«Dijo el malvado en su corazón: no hay Dios.» Y así es en verdad. Porque un justo puede decirse en su cabeza: ¡Dios no existe! Pero en el corazón sólo puede decírselo el malvado. No querer que haya Dios o creer que no le haya, es una cosa; resignarse a que no le haya, es otra, aunque inhumana y horrible; pero no querer que le haya, excede a toda otra monstruosidad moral. Aunque de hecho los que reniegan de Dios es por desesperación de no encontrarlo.
Y ahora viene de nuevo la pregunta racional esfíngica -la Esfinge, en efecto, es la razón- de: ¿existe Dios? Esa persona eterna y eternizadora que da sentido -y no añadiré humano, porque no hay otro - al Universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble, y vale más que así lo sea. Bástele a la razón el no poder probar la imposibilidad de su existencia.
Creer en Dios es anhelar que le haya y es además con ducirse como si le hubiera; es vivir de ese anhelo y hacer de él nuestro íntimo resorte de acción. De este anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de esta, la fe, y de la fe y la esperanza, la caridad; de ese anhelo arrancan los sentimientos de belleza, de finalidad, de bondad. Veámoslo.
IX Fe, esperanza y caridad
Sanctiusque ne reverentius visum de actis deorum credere quam scire.
(TÁCITO, Germania, 34.)
A este Dios cordial o vivo se llega, y se vuelve a Él cuando por el Dios lógico o muerto se le ha dejado, por el camino de la fe y no de convicción racional o matemática.
¿Y qué cosa es fe?
Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así:
creer lo que no vimos.
A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: «¡Creer lo que no vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos.» Y antes os he dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que le haya, an helar la existencia de Dios.
La virtud teologal de la fe es, según el apóstol Pablo, cuya definición sirve de base a las tradicionales disquisiciones cristianas sobre ella, «la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de lo que no se ve»: ελπιζομ ένον ύρόστασιζ, πραγμάτων έλεγχοζ ού βλεπομένων (Hebreos, XI, T).
La sustancia o más bien el sustento o base de la esperanza, la garantía de ella. Lo cual conexiona, y más que conexiona subordina, la fe a la esperanza. Y de hecho no es que esperamos porque creemos, sino más bien que creemos porque esperamos. Es la esperanza en Dios, esto es, el ardiente anhelo de que haya un Dios que garantice la eternidad de la conciencia la que nos lleva a creer en Él.
Pero la fe, que es al fin y al cabo algo compuesto en que entra un elemento conocido, lógico o racional juntamente con uno afectivo, biótico o sentimental, y en rigor irracional, se nos presenta en forma de conocimiento. Y de aquí la insuperable dificultad de separarla de un dogma cualquiera. La fe pura, libre de dogmas, de que tanto escribí en un tiempo, es un fantasma. Ni con inventar aquello de la fe en la fe misma se salía del paso. La fe necesita una materia en que ejercerse.
El creer es una forma de conocer, siquiera no fuese otra cosa que conocer nuestro anhelo vital y hasta formu larlo. Sólo que el término creer tiene en nuestro lenguaje corriente una doble y hasta contradictoria significación, queriendo decir por una arte el mayor grado de adhesión de la mente a un conocimiento como verdadero, de otra parte una débil y vacilante adhesión. Pues si en un sentido creer algo es el mayor asentimiento que cabe dar, la expresión «creo que sea así, aunque no estoy de ello seguro», es corriente y vulgar.
Lo cual responde a lo que respecto a la incertidumbre, como base de la fe, dijimos. La fe más robusta, en cuanto distinta de todo otro conocimiento que no sea pistico o de fe -fiel como si dijéramos-, se basa en incertidumbre. Y es porque la fe, la garantía de lo que se espera, es, más que adhesión racional a un principio teórico, confianza en la persona que nos asegura algo. La fe supone un elemento personal objetivo. Más bien que creemos algo, creemos a alguien que nos promete o asegura esto o lo otro. Se cree a una persona y a Dios en cuanto persona y personalización del Universo.
Este elemento personal o religioso, en la fe es evidente. La fe, suele decirse, no es en sí ni un conocimiento teórico o adhesión racional a una verdad, ni se explica tampoco suficientemente en esencia por la confianza en Dios. «La fe es la sumisión íntima o la autoridad espiritual de Dios, la obediencia inmediata. Y en cuanto esta obediencia es el medio de alcanzar un principio racional es la fe una convicción personal.» Así dice Seeberg .
