Mas ¿no tendrá alguna justificación la moral eremítica, cartujana, la de la Tebaida? ¿No se podrá, acaso, decir que es menester se conserven esos tipos de excepción para que sirvan de eterno modelo a los otros? ¿No crían los hombres caballos de carreras, inútiles para todo otro menester utilitario, pero que mantienen la pureza de la sangre y son padres de excelentes caballos de tiro y de silla? ¿No hay, acaso, un lujo ético, no menos justificable que el otro? Pero por otra parte, ¿no es esto, en el fondo, estética y no moral, y mucho menos religión? ¿No es que será estético y no religioso, ni siquiera ético, el ideal monástico contemplativo medieval? Y al fin los de entre aquellos solitarios que nos han contado sus coloquios a solas con Dios, han hecho una obra eternizadora, se han metido en las almas de los demás. Y ya sólo con eso, con que el claustro haya podido darnos un Eckart, un Suso, un Taulero, un Ruisbroquio, un Juan de la Cruz, una Catalina de Siena, una Ángela de Foligo, una Teresa de Jesús, está justificado el claustro.
Pero nuestras órdenes españolas son, sobre todo, las de Predicadores, que Domingo de Guzmán instituyó para la obra agresiva de extirpar la herejía; la Compañía de Jesús, una milicia en medio del mundo, y con ello está dicho todo; la de las Escuelas Pías, para la obra también invasora de la enseñanza... Cierto es que se me dirá también que la reforma del Carmelo, Orden contemplativa que. emprendió Teresa de Jesús, fue obra española. Sí, española fue, y en ella se buscaba libertad.
- Era el ansia de libertad, de libertad interior, en efecto, lo que en aquellos revueltos tiempos de la Inquisición lle vaba a las almas escogidas al claustro. Encarcelábanse para ser mejor libres. «¿No es linda cosa que una pobre monja de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra y elementos?», decía en su Vida santa Teresa. Era el ansia pauliniana de libertad, de sacudirse de la ley externa, que era bien dura, y, como decía el maestro fray Luis de León, bien cabezuda entonces.
¿Pero lograron libertad así? Es muy dudoso que la lograran, y hoy es imposible. Porque la verdadera libertad no es cosa de sacudirse de la ley externa; la libertad es la conciencia de la ley. Es libre no el que se sacude de la ley, sino el que se adueña de ella. La libertad hay que buscarla en medio del mundo que es donde vive la ley, y con la ley la culpa, su hija. De lo que hay que libertarse es de la culpa, que es colectiva.
En vez de renunciar al mundo para dominarlo -¿quién no conoce el instinto colectivo de dominación de las órdenes religiosas cuyos individuos renuncian al mundo?- lo que habría que hacer es dominar al mundo para poder renunciar a él. No buscar la pobreza y la sumisión, sino buscar la riqueza para emplearla en acrecentar la conciencia humana, y buscar el poder para servirse de él con el mis mo fin.
Es cosa curiosa que frailes y anarquistas se combatan entre sí, cuando en el fondo profesan la misma moral y tienen un tan íntimo parentesco unos con otros. Como que el anarquismo viene a ser una especie de monacato ateo, y más una doctrina religiosa que ética y económica social. Los unos parten de que el hombre nace malo, en pecado original, y la gracia le hace luego bueno, si es que le hace tal, y los otros de que nace bueno y la sociedad le pervierte luego. Y en resolución, lo mismo da una cosa que otra pues en ambas se opone el individuo a la sociedad, y como si precediera, y, por lo tanto, hubiese de sobrevivir a ella. Y las dos morales son morales de claustro.
Y el que la culpa es colectiva no ha de servir para sacudirme de ella sobre los demás, sino para cargar sobre mí las culpas de los otros, las de todos: no para difundir mi culpa y anegarla en la culpa total, sino para hacer la culpa total mía; no para enajenar mi culpa, sino para ensimismarme y apropiarme, adentrándomela, la de todos. Y cada uno debe contribuir a curarla, por lo que otros no hacen. El que la sociedad sea culpable, agrava la culpa de cada uno. «Alguien tiene que hacerlo, pero ¿por qué he de ser yo?; es la frase que repiten los débiles bien intencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?, es el grito de un serio servidor del hombre que afronta cara a cara un serio peligro. Entre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución moral.» Así dijo Mrs. Annie Besant en su autobiografía. Así dijo la teósofa.
El que la sociedad sea culpable agrava la culpa de cada uno y es más culpable el que más siente la culpa. Cristo, el inocente, como conocía mejor que nadie la intensidad de la culpa, era en un cierto sentido el más culpable. En él llegó a conciencia la divinidad humana y con ella su culpabilidad. Suele dar que reír a no pocos el leer de grandísimos santos que por pequeñísimas faltas, por faltas que hacen sonreírse a un hombre de mundo, se tuvieron por los más grandes pecadores. Pero la intensidad de la culpa no se mide por el acto externo, sino por la conciencia de ella, y a uno le causa agudísimo dolor lo que a otro apenas si un ligero cosquilleo. Y en un santo puede llegar la conciencia moral a tal plenitud y agudeza, que el más leve pecado le remuerda más que al mayor criminal su crimen. Y la culpa estriba en tener conciencia de ella, está en el que juzga y en cuanto juzga. Cuando uno comete un acto pernicioso creyendo de buena fe hacer una acción virtuosa, no podemos tenerle por moralmente culpable, y cuando otro cree que es mala una acción indiferente o acaso beneficiosa, y la lleva a cabo, es culpable. El acto pasa, la intención queda, y lo malo del mal acto es que malea la intención, que haciendo mal a sabiendas se predispone uno a seguir haciéndolo, se oscurece la conciencia. Y no es lo mismo hacer el mal que ser malo. El mal oscurece la conciencia, y no sólo la conciencia moral, sino la conciencia general, la psíquica. Y es que es bueno cuanto exalta y ensancha la conciencia, y malo lo que la deprime y amengua.
Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates, según Platón, se proponía, y es si la virtud es ciencia. Lo que equivale a decir si la virtud es racional.
Los eticistas, los de que la moral es ciencia, los que al leer todas estas divagaciones dirán: ¡retórica, retórica, retórica!, creerán, me parece, que la virtud se adquiere por ciencia, por estudio racional, y hasta que las matemáticas nos ayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo siento que la virtud, como la religiosidad, como el anhelo de no morirse nunca -y todo ello es la misma cosa en el fondose adquiere más bien por pasión.
Pero y la pasión ¿qué es?, se me dirá. No lo sé: o, mejor dicho, lo sé muy bien, porque la siento, y, sintiéndola; no necesito definirla. Es más aún: temo que si llego a definirla, dejaré de sentirla y de tenerla. La pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego.
Vaciedad y sofistería habrán de parecer esto, bien lo sé. Y se me dirá también que hay la ciencia de la pasión, y que hay pasión de la ciencia, y que es en la esfera moral donde la razón y la vida humana se aúnan.