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¿Y no hay acaso como una vislumbre de esto en la creencia popular católica de las benditas ánimas del Purgatorio y de los sufragios que por ellas, por sus muertos, rinden los vivos y los méritos que les aplican? Es corriente en la piedad popular católica este sentimiento de transmisión de méritos, ya a vivos, ya a muertos.

No hay tampoco que olvidar el que muchas veces se ha presentado ya en la historia del pensamiento religioso humano la idea de la inmortalidad restringida a un número de elegidos, de espíritus representativos de los demás, y que en cierto modo los incluyen en sí, idea de abolengo pagano -pues tales eran los héroes y semidioses- que se abroquela a las veces en aquello de que son muchos los llamados y pocos los elegidos.

En estos días mismos en que me ocupaba en preparar este ensayo, llegó a mis manos la tercera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort, de Charles Bonnefon, libro en que imaginaciones análogas a las que vengo exponiendo hallan expresión concentrada y sugestiva. Ni el alma puede vivir sin el cuerpo, ni este sin aquella, nos dice Bonnefon, y así no existen en realidad ni la muerte ni el nacimiento, ni hay en rigor, ni cuerpo, ni alma, ni nacimiento, ni muerte, todo lo cual son abstracciones o apariencias, sino tan sólo una vida pensante, de que formamos parte, y que no puede ni nacer ni morir. Lo que le lleva a negar la individualidad humana, afirmando que nadie puede decir: «yo soy», sino más bien «nosotros somos», o mejor aún: «es en nosotros». Es la humanidad, la especie, la que piensa y ama en nosotros. Y como se transmiten los cuerpos se transmiten las almas. «El pensamiento vivo o la vida presente que somos, volverá a encontrarse inmediatamente bajo una forma análoga a la que fue nuestro origen y correspondiente a nuestro ser en el seno de una mujer fecundado.» Cada uno de nosotros, pues, ha vivido ya y volverá a vivir, aunque lo ignore. «Si la humanidad se eleva gradualmente por encima de sí misma, ¿quién nos dice que al momento de morir el último hombre, que contendrá en sí a todos los demás, no haya llegado a la humanidad superior tal como existe en cualquier otra parte, en el cielo?... Solidarios todos, recogeremos todos poco a poco los frutos de nuestros esfuerzos.» Según este modo de imaginar y de sentir, como nadie nace, nadie muere, sino que cada alma no ha cesado de luchar y varias veces hase sumergido en medio de la pelea humana, «desde que el tipo de embrión correspondiente a la misma conciencia se representaba en la sucesión de los fenómenos humanos». Claro es que como Bonnefon empieza por negar la individualidad personal, deja fuera nuestro verdadero anhelo, que es el de salvarla; mas como, por otra parte, él, Bonnefon, es individuo personal y siente ese anhelo, acude a la distinción entre llamados y elegidos, y a la noción de espíritus representativos, y concede a un número de hombres esa inmortalidad representativa. De estos elegidos dice que «serán un poco más necesarios a Dios que nosotros mismos». Y termina este grandioso ensueño en que «de ascensión en ascensión no es imposible que lleguemos a la dicha suprema, y que nuestra vida se funda en la Vida perfecta como la gota de agua en el mar. Comprenderemos entonces -prosigue diciendo- que todo era necesario, que cada filosofía o cada religión tuvo su hora de verdad, que a través de nuestros rodeos y errores y en los momentos más sombríos de nuestra historia, hemos columbrado el faro y que estábamos todos predestinados a participar de la Luz Eterna. Y si el Dios que volveremos a encontrar posee un cuerpo y no podemos concebir Dios vivo que no le tenga-, seremos una de sus células conscientes a la vez que las miríadas de razas brotadas en las miríadas de soles. Si este ensueño se cumpliera, un océano de amor batiría nuestras playas, y el fin de toda vida sería añadir una gota de agua a su infinito». ¿Y qué es este sueño cósmico de Bonnefon sino la forma plástica de la apocatástasis pauliniana?

Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo cristiano, no es otra cosa, en el fondo, que la anacefaleosis pauliniana, la fusión de los hombres todos en el Hombre, en la Humanidad toda hecha Persona, que es Cristo, y con los hombres todos, y la sujeción luego de todo ello a Dios, para que Dios, la Conciencia, lo sea todo en todos. Lo cual supone una redención colectiva y una sociedad de ultratumba.

A mediados del siglo xviii dos pietistas de origen protestante, Juan Jacobo Moser y Federico Cristóbal Oetinger, volvieron a dar fuerza y valor a la anacefaleosis pauliniana. Moser declaraba que su religión no consistía en tener por verdaderas ciertas doctrinas y vivir virtuosamente conforme a ellas, sino en unirse de nuevo con Dios por Cristo; a lo que corresponde el conocimiento, creciente hasta el fin de la vida, de los propios pecados y de la misericordia y paciencia de Dios, la alteración del sentido natural todo, la adquisición de la reconciliación fundada en la muerte de Cristo, el goce de la paz con Dios en el testimonio permanente del Espíritu Santo, respecto a la remisión de los pecados; el conducirse según el modelo de Cristo, lo cual sólo brota de la fe, el acercarse a Dios y tratar con Él, y la disposición de morir en gracia y la esperanza del juicio que otorga la bienaventuranza en el próximo goce de Dios y en trato con todos los santos (C. Ritschl, Geschichte der Pietismus, III, § 43). El trato con todos los santos, es decir, considera la felicidad eterna, no como la visión de Dios en su infinitud, sino basándose en la Epístola a los efesios, como la contemplación de Dios en la armonía de la criatura con Cristo. El trato con todos los santos era, según él, esencial contenido de la felicidad eterna. Era la realización del reino de Dios, que resulta así ser el reino del Hombre. Y al exponer estas doctrinas de los dos pietistas confiesa Ritschl (obra citada, III, § 46) que ambos testigos adquirieron para el protestantismo con ellas algo de tanto valor como el método teológico de Spencer, otro pietista.

Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místico cristiano, desde san Pablo, ha sido dar finalidad humana, o sea divina, al Universo, salvar la conciencia humana y salvarla haciendo una persona de la humanidad toda. A ello responde la anacefaleosis, la recapitulación de todo, todo lo de la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible, en Cristo, y la apocatástais, la vuelta del todo a Dios, a la conciencia, para que Dios sea todo en todo. ¿Y ser Dios todo en todo no es acaso el que cobre todo conciencia y resucite en esta todo lo que pasó, y que se eternice todo cuanto en el tiempo fue? Y entre ellos todas las conciencias individuales, las que han sido, las que son y las que serán, y tal como se dieron, se dan y se darán en sociedad y solidaridad. Mas este resucitar a conciencia todo lo que alguna vez fue, ¿no trae necesariamente consigo una fusión de lo idéntico, una amalgama de lo semejante? Al hacerse el linaje humano verdadera sociedad en Cristo, comunión de santos, reino de Dios, ¿no es que las engañosas y hasta pecaminosas diferencias individuales se borran, y quede sólo de cada hombre que fue lo esencial de él en la sociedad perfecta? ¿No resultaría tal vez, según la suposición de Bonnefon, que esta conciencia que vivió en el siglo XX en este rincón de esta tierra se sintiese la misma que tales otras que vivieron en otros siglos y acaso en otras tierras?

¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión, una unión sustancial e íntima, alma a alma, de todos los que han sido! «Si dos criaturas cualesquiera se hicieran una, harían más que ha hecho el mundo.»

If any two creatures grew into one

They would do more than the world has done.

sentenció Browning (The flight of the Duchess), y el Cristo nos dejó dicho que donde se reúnan dos en su nombre allí está Él.

La gloria es, pues, según muchos, sociedad, más perfecta sociedad que la de este mundo: es la sociedad humana hecha persona. Y no falta quien crea que el progreso humano todo conspira a hacer de nuestra especie un ser colectivo con verdadera conciencia -¿no es acaso un organismo humano individual una especie de federación de células?- y que cuando la haya adquirido plena, resucitarán en ella cuantos fueron.