El amor mira y tiende siempre al porvenir, pues que su obra es la obra de nuestra perpetuación; lo propio del amor, el esperar, y sólo de esperanzas se mantiene. Y así que el amor ve realizado su anhelo, se entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que tendía, y que no se lo puso Dios sino como señuelo para moverle a la obra; que su fin está más allá, y emprende de nuevo tras él su afanosa carrera de engaños y desengaños por la vida. Y va haciendo recuerdos de sus esperanzas fallidas, y saca de esos recuerdos nuevas esperanzas. La cantera de las divisiones de nuestro porvenir está en los soterraños de nuestra memoria; con recuerdos nos fragua la ima ginación esperanzas. Y es la humanidad como una moza henchida de anhelos, hambrienta de vida y sedienta de amor, que teje sus días con ensueños, y espera, espera siempre, espera sin cesar al amador eterno, que por estarle destinado desde antes de antes, desde mucho más atrás de sus remotos recuerdos, desde allende la cuna hacia el pasado, ha de vivir con ella y para ella, después de después, hasta mucho más allá de sus remotas esperanzas, hasta allende la tumba, hacia el porvenir. Y el deseo más caritativo para con esta pobre enamorada es, como para con la moza que espera siempre a su amado, que las dulces esperanzas de la primavera de su vida se le conviertan, en el invierno de ella, en recuerdos más dulces todavía y recuerdos engendradores de esperanzas nuevas. ¡Qué jugo de apacible felicidad, de resignación al destino debe dar en los días de nuestro sol más breve el recordar esperanzas que no se han realizado aún, y que por no haberse realizado conservan su pureza!
El amor espera, espera siempre sin cansarse nunca de esperar, y el amor a Dios, nuestra fe en Dios, es ante todo, esperanza en Él. Porque Dios no muere, y quien espera en Dios, vivirá siempre. Y es nuestra esperanza fundamental, la raíz, y tronco de nuestras esperanzas todas, la esperanza de la vida eterna.
Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es a su vez la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.
El amor nos hace creer en Dios, en quien esperamos, y de quien esperamos la vida futura; el amor nos hace creer en lo que el ensueño de la esperanza nos crea.
La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el anhelo de Dios, de lo eterno, de nuestra divinidad, que viene al encuentro de aquella y nos eleva. El hombre aspira a Dios por la fe, y le dice: «Creo, ¡dame, señor, en qué creer!» Y Dios, su divinidad, le manda la esperanza en otra vida para que crea en ella. La esperanza es el premio a la fe. Sólo el que cree espera la verdad, y sólo el que de la verdad espera, cree. No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos lo que creemos.
Fue la esperanza la que llamó a Dios Padre, y es ella la que sigue dándole ese nombre preñado de consuelo y de misterio. El padre nos dio la vida y nos da el pan para mantenerla, y al padre pedimos que nos la conserve. Y si el Cristo fue el que a corazón más lleno y a boca más pura llamó Padre a su Padre y nuestro, si el sentimiento cristiano se encumbra en el sentimiento de la paternidad de Dios, es porque en el Cristo sublimó el linaje humano su hambre de eternidad.
Se dirá tal vez que este anhelo de la fe, que esta esperanza es, más que otra cosa, un sentimiento estético. Lo informa también acaso, pero sin satisfacerle del todo.
En el arte, en efecto, buscamos un remedo de eternización. Si en lo bello se aquieta un momento el espíritu, y descansa y se alivia, ya que no se le cura la congoja, es por ser lo bello revelación de lo eterno, de lo divino de las cosas, y la belleza no es sino la perpetuación de la momentaneidad. Que así como la verdad es el fin del conocimiento racional, así la belleza es el fin de la esperanza, acaso irracional en su fondo.
Nada se pierde, nada pasa del todo, pues que todo se perpetúa de una manera o de otra, y todo, luego de pasar por el tiempo, vuelve a la eternidad. Tiene el mundo temporal raíces en la eternidad, y allí está junto al ayer con el hoy y el mañana. Ante nosotros pasan las escenas como en un cinematógrafo, pero la cinta permanece una y entera más allá del tiempo.
Dicen los físicos que no se pierde un solo pedacito de materia ni un solo golpecito de fuerza, sino que uno y otro se transforman y transmiten persistiendo. ¿Y es que se pierde acaso forma alguna, por huidera que sea? Hay que creer - ¡creerlo y esperarlo!- que tampoco, que en alguna parte quede archivada y perpetuada, que hay un espejo de eternidad en que se suman, sin perderse unas en otras, las imágenes todas que desfilan por el tiempo. Toda impresión que me llegue queda en mi cerebro almacenada, aunque sea tan hondo o con tan poca fuerza que se hunda en lo pro fundo de mi subconsciencia; pero desde allí anima mi vida, y si mi espíritu todo, si el contenido total de mi alma se me hiciera consciente, resurgirían todas las fugitivas impresiones olvidadas no bien percibidas, y aun las que se me pasaron inadvertidas. Llevo dentro de mí todo cuanto ante mí desfiló y conmigo lo perpetúo, y acaso va todo ello en mis gérmenes, y viven en mis antepasados todos por entero, y vivirán, juntamente conmigo, en mis descendientes. Y voy yo tal vez, todo yo, con todo este mi universo, en cada una de mis obras, o por los menos va en ellas lo esencial de mí, lo que me hace ser yo, mi esencia individual.
Y esta esencia individual de cada cosa, esto que la hace ser ella y no otra, ¿cómo se nos revela sino como belleza? ¿Qué es la belleza de algo sino es su fondo eterno, lo que une su pasado con su porvenir, lo que de ello reposa y queda en las entrañas de la eternidad? ¿O qué es más bien sino la revelación de su divinidad?
Y esta belleza, que es la raíz de eternidad, se nos revela por el amor, y es la más grande revelación del amor de Dios y la señal de que hemos de vencer al tiempo . El amor es quien nos revela lo eterno nuestro y de nuestros prójimos.
¿Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que despierta y enciende nuestro amor a ellas, o es nuestro amor a las co sas lo que nos revela lo bello, lo eterno de ellas? ¿No es acaso la belleza una creación del amor, lo mismo que el mundo sensible lo es del instinto de conservación y el supersensible del de perpetuación y en el mismo sentido? ¿No es la belleza, y la eternidad con ella, una creación del amor? «Nuestro hombre exterior -escribe el Apóstol, 11 Cor., IV, 16- se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día.» El hombre de las apariencias que pasan se desgasta, y con ellas pasa; pero el hombre de la realidad queda y crece. «Porque lo que al presente es mo mentáneo y leve en nuestra tribulación, nos da un peso de gloria sobremanera alto y eterno» (vers. 17). Nuestro do lor nos da congoja, y la congoja, al estallar de la plenitud de sí misma, nos parece consuelo. «No mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven; porque las coas que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas» (vers. 18).
Este dolor da esperanzas, que es lo bello de la vida, la suprema belleza, o sea, el supremo consuelo. Y como el amor es dolor, es compasión y no es sin o el consuelo temporal que esta se busca. Trágico consuelo. Y la suprema belleza es la de la tragedia. Acongojados al sentir que todo pasa, que pasamos nosotros, que pasa lo nuestro, que pasa cuanto nos rodea, la congoja misma nos revela el consuelo de lo que no pasa, de lo eterno, de lo hermoso.
Y esta hermosura así revelada, esta perpetuación de la momentaneidad, sólo se realiza prácticamente, sólo vive por obra de la caridad. La esperanza en la acción es la caridad, así como la belleza en acción es el bien.