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Y, sin embargo, los hombres no han dejado de tratar de representarse el cómo puede ser esa vida eterna, ni deja rán nunca, mientras sean hombres y no máquinas de pensar, de intentarlo. Hay libros de teología -o de lo que ello fuere- llenos de disquisiciones sobre la condición en que vivan los bienaventurados, sobre la manera de goce, sobre las propiedades del cuerpo glorioso, ya que sin algún cuerpo no se concibe el alma.

Y a esta misma necesidad, verdadera necesidad de formarnos una representación concreta de lo que pueda esa otra vida ser, responde en gran parte la indestructible vitalidad de doctrinas como las del espiritismo, la metempsícosis, la transmigración de las almas a través de los astros, y otras análogas doctrinas que cuantas veces se las declara vencidas ya y muertas , otras tantas renacen en una u otra forma más o menos nueva. Y es insigne torpeza querer en absoluto prescindir de ellas y no buscar un meollo permanente. Jamás se avendrá el hombre al re nunciamiento de concretar en representación esa otra vida.

¿Pero es acaso pensable una vida eterna y sin fin después de la muerte? ¿Qué puede ser la vida de un espíritu desencarnado? ¿Qué puede ser un espíritu así? ¿Qué puede ser una conciencia pura, sin organismo corporal? Descartes dividió el mundo entre el pensamiento y la extensión, dualismo que le impuso el dogma cristiano de la inmortalidad del alma. ¿Pero es la extensión, la materia, la que piensa o se espiritualiza, o es el pensamiento el que se extiende y materializa? Las más graves cuestiones metafísicas surg en prácticamente -y por ello adquieren su valor dejando de ser ociosas discusiones de curiosidad inútilal querer darnos cuenta de la posibilidad de nuestra inmortalidad. Y es que la metafísica no tiene valor sino en cuanto trate de explicar cómo puede o no puede realizarse ese nuestro anhelo vital. Y así es que hay y habrá siempre una metafísica racional y otra vital, en conflicto perenne una con otra, partiendo la una de la noción de causa, de la sustancia la otra.

Y aun imaginada una inmortalidad personal, ¿no cabe que la sintamos como algo tan terrible como su negación? «Calipso no podía consolarse de la marcha de Ulises; en su dolor, hallábase desolada de ser inmortal», nos dice el dulce Fenelón, el místico, al comienzo de su Telémaco. ¿No llegó a ser la condena de los antiguos dioses, como la de los demonios, el que no les era dado suicidarse?

Cuando Jesús, habiendo llevado a Pedro, Jacobo y Juan a un alto monte, se transfiguró ante ellos volviéndosele como la nieve de blanco resplandeciente los vestidos, y se le aparecieron Moisés y Elías que con él hablaban, le dijo Pedro al Maestro: «Maestro, estaría bien que nos quedásemos aquí haciendo tres pabellones, para ti uno y otros dos para Moisés y Elías», porque quería eternizar aquel momento. Y al bajar del monte les mandó Jesús que a nadie dijesen lo que habían visto sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y ellos, reteniendo este dicho, altercaban sobre qué sería aquello de resucitar de los muertos, como quienes no lo entendían. Y fue después de esto cuando encontró Jesús al padre del chico presa de espíritu mudo, el que le dijo: «Creo, ¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos, IX, 24).

Aquellos tres apóstoles no entendían qué sea eso de resucitar a los muertos. Ni tampoco aquellos saduceos que le preguntaron al Maestro de quién será mujer en la resurrección la que en esta vida hubiese tenido varios maridos (Mat., XXII, 23-32), que es cuando él dijo que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y no es, en efecto, pensable otra vida sino en las formas mismas de esta terrena y pasajera. Ni aclara nada el misterio todo aquello del grano y el trigo que de él sale con que el apóstol Pablo se contesta a la pregunta de: «¿cómo resucitarán los muertos?, ¿con qué cuerpo vendrán?» (1 Cor., XV, 35).