La fe que definió san Pablo, la πίστιζ, pistis griega, se traduce mejor por confianza. La voz pistis, en efecto, procede del verbo πείθω, peitho, que si en su voz activa significa persuadir, en la media equivale a confiar en uno, hacerle caso, fiarse de él, obedecer. Y fiarse, fidare se, procede del tema fid -de donde fides, fe, y de donde también confianza -. Y el tema griego πιθ pith- y el latino fid parecen hermanos. Y en resolución, que la voz misma fe lleva en su origen implícito el sentido de confianza, de rendimiento a una voluntad ajena, a una persona. Sólo se confía en las personas. Confíase en la Providencia, que concebimos como algo personal y consciente, no en el Hado, que es algo impersonal. Y así se cree en quien nos dice la verdad, en quien nos da la esperanza; no en la verdad misma directa o inmediatamente, no en la esperanza misma.
Y este sentido personal o más bien personificante de la fe, se delata en sus formas más bajas, pues es el que produce la fe en la ciencia infusa, en la inspiración, en el mi lagro. Conocido es, en efecto, el caso de aquel médico parisiense que al ver que en su barrio le quitaba un curandero la clientela, trasladóse a otro, al más distante, donde por nadie era conocido, anunciándose como curandero y conduciéndose como tal. Y al denunciarle por ejercicio ilegal de la medicina, exhibió su título, viniendo a decir poco más o menos esto:
«Soy médico, pero si como tal me hubiese anunciado, no habría obtenido la clientela que como curandero tengo; mas ahora, al saber mis clientes que he estudiado medicina y poseo título de médico, huirán de mí a un curandero que les ofrezca la garantía de no haber estudiado, de curar por inspiración.»
Y es que se desacredita al médico a quien se le prueba que no posee título ni hizo estudios, y se desacredita al curandero a quien se le prueba que los hizo y que es médico titulado. Porque unos creen en la ciencia, en el estudio, y otros creen en la persona, en la inspiración y hasta en la ignorancia.
«Hay una distinción en la geografía del mundo que se nos presenta cuando establecemos los diferentes pensamientos y deseos de los hombres respecto a su religión. Recordemos cómo el mundo todo está en general dividido en dos hemisferios por lo que a esto hace. Una mitad del mundo, el gran Oriente oscuro, es místico. Insiste en no ver cosa alguna demasiado clara. Poned distinta y clara una cualquiera de las grandes ideas de la vida, e inmediatamente le parece al oriental que no es verdadera. Tiene un instinto que le dice que los más vastos pensamientos son demasiado vastos para la humana mente, y que si se presentan en forma de expresión que la mente humana puede comprender, se violenta su naturaleza y se pierde su fuerza. Y por otra parte, el Occidente exige claridad y se impacienta con el misterio. Le gusta una proposición definida tanto como a su hermano del Oriente le desagrada. Insiste en saber lo que significan para su vida personal las fuerzas eternas e infinitas, cómo han de hacerle personalmente más feliz y mejor y casi cómo han de construir la casa que le abrigue y cocerle la cena en el fogón... Sin duda hay excepciones; místicos en Boston y San Luis, hombres atenidos a los hechos en Bombay y Calcuta. Ambas disposiciones de ánimo no pueden estar separadas una de la otra por un océano o una cordillera. En ciertas naciones y tierras, como, por ejemplo, entre los judíos y en nuestra propia Inglaterra, se mezclan mucho. Pero en general, dividen así el mundo. El Oriente cree en la luz de luna del misterio; el Occidente, en el mediodía del hecho científico. El Oriente pide al Eterno vagos impulsos; el Occidente coge el presente con ligera mano y no quiere soltarlo hasta que le dé motivos razonables, inteligibles. Cada uno de ellos entiende mal al otro, desconfía de él, y hasta en gran parte le desprecia. Pero ambos hemisferios juntos, y no uno de ellos por sí forman el mundo todo.» Así dijo en uno de sus sermones el reverendo Philips Brooks, obispo que fue de Massachusetts, el gran predicador unitariano (Ver The Mistery of Iniquity and Other Sermons, sermón XII).