Y a esto se va prácticamente por la moral de la imposición mutua. Los hombres deben tratar de imponerse los unos a los otros, de darse mutuamente sus espíritus, de sellarse mutuamente las almas.
Es cosa que da en qué pensar eso de que hayan llamado a la moral cristiana moral de esclavos, ¿quiénes? ¡Los anarquistas! El anarquismo sí que es moral de esclavos, pues sólo el esclavo canta la libertad anárquica. ¡Anarquismo, no!, sino panarquismo; no aquello de ni Dios ni amo, sino todos dioses y amos todos, todos esforzándose por divinizarse, por inmortalizarse. Y para ello dominando a los demás.
¡Y hay tantos modos de dominar! A las veces, hasta pasivamente, al parecer al menos, se cumple con esta ley de vida. El acomodarse al ámbito, el imitar, el ponerse uno en lugar de otro, la simpatía, en fin, además de ser una manifestación de la unidad de la especie, es un modo de expansionarse, de ser otro. Ser vencido, o por lo menos aparecer vencido, es muchas veces vencer; tomar lo de otro es un modo de vivir en él.
Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, la víbora por su veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta con que oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el mismo Padre de todos, que dio fiereza, garras y fauces al tigre, dio astucia al zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez al mosquito y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o innobleza en las armas de que se use, pues cada especie, y hasta cada individuo, tiene las suyas, sino en cómo las use, y, sobre todo, en el fin para que uno las esgrima.
Y entre las armas de vencer hay también la de la paciencia y la resignación apasionadas llenas de actividad y de anhelos interiores. Recordad aquel estupendo soneto del gran luchador, del gran inquietador puritano Juan Milton, el secuaz de Cromwell y cantor de Satanás, el que al verse ciego y considerar su luz apagada, e inútil en él aquel talento cuya ocultación es muerte, oye que la . paciencia le dice: «Dios no necesita ni de obra de hombre, ni de sus dones; quienes mejor llevan su blando yugo le sirven mejor; su estado es regio; miles hay que se lanzan a su señal y corren sin descanso tierras y mares, pero también le sirven los que no hacen sino estarse y aguardar.»
They also serve who only stand and wait. Sí, también le sirven los que sólo se están aguardándole, pero es cuando le aguardan apasionadamente, hambrientamente, llenos de anhelos de inmortalidad en Él.
Y hay que imponerse, aunque sólo sea por la paciencia. «Mi vaso es pequeño, pero bebo en mi vaso», decía un poeta egoísta y de un pueblo de avaros. No, en mi vaso beben todos, quiero que todos beban de él; se lo doy, y mi vaso crece, según el número de los que en él beben, y todos, al poner en él sus labios, dejan allí algo de su espíritu. Y bebo también de los vasos de los demás, mientras ellos beben del mío. Porque cuanto más soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más soy de los demás; de la plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al verterme a ellos, ellos entran en mí.
«Sed perfectos como vuestro Padre», se nos dijo, y nuestro Padre es perfecto porque es Él, y es cada uno de sus hijos que en Él viven, son y se mueven. Y el fin de la perfección es que seamos todos una sola cosa (Juan, XVII, 21), todos un cuerpo en Cristo (Rom., XII, 5), y que al cabo, sujetas todas las cosas al Hijo, el Hijo mismo se sujete a su vez a quien le sujetó todo para que Dios sea todo en todos. Y esto es hacer que el Universo sea conciencia; hacer de la Naturaleza sociedad, y sociedad humana. Y entonces se le podrá a Dios llamar Padre a boca llena.
Ya sé que los que dicen que la ética es ciencia, dirán que todo esto que vengo exponiendo no es más que retórica; pero cada cual tiene su lenguaje y su pasión. Es decir, el que la tiene, y el que no tiene pasión, de nada le sirve tener ciencia.
Y a la pasión que se expresa por esta retórica, le llaman egotismo los de la ciencia ética, y el tal egotismo es el único verdadero remedio del egoísmo, de la avaricia espiritual, del vicio de conservarse y ahorrarse, y no de tratar perennizarse dándose.