¿Cómo puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin perder su personalidad individual, es decir, sin perderse? ¿Qué es gozar de Dios? ¿Qué es la eternidad por oposición a tiempo? ¿Cambia el alma o no cambia en la otra vida? Si no cambia, ¿cómo vive? Y si cambia, ¿cómo conserva su individualidad en tan largo tiempo? Y la otra vida puede excluir el espacio, pero no puede excluir el tiempo, como hace notar Cournot, ya citado.

Si hay vida en el cielo hay cambio, y Swedenborg hacía notar que los ángeles cambian, porque el deleite de la vida celestial perdería poco a poco su valor si gozaran siempre de él en plenitud y porque los ángeles, lo mismo que los hombres, se aman a sí mismos, y el que a sí mismo se ama, experimenta alteraciones de estado, y añade que a las veces los ángeles se entristecen, y que él, Swedenborg, habló con algunos de ellos cuando estaban tristes (De coelo et inferno, § 158, 160), en todo caso, nos es imposible concebir vida sin cambio, cambio de crecimiento o de mengua, de tristeza o de alegría, de amor o de odio.

Es que una vida eterna es impensable y más impensable aún una vida eterna de absoluta felicidad, de visión beatífica.

¿Y qué es esto de la visión beatífica? Vemos en primer lugar que se llama visión y no acción, suponiendo algo pasivo. Y esta visión beatífica, ¿no supone pérdida de la propia conciencia? Un santo en el cielo es, dice Bossuet, un ser que apenas se siente a sí mismo, tan poseído está de Dios y tan abismado de su gloria... No puede uno detenerse en él porque se le encuentra fuera de sí mismo, y sujeto por un amor inmutable a la fuente de su ser, y de su dicha (Du culte qui est dú á Dieu). Y esto lo dice Bossuet el antiquietista. Esa visión amorosa de Dios supone una absorción en Él. Un bienaventurado que goza plenamente de Dios no debe pensar en sí mismo, no acordarse de sí, ni tener de sí conciencia, sino que ha de estar en perpetuo éxtasis - έκστασιζ- fuera de sí, en enajenamiento. Y un preludio de esa visión nos describen los místicos en el éxtasis.

El que ve a Dios se muere, dice la Escritura (Jueces, XIII, 22); y la visión eterna de Dios, ¿no es acaso una eterna muerte, desfallecimiento de la personalidad? Pero santa Teresa, en el capítulo XX de su Vida, al descubrirnos el último grado de oración, el arrobamiento, arrebata miento, vuelo o éxtasis del alma, nos dice que es esta levantada como por una nube o águila caudalosa, pero «veisos llevar y no sabéis dónde», y es «con deleite», y «si no se resiste, no se pierde el sentido, al menos estaba de manera en mí que podía entender era llevada», es decir, sin pérdida de conciencia. Y Dios «no parece se contenta con llevar tan de veras el alma a sí, sino que quiere el cuerpo aun siendo tan mortal y de tierra tan sucia». «Muchas veces se engolfa el alma, o la engolfa el Señor en sí, por mejor decir, y teniéndola en sí un poco, quédase con sola la voluntad», no con sola la inteligencia. No es, pues, como se ve, visión, sino unión volutiva, y entretanto «el entendimiento y memoria divertidos... como una persona que ha mucho dormido y soñado y aún no acaba de despertar». Es «vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido». Y es vuelo deleitoso, es con conciencia de sí, sabiéndose distinto de Dios con quien se une uno. Y a este arrobamiento se sube, según la mística doctora española, por la contemplación de la Humanidad de Cristo, es decir, de algo concreto y humano; es la visión del Dios vivo, no de la idea de Dios. Y en el capítulo XXVIII nos dice que «cuando otra cosa no hubiere para deleitar la vista en el cielo, sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo Señor nuestro»... «Esta visión -añade-, aunque es imaginaria nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma.»