Y resulta que en el cielo no se ve sólo a Dios, sino todo en Dios; mejor dicho, se ve todo Dios, pues que Él lo abarca todo. Y esta idea la recalca más Jacobo Boehme. La santa, por su parte, nos dice en las Moradas séptimas, capítulo II, que «pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios». Y luego que «queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios...»; y es «como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y quedar en dos velas o el pábilo de la cera». Pero hay otra más íntima unión, que es «como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o la que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, que no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz, aunque entra dividida, se hace toda una luz». ¿Y qué diferencia va de esto a aquel silencio interno y místico de Miguel de Molinos, cuyo tercer grado y perfectísimo es el silencio del pensamiento? (Guía, cap. XVII, § 129). ¿No estamos cerca de aquello de que es la nada el camino para llegar a aquel estado del ánimo reforzado? (cap. XX, § 186). ¿Y qué extraño es que Amiel usara hasta por dos veces de la palabra española nada en su Diario íntimo, sin duda por no encontrar en otra lengua alguna otra más expresiva? Y, sin embargo, si se lee con cuidado a nuestra mística doctora, se verá que nunca queda fuera el elemento sensitivo, el del deleite, es decir, el de la propia conciencia. Se deja el alma absorber de Dios para absorberlo, para cobrar conciencia de su propia divinidad.
Una visión beatífica, una contemplación amorosa en que esté el alma absorta en Dios y como perdida en Él aparece, o como un aniquilamiento propio o como un tedio prolongado a nuestro modo natural de sentir. Y de aquí ese sentimiento que observamos con frecuencia y que se ha expresado más de una vez en expresiones satíricas no exentas de irreverencia y acaso de impiedad, de que el cielo de la gloria eterna es una morada de eterno aburrimiento. Sin que sirva querer desdeñar estos sentimientos así, tan espontáneos y naturales, o pretender denigrarlos.
Claro está que sienten así los que no aciertan a darse cuenta de que el supremo placer del hombre es adquirir y acrecentar conciencia. No precisamente el de conocer, sino el de aprender. En conociendo una cosa, se tiende a olvidarla, a hacer su conocimiento inconsciente, si cabe decir así. El placer, el deleite más puro del hombre, va unido al acto de aprender, de enterarse: de adquirir conocimiento, esto es, a una diferenciación. Y de aquí el dicho famoso de Lessing, ya citado. Conocido es el caso de aquel anciano español que acompañaba a Vasco Núñez de Balboa, cuando al llegar a la cumbre del Darién, dieron vista a los dos océanos, y es que cayendo de rodillas exclamó: «Gra cias, Dios mío, porque no me has dejado morir sin haber visto tal maravilla.» Pero si este hombre se hubiese quedado allí, pronto la maravilla habría dejado de serlo, y con ella, el placer. Su goce fue el del descubrimiento, y acaso el goce de la visión beatífica sea, no precisamente el de la contemplación de la Verdad suma, entera y toda, que a esto no resistiría el alma, sino el de un continuo descubrimiento de ella, el de un incesante aprender mediante un esfuerzo que mantenga siempre el sentimiento de la propia conciencia activa.
Una visión beatífica de quietud mental, de conocimiento pleno y no de aprensión gradual, no es difícil concebir como otra cosa que como un nirvana, una difusión espiritual, una disipación de la energía en el seno de Dios, una vuelta a la inconsciencia por falta de choque, de diferencia, o sea de actividad.
¿No es acaso que la condición misma que hace pensable nuestra eterna unión con Dios, destruye nuestro anhelo? ¿Qué diferencia va de ser absorbido por Dios a absorberle uno en sí? ¿Es el arroyito el que se pierde en el mar o el mar en el arroyito? Lo mismo da.
El fondo sentimental es nuestro anhelo de no perder el sentido de la continuidad de nuestra conciencia, de no romper el encadenamiento de nuestros recuerdos, el sentimiento de nuestra propia identidad personal concreta, aunque acaso vayamos poco a poco absorbiéndonos en Él, enriqueciéndole. ¿Quién a los ochenta años se acuerda del que a los ocho fue, aunque sienta el encadenamiento entre ambos? Y podría decirse que el problema sentimental se reduce a si hay un Dios, una finalidad humana al Universo. Pero ¿qué es finalidad? Porque así como siempre cabe preguntar por un por qué de todo por qué, así cabe preguntar también siempre por un para qué de todo para qué. Supuesto que haya un Dios, ¿para qué Dios? Para sí mismo, se dirá. Y no faltará quien replique: ¿y qué más da esta conciencia de la no conciencia? Mas siempre resultará lo que ya dijo Plotino (Enn., II, IX, 8), que el por qué hizo el mundo, es lo mismo que el por qué hay alma. O mejor aún que el por qué, δια τι, el para qué.
Para el que se coloca fuera de sí mismo en una hipotética posición objetiva -lo que vale decir inhumano-, el último para qué es tan inasequible y en rigor tan absurdo, como el último por qué. ¿Que más da, en efecto, que no haya finalidad alguna? ¿Qué contradicción lógica hay en que el Universo no esté destinado a finalidad alguna, ni humana ni sobrehumana? ¿En qué se opone a la razón que todo esto no tenga más objeto que existir, pasando como existe y pasa? Esto, para el que se coloca fuera de sí, pero para el que vive y sufre y anhela dentro de sí... para este es ello cuestión de vida o muerte.
¡Búscate, pues, a ti mismo! Pero al encontrarse, ¿no es que se encuentra uno con su propia nada? «Habiéndose hecho el hombre pecador buscándose a sí mismo, se ha hecho desgraciado al encontrarse», dijo Bossuet (Traité de la concupiscente, cap. XI). «¡Búscate a ti mismo!», empieza por «¡conócete a ti mismo!». A lo que replica Carlyle (Past and present, book III; chap. XI): «El último evangelio de este mundo es: ¡conócete tu obra y cúmplela! ¡Conócete a ti mismo!... Largo tiempo ha que este mismo tuyo te ha atormentado; jamás llegarás a conocerlo, me parece. No creas que es tu tarea la de conocerte, eres un individuo inconocible, conoce lo que puedes hacer y hazlo como un Hércules. Esto será lo mejor.» Sí; pero eso que yo haga, ¿no se perderá también al cabo? Y si se pierde, ¿para qué hacerlo? Sí, sí; el llevar a cabo mi obra -¿y cuál es mi obra?- sin pensar en mí, sea acaso amar a Dios. ¿Y qué es amar a Dios?
Y por otra parte, el amar a Dios en mí, ¿no es que me amo más que a Dios, que me amo en Dios a mí mismo? Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte. Es lo que expresó Séneca, el español, en su Consolación a Marcia (XXVI); es lo que quería, volver a vivir esta vida: ista moliri. Y es lo que pedía Job (XIX, 25-27), ver a Dios en carne, no en espíritu. ¿Y qué otra cosa significa aquella cómica ocurrencia de la vuelta eterna que brotó de las trágicas entrañas del pobre Nietzsche, hambriento de inmortalidad correcta y temporal?