Y el obrar de modo que sea nuestra aniquilación una injusticia, que nuestros hermanos, hijos y los hijos de nuestros hermanos y sus hijos, reconozcan que no debimos haber muerto, es algo que está al alcance de todos.
El fondo de la doctrina de la redención cristiana, es que sufrió pasión y muerte el único hombre, esto es, el Hombre, el Hijo del Hombre, o sea el Hijo de Dios, que no mereció por su inocencia haberse muerto, y que esta divina víctima propiciatoria se murió para resucitar y resucitarnos, para librarnos de la muerte aplicándonos sus méritos y enseñándonos el camino de la vida. Y el Cristo que se dio todo a sus hermanos en humanidad sin reservarse nada, es el modelo de acción.
Todos, es decir, cada uno puede y debe proponerse dar de sí todo cuanto puede dar, más aun de lo que puede dar, excederse, superarse a sí mismo, hacerse insustituible, darse a los demás para recogerse de ellos. Y cada cual en su oficio, en su vocación civil. La palabra oficio, officium, significa obligación, deber, pero en concreto, y esto debe significar siempre en la práctica. Sin que se deba tratar acaso tanto de buscar aquella vocación que más crea uno que se le acomoda y cuadra, cuanto de hacer vocación del menester en que la suerte o la Providencia, no nuestra voluntad, nos han puesto.
El más grande servicio acaso que Lutero ha rendido a la civilización cristiana, es el de haber establecido el valor religioso de la propia profesión civil, quebrantando la noción monástica medieval de la vocación religiosa, noción envuelta en nieblas pasionales e imaginativas y engendradoras de terribles tragedias de vida. ¡Si se entrara por los claustros a inquirir qué sea eso de la vocación de pobres hombres a quienes el egoísmo de sus padres les encerró de pequeñitos en la celda de un noviciado, y de repente despiertan a la vida del mundo, si es que despiertan alguna vez! O los que en un trabajo de propia sugestión se engañaron. Y Lutero que lo vio de cerca y lo sufrió, pudo entender y sentía el valor religioso de la profesión civil que a nadie liga por votos perpetuos.
Cuanto respecto a las vocaciones de los cristianos, nos dice el Apóstol en el capítulo IV de su Epístola a los efesios, hay que trasladarlo a la vida civil, ya que hoy entre nosotros el cristiano -sépalo o no y quiéralo o noes el ciudadano, y en el caso en que él, el Apóstol, exclamó: «¡soy ciudadano romano!», exclamaríamos cada uno de nosotros, aun los ateos: ¡soy cristiano! Y ello exige civilizar el cristianismo, esto es, hacerlo civil deseclesiastizándolo, que fue la labor de Lutero, aunque luego él, por su parte, hiciese iglesia.
The right man in the right place, dice una sentencia inglesa: el hombre que conviene en el puesto que le conviene. A lo que cabe replicar: ¡zapatero a tus zapatos! ¿Quién sabe el puesto que mejor conviene a cada uno y para el que está más apto? ¿Lo sabe él mejor que los demás? ¿Lo saben los demás mejor que él? ¿Quién mide capacidades y aptitudes? Lo religioso es, sin duda, tratar de hacer que sea nuestra vocación el puesto en que nos encontramos, y, en último caso, cambiarlo por otro.
Este de la propia vocación es acaso el más grave y más hondo problema social, el que está en la base de todos ellos. La llamada por antonomasia cuestión social, es acaso más que un problema de reparto de riquezas, de productos del trabajo, un problema de reparto de vocaciones, de modos de producir. No por la aptitud -casi imposible de averiguar sin ponerla antes a prueba, y no bien especificada en cada hombre, ya que para la mayoría de los oficios el hombre no nace, sino que se hace -, no por la aptitud especial, sino por razones sociales, políticas, rituales, se ha venido determinando el oficio de cada uno. En unos tiempos y países las castas religiosas y la herencia: en otros las guildas (gildas) y gremios; luego, la máquina, la necesidad casi siempre, la libertad casi nunca. Y llega lo trágico de ello a esos oficios de lenocinio en que se gana la vida vendiendo el alma, en que el obrero trabaja a conciencia no ya de la inutilidad, sino de la perversidad social de su trabajo, fabricando el veneno que ha de ir matándole, el arma acaso con que asesinarán a sus hijos. Este, y no el del salario, es el problema más grave.
