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Y siempre resulta, sin embargo, que luchan el espíritu y la materia. Ya lo dijo Espronceda al decir que:

Aquí, para vivir en santa calma,

o sobra la materia o sobra el alma.

¿Y no hay en la historia del pensamiento, o si queréis, de la imaginación humana, algo que corresponda a ese proceso de reducción de lo material, en el sentido de una reducción de todo a conciencia?

Sí, la hay, y es del primer místico cristiano, de san Pablo de Éfeso, del apóstol de los gentiles, de aquel que por no haber visto con los ojos carnales de la cara al Cristo carnal y mortal, al ético, le creó en sí inmortal y religioso, de aquel que fue arrebatado al tercer cielo donde vio secretos inefables (1I, Cor., XIII). Y este primer místico cristiano soñó también en un triunfo final del espíritu, de la conciencia, y es lo que se llama técnicamente en teología la apocatástatis o reconstitución.

Es en los versículos 26 al 28 del capítulo XV de su primera epístola a los Corintios donde nos dice que el último enemigo que ha de ser dominado será la muerte, pues Dios puso todo bajo sus pies; pero cuando diga que todo le está sometido, es claro que excluyendo al que hizo que todo se le sometiese, y cuando le haya sometido todo, entonces también Él, el Hijo, se someterá al que le sometió todo para que Dios sea en todos: ϊναη Θεόζ πάντα έν πάσιν. Es decir, que el fin es que Dios la Conciencia, acabe siéndolo todo en todo.

Doctrina que se completa con cuanto el mismo apóstol expone respecto al fin de la historia toda del mundo en su Epístola a los efesios. Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo -que es por quien fueron hechas las cosas todas del cielo y de la tierra, visibles e invisibles (Col., I, 16)-, como cabeza del todo (EL, 1, 22), y en él, en esta cabeza, hemos de resucitar todos para vivir en comunión de santos y comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la largura, la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (EL, 111, 18, 19). Y a este recogernos en Cristo, cabeza de la Humanidad, y como resumen de ella, es a lo que el Apóstol llama recaudarse, recapitularse o recogerse todo en Cristo, άνακεφαλαιώσασθαι τά πάντα έν Χριστώ. Y esta recapitulación - ανακεφαλαιωσιζ, anacefaleosis-, fin de la historia del mundo y del linaje humano, no es sino otro aspecto de la apocatástasis. Esta, la apocatástatis, el que llegue a ser Dios todo en todos, redúcese, pues, a la anacefaleosis, a que todo se recoja en Cristo, en la Humanidad, siendo por lo tanto la Humanidad el fin de la creación. Y esta apocatástasis, esta humanación o divinización de todo, ¿no suprime la materia? ¿Pero es que suprimida la materia, que es el principio de la individuación principium individuationis, según la Escuela - , no vuelve todo a una conciencia pura, que en pura pureza, ni se conoce así, ni es cosa alguna concebible y sensible? Y suprimida toda materia, ¿en qué se apoya el espíritu?

Las mismas dificultades, las mismas impensabilidades, se nos vienen por otro camino.

Alguien podría decir por otra parte, que la apocatástasis, el que Dios llegue a ser todo en todos, supone que no lo era antes. El que los seres todos lleguen a gozar de Dios, supone que Dios llegue a gozar de los seres todos, pues la visión beatífica es mutua, y Dios se perfecciona con ser mejor conocido, y de almas se alimenta y con ellas se enriquece.

