Todos merecen salvarse, pero merece ante todo y sobre todo la inmortalidad, como en mi anterior capítulo dejé dicho, el que apasionadamente y hasta contra razón la desea. Un escritor inglés que se dedica a profeta -lo que no es raro en su tierra-, Wells, en su libro Anticipations, nos dice que «los hombres activos y capaces, de toda clase de confesiones religiosas de hoy en día, tienden en la práctica a no tener para nada en cuenta (to disregard... altogether) la cuestión de la inmortalidad». Y es por lo que las confesiones religiosas de esos hombres activos y capaces a que Wells se refiere, no suelen pasar de ser una mentira, y una mentira sus vidas si quieren basarlas sobre religión. Mas acaso en el fondo no sea eso que afirma Wells tan verdadero como él y otros se figuran. Esos hombres activos y capaces viven en el seno de una sociedad empapada en principios cristianos, bajo unas instituciones y unos sentimientos sociales qu e el cristianismo fraguó, y la fe en la inmortalidad del alma es en sus almas como un río soterraño, al que ni se ve ni se oye, pero cuyas aguas riegan las raíces de las acciones y de los propósitos de esos hombres.
Hay que confesar que no hay, en rigor, fundamento más sólido para la moralidad que el fundamento de la moral católica. El fin del hombre es la felicidad eterna, que consiste en la visión y goce de Dios por los siglos de los siglos. Ahora, en lo que marra es en la busca de los medios conducentes a ese fin; porque hacer depender la consecución de la felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fue Dios y todo lo de que la unión hipostática, o hasta siquiera de que haya Dios, resulta, a poco que se piense en ello, una monstruosidad. Un Dios humano -e1 único que podemos concebir- no rechazaría nunca al que no pudiese creer en Él con la cabeza, y no en su cabeza, sino en su corazón, dice el impío que no hay Dios, es decir, que no quiere que le haya. Si a alguna creencia pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia en esa misma felicidad y en que sea posible.
¿Y qué diremos de aquello otro del emperador de los pedantes, de aquello de que no hemos venido al mundo a ser felices, sino a cumplir nuestro deber? (Wir sind nicht auf der Welt, um glücklich zu sein, sondern um unsere Schuldigkeit zu tun.) Si estamos en el mundo para algo -um etwas -, ¿de dónde puede sacarse ese para, sino del fondo mismo de nuestra voluntad, que pide felicidad y no deber como fin último? Y si a ese para se le quiere dar otro valor, un valor objetivo que diría cualquier pedante saduceo, entonces hay que reconocer que la realidad objetiva, la que quedaría aunque la humanidad desapareciese, es tan indiferente a nuestro deber como a nuestra dicha; se le da tan poco de nuestra moralidad como de nuestra felicidad. No sé que Júpiter, Urano o Sirio se dejen alterar en su curso porque cumplamos o no con nuestro deber, más que porque seamos o no felices.
Consideraciones estas que habrán de parecer de una ridícula vulgaridad y superficialidad de dilettante, a los pedantes esos. (El mundo intelectual se divide en dos clases: dilettantes de un lado y pedantes de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre moderno es el que se resigna a la verdad y a ignorar el conjunto de la cultura, y si no, véase lo que al respecto dice Windelband en su estudio sobre el sino de Helderlin (Praeludien, l). Sí, esos hombres culturales se resignan, pero quedamos unos cuantos pobrecitos salvajes que no nos podemos resignar. No nos resignamos a la idea de haber de desaparecer un día, y la crítica del gran Pedante no nos consuela.
Lo sensato, a lo sumo, es aquello de Galileo Galilei, cuando decía: «Dirá alguien acaso que es acerbísimo el dolor de la pérdida de la vida, mas yo diré que es menor que los otros; pues quien se despoja de la vida, prívase al mismo tiempo de poder quejarse no ya de esa, mas de cualquier otra pérdida.» Sentencia de un humorismo, no sé si consciente o inconsciente en Galileo, pero trágico.
Y volviendo atrás, digo que si a alguna creencia pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia de la posibilidad de su realización. Mas en rigor, ni aun esto. El hombre razonable le dice a su cabeza: «No hay otra vida después de esta», pero sólo el impío lo dice en su corazón. Mas aun a este mismo impío, que no es acaso sino un desesperado, ¿va un Dios humano a condenarle por su desesperación? Harta desgracia tiene con ella.
Pero de todos modos, tomemos el lema calderoniano en su La vida es sueño:
que estoy soñando y que quiero
obrar bien, pues no se pierde
el hacer bien aun en sueños.
¿De veras no se pierde? ¿Lo sabía Calderón? Y añadía:
Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.
¿De veras lo sabía Calderón?
Calderón tenía fe, robusta fe católica; pero al que no puede tenerla, al que no puede creer en lo que don Pedro Calderón de la Barca creía, le queda siempre lo de Obermann.
Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos contra el destino, y aun sin esperanzas de victoria; peleemos contra él quijotescamente.
Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irracional, sino obrando de modo que nos hagamos insustituibles, acuñando en los demás nuestra marca y cifra; obrando sobre nuestros prójimos para dominarlos, dándonos a ellos, para eternizarnos en lo posible.
Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos insustituibles, el de hacer una verdad práctica el hecho teórico -si es que esto de hecho teórico no envuelve una contradicción in adiecto - de que es cada uno de nosotros único e irreemplazable, de que no pueda llenar otro el hueco que dejamos al morirnos .
Cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo. Y digo el espíritu y no la vida, porque el valor, ridículamente excesivo, que conceden a la vida humana los que no creyendo en realidad en el espíritu, es decir, en su inmortalidad personal, peroran contra la guerra y contra la pena de muerte, verbigracia, es un valor que se lo conceden precisamente por no creer de veras en el espíritu, a cuyo servicio está la vida. Porque sólo sirve la vida en cuanto a su dueño y señor, el espíritu, sirve, y si el dueño perece con la sierva, ni uno ni otra valen gran cosa.