Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea en mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreír, reír o escandalizarse tal vez al que se lo diga.
Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traba mi propio destino. Y el concepto de la ley -¡concepto al cabo!- nada me dice ni me enseña.
Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión sobre el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijadas en que se me abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los demás, pues que los caminos de la vida son irreversibles, y una vez y otra vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza consciente soberana y amorosa. Y ábresele a uno la senda del Señor.
Puede uno sentir que el Universo le llama y le guía como una persona a otra, oír en su interior su voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica a los pueblos todos! ¿Cómo sabéis que un hombre que se os está delante tiene una conciencia como vosotros, y que también la tiene, más o menos oscura un animal y no una piedra? Por la manera como el hombre, a modo de hombre, a vuestra semejanza, se conduce con vosotros, y la manera como la piedra no se conduce para con vosotros, sino que sufre vuestra conducta. Pues así es como creo que el Universo tiene una cierta conciencia como yo, por la manera como se conduce conmigo humanamente, y siento que una personalidad me envuelve.
Ahí está una masa informe; parece una especie de animal, no se le distinguen miembros; sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mirada humana, de semejante, mirada que me pide compasión, y oigo que respira. Y concluyo que en aquella masa informe hay una conciencia. Y así, y no de otro modo, mira al creyente el cielo estrellado, con mirada sobrehumana, divina, que le pide suprema compasión y amor supremo y oye en la noche serena la respiración de Dios que le toca el cogollo del corazón, y se revela a él. Es el Universo que vive, ama y pide amor.
De amar estas cosillas de tomo que se nos van como se nos vinieron sin tenernos apego alguno, pasamos a amar las cosas más permanentes y que no pueden agarrarse con las manos; de amar los bienes pasamos a amar el Bien; de las cosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a la Verdad; de amar los goces, a amar la Felicidad, y, por último, a amar al Amor. Se sale uno de sí mismo para adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual se nos sale a sume rgirse en la Conciencia total de que forma parte, pero sin disolverse en ella. Y Dios no es sino el Amor que surge del dolor universal y se hace conciencia.
Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco de hierro, y tal Dios no es objetivo. Y aquí convendría darle a la razón su parte y examinar qué sea eso de que algo existe, es objetivo.
¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe? Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a nuestra percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando desaparezcamos. ¿Y estoy acaso seguro de que algo me precediera o de que algo me ha de sobrevivir? ¿Puede mi conciencia saber que hay algo fuera de ella? Cuanto conozco o puedo conocer está en mi conciencia. No nos enredemos, pues, en el insoluble problema de otra objetividad de nuestras percepciones, sino que existe cuanto obra, y existir es obrar.
Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sino la idea de Dios, la que obra en nosotros. Y diremos que Dios por su idea, y más bien muchas veces por sí mismo. Y volverán a redargüimos pidiéndonos pruebas de la verdad objetiva de la existencia de Dios, pues que pedimos señales. Y tendremos que preguntar por Pilato: ¿qué es la verdad?
Así preguntó, en efecto, y sin esperar respuesta, volvió a lavarse las manos para sincerarse de haber dejado condenar a muerte al Cristo. Y así preguntan muchos ¿qué es verdad?, sin ánimo alguno de recibir respuesta, y sólo para volver a lavarse las manos del crimen de haber contribuido a matar a Dios de la propia conciencia o de las conciencias ajenas.
¿Qué es verdad? Dos clases hay de verdad, la lógica u objetiva, cuyo contrario es el error, y la moral o subjetiva a que se opone la mentira. Y ya en otro ensayo he tratado de demostrar cómo el error es hijo de la mentira .
La verdad moral, camino para llegar a la otra, también moral, nos enseña a cultivar la ciencia, que es ante todo y sobre todo una escuela de sinceridad y de humildad. La ciencia nos enseña, en efecto, a someter nuestra razón a la verdad y a conocer y a juzgar las cosas como ellas son; es decir, como ellas quieren ser, y no como nosotros queremos que ellas sean. En una investigación religiosamente científica, son los datos mismos de la realidad, son las percepciones que del mundo recibimos las que en nuestra mente llegan a formularse en ley, y no somos nosotros los que en nosotros hacen matemáticas. Y es la ciencia la más recogida escuela de resignación y de humildad, pues nos enseña a doblegarnos ante el hecho, al parecer, más menudo. Y es pórtico de la religión: pero dentro de esta, su función acaba.
Y es que así como hay verdad lógica a que se opone el error y verdad moral a que se opone la mentira, hay también verdad estética o verosimilitud a que se opone el disparate, y verdad religiosa, o de esperanza, a que se opone la inquietud de la desesperanza absoluta. Pues ni la vero similitud estética, la de lo que cabe expresar con sentido, es la verdad lógica, la de lo que se demuestra con razones, ni la verdad religiosa, la de la fe, la sustancia de lo que se espera, equivale a la verdad moral, sino que se le sobrepone. El que afirma su fe a base de incertidumbre, no miente ni puede mentir.
Y no sólo no se cree con la razón ni aún sobre la razón o por debajo de ella, sino que se cree contra la razón. La fe religiosa, habrá que decirlo una vez más, no es ya tan sólo irracional, es contrarracional. «La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen al vaud eville de la mundana sabiduría del vivir. Todo individuo que no vive o poética o religiosamente es tonto.» Así nos dice Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, cap. 4 secc. 11, A § 2), el mismo que nos dice también que el cristianismo es una salida desesperada. Y así es, pero sólo mediante la desesperación de esta salida podemos llegar a la esperanza, a esa esperanza cuya ilusión vitalizadora sobrepuja a todo conocimiento racional, diciéndonos que hay siempre algo irreductible a la razón. Y de esta, de la razón, puede decirse lo que del Cristo, y es que quien no está con ella, está contra ella. Lo que no es racional, es contrarracional, Y así es la esperanza.
Por todo este camino llegamos siempre a la esperanza. El misterio del amor, que lo es de dolor, tiene una forma misteriosa, que es el tiempo. Atamos el ayer al mañana con eslabones de ansia, y no es el ahora, en rigor, otra cosa que el esfuerzo del antes por hacerse después; no es el presente, sino el empeño del pasado por hacerse porvenir. El ahora, es un punto que no bien pronunciado se disipa, y, sin embargo, en ese punto está la eternidad toda, sustancia del tiempo.
Cuanto ha sido no puede ser ya sino como fue, y cuanto es no puede ser sino como es; lo posible queda siempre relegado a lo venidero, único reino de libertad y en que la imaginación, potencia creadora y libertadora, carne de la fe, se mueve a sus anchas.