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La conciencia, el ansia de más y más, cada vez más, el hambre de eternidad y sed de infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfacen; cada conciencia quiere ser ella y ser todas las demás sin dejar de ser ella, quiere ser Dios. Y la materia, la conciencia, tiende a ser menos, cada vez me nos; a no ser nada, siendo la suya una sed de reposo. El espíritu dice: ¡quiero ser!, y la materia le responde: ¡no lo quiero!

Y en el orden de la vida humana el individuo, movido por el mero instinto de conservación, creador del mundo material, tendería a la destrucción, a la nada, si no fuese por la sociedad que, dándole el instinto de perpetuación, creador del mundo espiritual, le lleva y empuja al todo, a inmortalizarse. Y todo lo que el hombre hace como mero individuo, frente a la sociedad, por conservarse aunque sea a costa de ella, es malo, y es bueno cuanto hace como persona social, por la sociedad en que él se incluye, por perpetuarse en ella y perpetuarla. Y muchos que parecen grandes egoístas y que todo lo atropellan por llevar a cabo su obra, no son sino almas encendidas de caridad y rebosantes de ella, porque su yo mezquino lo someten y soyugan al yo social que tiene una misión que cumplir.

El que ata la obra del amor, de la espiritualización de la liberación, a formas transitorias e individuales, crucifica a Dios en la materia; crucifica a Dios en la materia todo el que hace servir el ideal a sus intereses temporales o a su gloria mundana. Y el tal es un deicida.

La obra de la caridad, del amor a Dios, es tratar de libertarle de la materia bruta, tratar de espiritualizarlo, concientizarlo, o universalizarlo todo; es soñar en que lleguen a hablar las rocas y obrar conforme a ese ensueño; que se haga todo lo existente consciente, que resucite el Verbo.

No hay sino verlo en el símbolo eucarístico. Han apresado al Verbo en un pedazo de pan material, y lo han apresado en él para que nos lo comamos, y al comérnoslo nos lo hagamos nuestro, de que nuestro cuerpo en que el espíritu habita, y que se agite en nuestro corazón y piense en nuestro cerebro y sea conciencia. Lo han apresado en ese pan para que enterrándolo en nuestro cuerpo, resucite en nuestro espíritu.

Y es que hay que espiritualizarlo todo. Y esto se consigue dando a todos y a todo mi espíritu que más se acrecienta cuanto más lo reparto. Y dar mi espíritu es invadir el de los otros y adueñarme de ellos.

En todo esto hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la razón...

Y ahora vamos a ver las consecuencias prácticas de todas estas más o menos fantásticas doctrinas, a la lógica, a la estética, a la ética sobre todo, su concreción religiosa. Y acaso entonces podrá hallarlas más justificadas quienquiera que a pesar de mis advertencias, haya buscado aquí el desarrollo científico o siquiera filosófico de un sistema irracional.

No creo excusado remitir al lector una vez más a cuanto dije al final del sexto capítulo, aquel titulado «En el fondo del abismo»; pero ahora nos acercamos a la parte práctica o pragmática de todo este tratado. Mas antes nos falta ver cómo puede concretarse el sentimiento religioso en la visión esperanzosa de otra vida.

X Religión, mitología de ultratumba y apocatastasis

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μαί γάρ ϊσωζ και μάλιστα πρέπει μέλλοντα

έκείσε άποδημείν τε και, μυθολογείν

περί τήζ άποδημίαζ τήζ εκει, ποίαν τινά

αυτην οϊόμεα είναι

(PLATÓN, Fedón.)

El sentimiento de divinidad y de Dios, y la fe, la esperanza y la caridad en él fundadas, fundan a su vez la religión. De la fe en Dios nace la fe en los hombres, de la esperanza en Él la esperanza en estos, y de la caridad o piedad hacia Dios -pues como Cicerón, De natura deorum, libro 1, capítulo XII, dijo, est enim pietas iustitia adversum deos- la caridad para con los hombres. En Dios se cifra no ya sólo la Humanidad, sino el Universo todo, y éste espiritualizado e intimado ya que la fe cris tiana dice que Dios acabará siendo todo en todos. Santa Teresa dijo, y con más áspero y desesperado sentido lo repitió Miguel de Molinos, que el alma debe hacerse cuenta que no hay sino ella y Dios.

Y a la relación con Dios, a la unión más o menos íntima con Él, es a lo que llamamos religión.

¿Qué es la religión? ¿En qué se diferencia de la religiosidad y qué relaciones median entre ambas? Cada cual define la religión según la sienta en sí más aún que según en los demás la observe, ni cabe definirla sin de un modo o de otro sentirla. Decía Tácito (Hist., V, 4) hablando de los judíos, que era para estos profano todo lo que para ellos, para los romanos, era sagrado, y a la contraria entre los judíos lo que para los romanos impuro: profana illic omnia quae apud nos sacra, rursum conversa apud illos quae nobis incesta. Y de aquí que llame él, el romano, a los judíos (V 13), gente sometida a la superstición y contraria a la religión: gens superstitioni obnoxia, religionibus adversa, y que al fijarse en el cristianismo, que conocía muy mal y apenas si distinguía del judaísmo, lo reputa una perniciosa superstición, existialis superstitio, debida a odio al género humano, odium generis humani (Ab. excessu Aug., XV, 44). Así Tácito y así muchos con él. Pero ¿dónde acaba la religión y la superstición?, o tal vez: ¿dónde acaba esta para empezar aquella?, ¿cuál es el criterio para discernirlas?

A poco nos conduciría recorrer aquí, siquiera someramente, las principales definiciones que de la religión, según el sentimiento de cada definidor, han sido dadas. La religión, más que se define se describe, y más que se des cribe se siente. Pero si alguna de esas definiciones alcanzó recientemente boga, ha sido la de Schleiermacher, de que es el sencillo sentimiento de una relación de dependencia con algo superior a nosotros y el deseo de entablar relaciones con esa misteriosa potencia. Ni está mal aquello de W. Hermann (en la obra ya citada), de que el anhelo religioso del hombre es el deseo de la verdad de su existencia humana. Y para acabar con testimonios ajenos citaré el del ponderado y clarividente Cournot, al decir que «las manifestaciones religiosas son la consecuencia necesaria de la inclinación del hombre a creer en la existencia de un mundo invisible, sobrenatural y maravilloso, inclinación que ha podido mirarse, ya como remi niscencia de un estado anterior ya como el presentimiento de un destino futuro» (Traité de l'enchainement des idées fondamentales dans les sciences et dans l'histoire, § 396). Y estamos ya en lo del

destino futuro, la vida eterna, o sea la finalidad humana del Universo, o bien de Dios. A ella se llega por todos los caminos religiosos, pues que es la esencia misma de toda religión.

La religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al Universo todo, arranca, en efecto, de la necesidad vital de dar finalidad humana al Universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin, por lo tanto. Y cabe decir que no es la religión, sino la unión con Dios, sintiendo a este como cada cual le sienta. Dios da sentido y finalidad trascendentes a la vida; pero se la da en relación con cada uno de nosotros que en Él creemos. Y así Dios es para el hombre tanto como el hombre es para Dios, ya que se dio al hombre hacién dose hombre, humanizándose, por amor a él.

Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte, es por vida. «Quien posee ciencia y arte, tiene religión; quien no posee ni una ni otra, tenga religión», decía en uno de sus muy frecuentes accesos de paganismo Goethe. Y, sin embargo, de lo que decía, ¿él, Goethe...?