«No seas, y darás más que todo lo que es», decía nuestro fray Juan de los Ángeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios (Diál. 111, 8); pero ¿que quiere decir eso de no seas? ¿No querrá acaso decir paradójicamente, como a menudo en los místicos sucede, lo contrario de lo que tomado a la letra y a primera lección dice? ¿No es una inmensa paradoja, un gran contrasentido trágico, más bien, la moral toda de la sumisión y del quietismo? La moral monástica, la puramente monástica, ¿no es absurdo? Y llamo aquí moral monástica a la del cartujo solitario, a la del eremita, que huye del mundo -llevándose acaso consigo- para vivir solo y a solas con un Dios solo también y solitario; no a la del dominio inquisidor, que recorre la Provenza a quemar corazones de albigenses.
«¡Que lo haga todo Dios!», dirá alguien; pero es que si el hombre se cruza de brazos Dios se echa a dormir.
Esa moral cartujana y la otra moral científica, la que sacan de la ciencia ética -¡ oh, la ética como ciencia!, ¡la ética racional y racionalista!, ¡pedantería de pedanterías y todo pedantería!-, eso sí que puede ser egoísmo y frialdad de corazón.
Hay quien dice aislarse con Dios para mejor salvarse, para mejor redimirse; pero es que la redención tiene que ser colectiva, pues que la culpa lo es. «Lo religioso es la determinación de totalidad, y todo lo que está fuera de esto es engaño de los sentidos, por lo cual el mayor criminal es, en el fondo, inocente y un hombre bondadoso, un santo.» Así Merkegaard (Afsluttende, etc., II, 11, cap. IV, setc. II, A).
¿Y se comprende, por otra parte, que se quiera ganar la otra vida, la eterna, renunciando a esta, a la temporal? Si algo es la otra vida, ha de ser continuación de esta, y sólo como continuación, más o menos depurada de ella, la imagina nuestro anhelo, y si así es, cual sea esta vida del tiempo será la de la eternidad.
«Este mundo y el otro son como dos mujeres de un solo marido, que si agradas a la una, mueves a la otra a envidia», dice un pensador árabe citado por Windelband (Das Heilige, en el vol. 11 de Praeludien); mas tal pensamiento no ha podido brotar sino de quien no ha sabido resolver en una lucha fecunda, en una contradicción práctica, el conflicto trágico entre su espíritu y el mundo. «Venga a nos el tu reino», nos enseñó el Cristo a pedir a su Padre, y no «vayamos al tu reino», y según las primitivas creencias cristianas, la vida eterna había de cumplirse sobre esta misma tierra, y como continuación de la de ella. Hombres y no ángeles se nos hizo para que buscásemos nuestra dicha a través de la vida, y el Cristo de la fe cristiana no se angelizó, sino que se humanó, tomando cuerpo real y efectivo, y no apariencia de él para redimirnos. Y según esa misma fe, los ángeles, hasta los más encumbrados, adoran a la Virgen, símbolo supremo de la Humanidad terrena. No es, pues, el ideal angélico un ideal cristiano, y desde luego no lo es humano, ni puede serlo. Es, además, un ángel neutro, sin sexo y sin patria.
No nos cabe sentir la otra vida eterna, lo he repetido ya varias veces, como una vida de contemplación angélica; ha de ser vida de acción. Decía Goethe que «el hombre debe creer en la inmortalidad; tiene para ello un derecho conforme a su naturaleza». Y añadía así: «La convicción de nuestra perduración me brota del concepto de la actividad. Si obro sin tregua hasta mi fin, la Naturaleza está obligada -so ist die Natur verpflichtet- a proporcionarme otra forma de existencia, ya que mi actual espíritu no puede soportar más.» Cambiad lo de Naturaleza por Dios, y tendréis un pensamiento que no deja de ser cristiano, pues los primeros padres de la Iglesia no creyeron que la inmortalidad del alma fuera un don natural -es decir, algo racional-, sino un don divino de gracia. Y lo que de gracia suele ser, en el fondo, de justicia, ya que la justicia es divina y gratuita, no natural. Y agregaba Goethe: «No sabría empezar nada con una felicidad eterna si no me ofreciera nuevas tareas y nuevas dificultades a que vencer.» Y así es: la ociosidad contemplativa no es dicha.