Esa visión beatífica que se nos presenta como primera solución católica, ¿cómo puede cumplirse, repito, sin anegar la conciencia de sí? ¿No será como en el sueño en que soñamos sin saber lo que soñamos? ¿Quién apetecería una vida eterna así? Pensar sin saber lo que se piensa, no es sentirse a sí mismo, no es serse. Y la vida eterna, ¿no es acaso conciencia eterna; no sólo ver a Dios, sino ver que se le ve, viéndose uno a sí mismo a la vez y como distinto de Él? El que duerme, vive, pero no tiene conciencia de sí; ¿y apetecerá nadie su sueño así eterno? Cuando Circe recomienda a Ulises que baje a la mo rada de los muertos, a consultar al adivino Tiresias, dícele que este es allí, entre las sombras de los muertos, el único que tiene sentido, pues los demás se agitan como sombras (Odisea, X, 487-495). Y es que los otros, aparte de Tiresias, ¿vencieron a la muerte? ¿Es vencerla acaso errar así como sombras sin sentido?
Por otra parte, ¿no cabe acaso imaginar que sea esta nuestra vida eterna respecto a la otra como es aquí el sueño para con la vigilia? ¿No será ensueño nuestra vida toda, y la muerte un despertar? ¿Pero despertar a qué? ¿Y si todo esto no fuese sino un sueño de Dios, y Dios despertara un día? ¿Recordará su ensueño?
Aristóteles, el racionalista, nos habla en su Ética de la superior felicidad de la vida contemplativa -βιοζ θεωρητικόζ-, y es corriente en los racionalistas todos poner la dicha en el conocimiento. Y la concepción de la felicidad eterna, del goce de Dios, como visión beatífica, como conocimiento y comprensión de Dios, es algo de origen racionalista, es la clase de felicidad que corresponde al Dios idea del aristotelismo. Pero es que para la felicidad se requiere, además de la visión, la delectación, y esta es muy poco racional y sólo conseguidera sintiéndose uno distinto de Dios.
Nuestro teólogo católico aristotélico, el que trató de racionalizar el sentimiento católico, santo Tomás de Aquino, dícenos en su Summa (primae, secundae partis, quaestio IV, art. l) que «la delectación se requiere concomitante». Pero ¿qué delectación es la del que descansa? Descansar, requiescere, ¿no es dormir y no tener siquiera conciencia de que se descansa? «De la misma visión de Dios, se origina la delectación», añade el teólogo. Pero el alma, ¿se siente a sí misma como distinta de Dios? «La delectación que acompaña a la operación del intelecto no impide esta, sino más bien la conforta», dice luego. ¡Claro está! Si no, ¿qué dicha es esa? Y para salvar la delectación, el deleite, el placer que tiene siempre, como el dolor, algo de materia l, y que no concebimos sino en un alma encarnada en cuerpo, hubo de imaginar que el alma bienaventurada esté unida a su cuerpo. Sin alguna especie de cuerpo, ¿cómo el deleite? La inmortalidad del alma pura, sin alguna especie de cuerpo o periespíritu, no es inmortalidad verdadera. Y en el fondo, el anhelo de prolongar esta vida, esta y no otra, esta de carne y de dolor, esta de que maldecimos a las veces tan sólo porque se acaba. Los más de los suicidas no se quitarían la vida si tuviesen la seguridad de no morirse nunca sobre la tierra. El que se mata, se mata por no esperar a morirse.
Cuando el Dante llega a contarnos en el canto XXXIII del Paradiso cómo llegó a la visión de Dios, nos dice que como aquel que ve soñando y después del sueño le queda la pasión impresa, y no otra cosa, en la mente, así a él, que casi cesa toda su visión y aún le destila en el corazón lo dulce que nació de ella.
Cotal son io, che quasi tutta cesa
mia visione, ed ancor mi distilla
nel cuor lo dulce che nacque da essa,
no de otro modo que la nieve se descuaja al sol
Cosí la neve al Sol si disigilla.
