Biología la vida, la Filología el lenguaje, la Química los cuerpos sin más que mayusculizar la ciencia y convertirla en una potencia distinta de los fenómenos de que la extraemos y distinta de nuestra mente que la extrae. Pero a ese Dios así obtenido, y que no es sino la razón hipostatizada y proyectada al infinito, no hay manera de sentirlo como algo vivo y real y ni aun de concebirlo sino como una mera idea que con nosotros morirá.

Pregúntase, por otra parte, si una cosa cualquiera imaginada pero no existente, no existe porque Dios no lo quiere, o no lo quiere Dios porque no existe y respecto a lo imposible si es que no puede ser porque Dios así lo quiere, o no lo quiere Dios porque ello en sí y por su absurdo mismo no puede ser. Dios tiene que someterse a la ley lógica de contradicción, y no puede hacer, según los teólogos que dos más dos hagan más o menos que cuatro. La ley de la necesidad está sobre Él o es Él mismo. Y en el orden moral se pregunta si la mentira, o el homicidio, o el adulterio, son malos porque así lo estableció o si lo estableció así porque ello es malo. Si lo primero, Dios o es un Dios caprichoso y absurdo que establece una ley pudiendo haber establecido otra, u obedece a una naturaleza y esencia intrínseca de las cosas mismas independiente de Él, es decir, de su voluntad soberana; y si es así, si obedece a una razón de ser de las cosas, esta razón, si la conociésemos, nos bastaría sin necesidad alguna de más Dios, y no conociéndola ni Dios tampoco nos aclara nada. Esa razón estaría sobre Dios. Ni vale decir que esa razón es Dios mismo, razón suprema de las cosas. Una razón así, necesaria, no es algo personal. La personalidad la da la voluntad. Y es este problema de las relaciones entre la razón necesariamente necesaria, de Dios y su voluntad, necesariamente libre, lo que hará siempre del Dios lógico o aristotélico un Dios contradictorio.

Los teólogos escolásticos no han sabido nunca desenredarse de las dificultades en que se veían metidos al tratar de conciliar la libertad humana con la presencia divina y el conocimiento que Dios tiene de lo futuro contingente y libre; y es porque, en rigor, el Dios racional es completamente inaplicable a lo contingente, pues que la noción de contingencia no es, en el fondo, sino la noción de irracionalidad. El dios racional es forzosamente necesario en su ser y en su obrar, no puede hacer en cada caso sino lo mejor, y no cabe que haya varias cosas igualmente mejores, pues entre infinitas posibilidades sólo hay una que sea la más acomodada a su fin, como entre las infinitas líneas que pueden trazarse de un punto a otro sólo hay una recta. Y el Dios racional, el Dios de la razón, no puede menos sino seguir en cada caso la línea recta, la más conducente al fin que se propone, fin necesario como es necesaria la única recta dirección que a él conduce. Y así la divinidad de Dios es sustituida por su necesidad. Y en la necesidad de Dios perece su voluntad libre, es decir, su personalidad consciente. El Dios que anhelamos, el Dios que ha de salvar nuestra alma de la nada, el Dios inmortalizador, tiene que ser un Dios arbitrario.

Y es que Dios no puede ser Dios porque piensa, sino porque obra, porque crea; no es un Dios contemplativo, sino activo. Un Dios Razón, un Dios teórico o contemplativo, como es el Dios este del racionalismo teológico, es un Dios que se diluye en su propia contemplación. A este Dios corresponde, como veremos, la visión beatífica como expresión suprema de la felicidad eterna. Un Dios quietista, en fin, como es quietista por su esencia misma la razón.

Queda la otra famosa prueba, la del consentimiento, supuestamente unánime, de los pueblos todos en creer en un Dios. Pero esta prueba no es en rigor racional ni a favor del Dios racional que explica el Universo, sino del Dios cordial que nos hace vivir. Sólo podríamos llamarla racional en el caso de que creyésemos que la razón es el consentimiento, más o menos unánime, de los pueblos, el sufragio universal, en el caso de que hiciésemos razón a la vox populi qu e se dice vox Dei.

Así lo creía aquel trágico y ardiente Lamennais, el que dijo que la vida y la verdad no son sino una sola y misma cosa -¡ojalá!-, y que declaró a la razón una, universal; perpetua y santa (Essai sur l'indifférence, IV partie, chap. XIII ). Y glosó el «o hay que creer a todos o a ninguno» -aut omnibus credendum est aut nemini -, de Lactancio, y aquello de Heráclito de que toda opinión individual es falible, y lo de Aristóteles de que la más fuerte prueba es el consentimiento de los hombre s todos, y sobre todo lo de Plinio (en Paneg. Trajani LXII) de que ni engaña uno a todos ni todos a uno -nemo omnes, nemi nem, omnes fefellerunt -. ¡Ojalá! Y así se acaba en lo de Cicerón (De natura deorum, lib. III, capítulo 11, 5 y 6) de que hay que creer a nuestros mayores, aun sin que nos den razones, maioribus autem nostris, efam nulla ra tione reddita credere.

Sí, supongamos que es universal y constante esa opinión de los antiguos que nos dice que lo divino penetra a la Naturaleza toda, y que sea un dogma paternal, πάτριοζ δοξςξα, como dice Aristóteles (Metaphysica, lib. VII, cap. VII); eso probaría sólo que hay un motivo que lleva a los pueblos y los individuos -sean todos o casi todos o muchos - a creer en un Dios. Pero ¿no es que hay acaso ilusiones y falacias que se fundan en la naturaleza misma humana? ¿No empiezan los pueblos todos por creer que el Sol gira en torno de ellos? ¿Y no es natural que propendamos todos a creer lo que satisface nuestro anhelo? ¿Di remos con W. Hermann (véase Christliche systematische Dogmatik, en el tomo Systematische christliche Religion, de la colección Die Kultur der Gegenwart, editada por P Hinneberg), «que si hay un Dios, no se ha dejado sin indicársenos de algún modo, y quiere ser hallado por nosotros»?

Piadoso deseo, sin duda, pero no razón en su estricto sentido, como no le apliquemos la sentencia

agustiniana, que tampoco es razón de «pues que me buscas, es que me encontraste», creyendo que es Dios quien hace que le busquemos.

Este famoso argumento del consentimiento supuesto unánime de los pueblos, que es el que con un seguro instinto más emplearon los antiguos, no es, en el fondo y trasladado de la colectividad al individuo, sino la llamada prueba moral la que Kant, en su Crítica de la razón práctica, empleó, la que se saca de nuestra conciencia -o más bien de nuestro sentimiento de la divinidad- y que no es una prueba estricta y específicamente racional, sino vital, y que no puede ser aplicada al Dios lógico, al ens summum, al Ser simplicísimo y abstractísimo, al primer motor inmóvil e impasible, al Dios Razón, en fin, que ni sufre ni anhela, sino al Dios biótico, al ser complejísimo y concretísimo, al Dios paciente que sufre y anhela en nosotros y con nosotros, al Padre de Cristo, al que no se puede ir sino por el Hombre, por su Hijo (véase Juan, XIV, 6), y cuya revelación es histórica, o si se quiere, anecdótica, pero no filosófica, ni categórica.