. En mi vida olvidaré un espectáculo que pude presenciar en la ría de Bilbao, mi pueblo natal. Martillaba a sus orillas no sé qué cosa, en un astillero, un obrero, y hacíalo a desgana, como quien no tiene fuerzas o no va sino a pretextar su salario, cuando de pronto se oye un grito de una mujer: «¡Socorro!» Y era que un niño cayó a la ría. Y aquel hombre se transformó en un momento, y con una energía, presteza y sangre fría admirables, se aligeró la ropa y se echó al agua a salvar al pequeñuelo.
Lo que da acaso su menor ferocidad al movimiento socialista agrario es que el gañán del campo, aunque no gane más ni viva mejor que el obrero industrial o minero, tiene una más clara conciencia del valor social de su trabajo. No es lo mismo sembrar trigo que sacar diamantes de la tierra.
Y acaso el mayor progreso consista en una cierta indiferenciación del trabajo, en la facilidad de dejar uno para tomar otro, no ya acaso más lucrativo, sino más noble -porque hay trabajos más y menos nobles -. Mas suele suceder con triste frecuencia, que ni el que ocupa una profesión y no la abandona suele preocuparse de hacer vocación religiosa de ella, ni el que la abandona y va en busca de otra lo hace con religiosidad de propósitos.
Y, ¿no conocéis, acaso, casos en que uno, fundado en que el organismo profesional a que pertenece y en que trabaja está mal organizado y no funciona como debiera, se hurta al cumplimiento estricto de su deber, a pretexto de otro deber más alto? ¿No llaman a este cumplimiento ordenancismo y no hablan de burocracia y de fariseísmo de funcionarios? Y ello suele ser a las veces como si un militar inteligente y muy estudioso que se ha dado cuenta de las deficiencias de la organización bélica de su patria, y se las ha denunciado a sus superiores y tal vez al público -cumpliendo con ello su deber-, se negara a ejecutar en campaña una operación que se le ordenase, por estimarla de es casísima probabilidad de buen éxito, o tal vez de seguro fracaso, mientras no se corrigiesen aquellas deficiencias. Merecería ser fusilado. Y en cuanto a lo de fariseísmo...
Y queda siempre un modo de obedecer mandando, un modo de llevar a cabo la operación que se estima absurda, corrigiendo su absurdidad, aunque sólo sea con la propia muerte. Cuando en mi función burocrática me he encontrado alguna vez con alguna disposición legislativa que por su evidente absurdidad estaba en desuso, he procurado siempre aplicarla. Nada hay peor que una pistola cargada en un rincón, y de la que no se usa; llega un niño, se pone a jugar con ella y mata a su padre. Las leyes en desuso son las más terribles de las leyes, cuando el desuso viene de lo malo de la ley.
Y esto no son vaguedades, y menos en nuestra tierra. Porque mientras andan algunos por acá buscando yo no sé qué deberes y responsabilidades ideales, esto es, ficticios, ellos mismos no ponen su alma toda en aquel menester inmediato y concreto de que viven, y los demás, la inmensa mayoría, no cumplen con su oficio sino para eso que se llama vulgarmente cumplir para cumplir, frase terriblemente inmoral-, para salir del paso, para hacer que se hace, para dar pretexto y no justicia al emolumento, sea de dinero o de otra cosa.
Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el amor propio del oficio, y por pique o pundonor se esfuerza en pasar por el mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más clientela ni más ganancia, y sí sólo más renombre y prestigio. Pero hay otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de la za patería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero único e insustituible, el que de tal modo les haga el calzado, que tengan que echarle de menos cuando se les muera -«se les muera» , y no sólo «se muera»-, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debía haberse muerto, y esto sí porque les hizo calzado pensando en ahorrarles toda molestia y que no fuese el cuidado de los pies lo que les impidiera vagar a la contemplación de las más altas verdades; les hizo el calzado por amor a ellos y por amor a Dios en ellos: se lo hizo por religiosidad.