Esto es, que se le va la visión, lo intelectual, y le queda el deleite; la passione impressa, lo emotivo, lo irracional, lo corporal, en fin.
Una felicidad corporal, de deleite, no sólo espiritual, no sólo visión, es lo que apetecemos. Esa otra felicidad, esa beatitud racionalista, la de anegarse en la comprensión, sólo puede... no digo satisfacer ni engañar, porque creo que ni le satisfizo ni le engañó a un Spinoza. El cual, al fin de su Ética, en las proposiciones XXXV y XXXVI de la parte quinta, establece que Dios se ama a sí mismo con infinito amor intelectual; que el amor intelectual de la mente de Dios es el mismo amor de Dios con que Dios se ama a sí mismo; no en cuanto es infinito, sino en cuanto puede explicarse por la esencia de la mente humana considerada en respecto de eternidad, esto es, que el amor intelectual de la mente hacia Dios es parte del in - finito amor con que Dios a sí mismo se ama. Y después de estas trágicas, de estas desoladoras proposiciones, la última del libro todo, la que cierra y corona esa tremenda tragedia de la Ética, nos dice que la felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma, y que no nos gozamos en ella por comprimir los apetitos, sino que por gozar de ella podemos comprimirlos. ¡Amor intelectual!, ¡amor intelectual! ¿Qué es eso de amor intelectual? Algo así como un sabor rojo, o un sonido amargo, o un color aromático o más bien, algo así como un triángulo enamorado o una elipse encolerizada, una pura metáfora, pero una metáfora trágica. Y una metáfora que corresponde trágicamente a aquello de que también el corazón tiene sus razones. ¡Razones de corazón!, ¡amores de cabeza!, ¡deleite intelectivo! ¡Intelección deleitosa!, ¡tragedia, tragedia y tragedia!
Y, sin embargo, hay algo que se puede llamar amor intelectual y que es el amor de entender, la vida misma contemplativa de Aristóteles, porque el comprender es algo activo y amoroso, y la visión beatífica es la visión de la verdad total. ¿No hay acaso en el fondo de toda pasión la curiosidad? ¿No cayeron, según el relato bíblico, nuestros primeros padres por el ansia de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y ser como dioses, conocedores de esa ciencia? La visión de Dios, es decir, del Universo mismo en su alma, en su íntima esencia, ¿no apagaría todo nuestro anhelo? Y esta perspectiva sólo no puede satisfacer a los hombres groseros que no penetran el que el mayor goce de un hombre es ser más hombre, esto es, más dios, y que es más dios cuanta más conciencia tiene.
Y ese amor intelectual, que no es sino el llamado amor platónico, es un medio de dominar y de poseer. No hay, en efecto, más perfecto dominio que el conocimiento; el que conoce algo, lo pos ee. El conocimiento une al que conoce con lo conocido. «Yo te contemplo y te hago mía al contemplarte»; tal es la fórmula. Y conocer a Dios, ¿qué ha de ser sino poseerlo? El que a Dios conoce, es ya Dios él.
Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l'Energie, IV' partee, chap. XVIII, E. 2) haberle contado M. Sarrau, que lo tenía del padre Gratry, que este se paseaba por los jardines de Luxemburgo departiendo con el gran matemático y católico Cauchy, respecto a la dicha que tendrían los elegidos en conocer, al fin, sin restricción ni velo, las verdades largo tiempo perseguidas trabajosamente en el mundo. Y aludiendo el padre Gratry a los estudios de Cauchy sobre la teoría mecánica de la reflexión de la luz, emitió la idea de que uno de los más grandes goces intelectuales del ilustre geómetra sería penetrar en el secreto de la luz, a lo que replicó Cauchy que no le parecía posible saber en esto más que ya sabía, ni concebía que la inteligencia más perfecta pudiese comprender el misterio de la reflexión mejor que él lo había expuesto, ya que había dado una teoría mecánica del fenómeno. «Su piedad -añade Brunhes-, no llegaba hasta creer que fuese posible hacer otra cosa ni hacerla mejor.»