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La gloria, piensan muchos, es sociedad. Como nadie vive aislado, nadie puede sobrevivir aislado tampoco. No puede gozar de Dios en el cielo quien vea que su hermano sufre en el infierno, porque fueron comunes la culpa y el mérito. Pensamos con los pensamientos de los demás y con sus sentimientos sentimos. Ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es verlo todo en Dios y vivir en Dios con todo.

Este grandioso ensueño de la solidaridad final humana es la anacefaleosis y la apocatástasis paulinianas. Somos los cristianos, decía el Apóstol (1 Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo, miembros de él, carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V 30), sarmientos de la vid.

Pero en esta final solidarización, en esta verdadera y suprema cristinación de las criaturas todas, ¿qué es de cada conciencia individual?, ¿qué es de mí, de este pobre yo frágil, de este yo esclavo del tiempo y del espacio, de este yo que la razón me dice ser un mero accidente pasajero, pero por salvar al cual, vivo y sufro y espero y creo? Salvada la finalidad humana del Universo, si al fin se salva; salvada la conciencia, ¿me resignaría a hacer el sacrificio de este mi pobre yo, por el cual y sólo por el cual conozco esa finalidad y esa conciencia?

Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, en su nudo, en la perspectiva de este supremo sacrificio religioso: el de la propia conciencia individual en aras de la conciencia humana perfecta, de la Conciencia Divina.

Pero ¿hay tal tragedia? Si llegáramos a ver claro esa anacefaleosis; si llegáramos a comprender y sentir que vamos a enriquecer a Cristo, ¿vacilaríamos un momento en entregarnos del todo a Él? El arroyico que entra en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargor de la sal oceánica, ¿retrocedería hacia su fuente?, ¿querría volver a la nube que nació de mar?, ¿no es un gozo sentirse absorbido?

Y, sin embargo...

Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.

Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no absorción, no quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor eterno. Un dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en conciencia y en anhelo. No pongáis a la puerta de la Gloria, como a la del Infierno puso el Dante, el Lasciate ogni speranza! ¡No matéis el tiempo! Es nuestra vida una esperanza que se está convirtiendo sin cesar en recuerdo, que engendra a su vez a la esperanza. ¡Dejadnos vivir! La eternidad, como un eterno presente, sin recuerdo y sin esperanza, es la muerte. Así son las ideas, pero así no viven los hombres. Así son las ideas en el DiosIdea; pero no pueden vivir así los hombres en el Dios vivo, en el DiosHombre.

Un eterno Purgatorio, pues, más que una Gloria; una ascensión eterna. Si desaparece todo dolor, por puro y espiritualizado que lo supongamos, toda ansia, ¿qué hace vivir a los bienaventurados? Si no sufren allí por Dios, ¿cómo le aman? Y si aun allí, en la Gloria, viendo a Dios poco a poco y cada vez de más cerca sin llegar a Él del todo nunca, no les queda siempre algo por conocer y anhelar, no les queda siempre un poco de incertidumbre, ¿cómo no se aduermen?

O en resolución, si allí no queda algo de la tragedia íntima del alma, ¿qué vida es esa? ¿Hay acaso goce mayor que acordarse de la miseria -y acordarse de ella es sentirla - en el tiempo de la felicidad? ¿No añora la cárcel quien se libertó de ella? ¿No echa de menos aquellos sus anhelos de libertad?

¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otra cosa los hemos presentado. Pero ¿es que el ensueño mitológico no contiene su verdad? ¿Es que el ensueño y el mito no son ac aso revelaciones de una verdad inefable, de una verdad irracional, de una verdad que no puede probarse?

¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizar respecto a la otra vida como en tiempos de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo primario, primordial y fundamental de vida eterna consciente de sí y de su individualidad personal, los absurdos estéticos, lógicos y éticos se multiplican y no hay modo de concebir sin contradicciones y despropósitos la visión beatífica y la apocatástasis.

¡Y sin embargo!

Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca; es más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para vivir, ¿eh?, no para comprender el Universo. Hay que creer en ella, y creer en ella es religioso. El cristianismo, la única religión que nosotros, los europeos del siglo XX, podemos de veras sentir, es, como decía Kierkegaard, una salida desesperada (Afsluttende uvidenskabelig Efferskrift, 11, 1, cap. 1), salida que sólo se logra mediante el martirio de la fe, que es la crucifixión de la razón, según el mismo trágico pensador.

No sin razón quedó dicho por quien pudo decirlo aquello de la locura de la cruz. Locura, sin duda, locura. Y no andaba del todo descaminado el humorista yanqui -Oliver Wendell Holmes- al hacer decir a uno de los personajes de sus ingeniosas conversaciones, que se,formaba mejor idea de los que estaban encerrados en un manicomio por monomanía religiosa que no de los que, profesando los mismos principios religiosos, andaban sueltos y sin enloquecer. Pero ¿es que realmente no viven estos también, gracias a Dios, enloquecidos? ¿Es que no hay locuras mansas, que no sólo nos permiten convivir con nuestros prójimos sin detrimento de la sociedad, sino que más bien nos ayudan a ello, dándonos como nos dan sentido y finalidad a la vida y a la sociedad misma?

Y después de todo, ¿qué es la locura y cómo distinguirla de la razón no poniéndose fuera de una y de otra, lo cual nos es imposible?

Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba; locura querer sobreponernues tras imaginaciones, preñadas de contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta. Y una sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y que es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el hueco de lo desconocido. Y sin embargo...

Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir esta y soportarla y darle sentido y invalidad. Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella.

Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos estuviese reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después de la muerte; y si es la nada lo que nos está reservado, no hacer que esto sea una justicia, según la frase de Obennann.

Lo que nos trae como de la mano a examinar el aspecto práctico o ético de nuestro único problema.

XI El problema práctico

L'homme est périssable. -II se peut; mais périssons

en résistant, et, si le néant nous est reservé, ne faisons

pas que ce soit une justice.

(SÉNANCOUR: Obennann, legre XC.)

Varias veces, en el errabundo curso de estos ensayos, he definido, a pesar de mi horror a las definiciones, mi propia posición frente al problema que vengo examinando; pero sé que no faltará nunca el lector, insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera, que se dirá: «Este hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa, y luego la contraria: está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; ¿qué es?» Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y de pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro, ni el agua que sale de la nieve de las cumbres.