Podría en ese camino de locos ensueños imaginarse un Dios inconsciente, dormitando en la materia, y que va a un Dios consciente de todo, consciente de su divinidad; que el Universo todo se haga consciente de sí como todo y de cada una de las conciencias que le integran, que se haga Dios. Mas, en tal caso, ¿cómo empezó ese Dios inconsciente ? ¿No es la materia misma? Dios no sería así el principio, sino el fin del Universo; pero ¿puede ser fin lo que no fue principio? ¿O es que hay fuera del tiempo, en la eternidad, diferencia entre el principio y el fin? «El alma de todo no estaría atada por aquello mismo (esto es: la materia) que está por ella atado», dice Plotino. (Enn., H, IX, 7.) ¿O no es más bien la Conciencia del Todo que se esfuerza por hacerse de cada parte, y en que cada conciencia parcial tenga de ella, de la total conciencia? ¿No es un Dios monoteísta o solitario que camina a hacerse panteísta? Y si no es así, si la materia y el dolor son extraños a Dios, se preguntará uno: ¿para qué creó Dios el mundo? ¿Para qué hizo la materia e introdujo el dolor? ¿No era mejor que no hubiese hecho nada? ¿Qué gloria le añade al crear ángeles u hombres que caigan y a los que tenga que condenar a tormento eterno? ¿Hizo acaso el mal para curarlo? ¿O fue la redención, y la redención total y absoluta, de todo y de todos, su designio? Porque no es esta hipótesis ni más racional ni más piadosa que la otra.

En cuanto tratamos de representarnos la felicidad eterna, preséntasenos una serie de preguntas sin respuesta alguna satisfactoria, esto es, racional, sea que partamos de una suposición monoteísta o de una panteísta o si- quiera panenteísta.

Volvamos a la apocatástais pauliniana.

Al hacerse Dios todo en todos, ¿no es acaso que se completa, que acaba de ser Dios, conciencia infinita que abarca las conciencias todas? ¿Y qué es una conciencia infinita? Suponiendo, como supone, la conciencia, límite, o siendo más bien la conciencia conciencia de límite, de distinción, ¿no excluye por lo mismo la infinitud? ¿Qué valor tiene la noción de infinitud aplicada a la conciencia? ¿Qué es una conciencia toda ella conciencia, sin nada fuera de ella que no lo sea? ¿De qué es conciencia la conciencia en tal caso? ¿De su contenido? ¿O no será más bien que nos acercamos a la apocatástasis o apoteosis final sin llegar nunca a ella a partir de un caos, de una absoluta incons ciencia, en lo eterno del pasado?

¿No será más bien eso de la apocatástasis, de la vuelta de todo a Dios, un término ideal a que sin cesar nos acercamos sin haber nunca de llegar a él, y unos a más ligera marcha que otros? ¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y no cabe esperar ya una vez realizada la posesión, porque esta mata la esperanza, el ansia. ¿No será, digo, que todas las almas crezcan sin cesar, unas en mayor proporción que otras, pero habiendo todas de pasar alguna vez por un mismo grado cualquiera de crecimiento y sin llegar nunca al infinito, a Dios, a quien de continuo se acercan? ¿No es la eterna felicidad, una eterna esperanza, con su núcleo eterno de pesar para que la dicha no se suma en la nada?

Siguen las preguntas sin respuesta.

«Será todo en todos», dice el Apóstol. ¿Pero lo será de distinta manera en cada uno o de la misma en todos? ¿No será Dios todo en un condenado? ¿No está en su alma? ¿No está en el llamado infierno? ¿Y cómo está en él?

De donde surgen nuevos problemas, y son los referentes a la oposición entre cielo e infierno, entre felicidad e infelicidad eternas.

¿No es que al cabo se salvan todos, incluso Caín y Judas, y Satanás mismo , como desarrollando la apocatástais pauliniana quería Orígenes?

Cuando nuestros teólogos católicos quieren justificar racionalmente -o sea éticamente- el dogma de la eternidad de las penas del infierno, dan unas razones tan especiosas, ridículas e infantiles que parece mentira hayan logrado curso. Porque decir que siendo Dios infinito la ofensa a Él inferida es infinita también, y exige, por lo tanto, un castigo eterno, es, aparte de lo inconcebible de una ofensa infinita, desconocer que en moral y no en policía humanas la gravedad de la ofensa se mide, más que por la dignidad del ofendido, por la intención del ofensor, y que una intención culpable infinita es un desatino, y nada más. Lo que aquí cabría aplicar son aquellas palabras del Cristo, dirigiéndose a su Padre: «¡Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen!», y no hay hombre que al ofender a Dios o a su projimo sepa lo que se hace. En ética humana, o si se quiere en policía humana -eso que llaman Derecho penal, y que es todo menos derecho - una pena eterna es un desatino.