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Y por eso lanzo mi voz que clamará en el desierto, y la lanzo desde esta Universidad de Salamanca, que se llamó a sí misma arrogantemente omnium scientiarium princeps, y a la que Carlyle llamó fortaleza de la ignorancia, y un literato francés , hace muy poco, Universidad fan tasma; desde esta España, «tierra de los ensueños que se hacen realidades, defensora de Europa, hogar del ideal caballeresco», así me decía en carta no ha mucho Mr. Archer M. Huntington, poeta; desde esta España, cabeza de la Contrarreforma en el siglo xvi. ¡Y bien se lo guardan!

En el cuarto de estos ensayos os hablé de la esencia del catolicismo. Y a desesenciarlo, esto es, a descatolizar a Europa, han contribuido el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, sustituyendo aquel ideal de una vida eterna ultraterrena por el ideal del progreso, de la razón, de la ciencia. O mejor de la Ciencia, con letra mayúscula. Y lo último, lo que hoy más se lleva, es la cultura.

Y en la segunda mitad del pasado siglo XIX, época infilosófica y tecnicista, dominada por especialismo miope y por el materialismo histórico, ese ideal se tradujo en una obra no ya de vulgarización sino de avulgaramiento científico -o más bien seudocientífico - que se desahogaba en democráticas bibliotecas baratas y sectarias. Quería así popularizarse la ciencia, como si hubiese de ser esta la que haya de bajar al pueblo y servir sus pasiones, y no el pueblo el que debe subir a ella y por ella más arriba aún, a nuevos y más profundos anhelos.

Todo esto llevó a Brunetiére a proclamar la bancarrota de la ciencia, y esa ciencia o lo que fuere, bancarroteó, en efecto. Y como ella no satisfacía, no dejaba de buscarse la felicidad; sin encontrarla en la riqueza, ni en el saber, ni en el poderío, ni en el goce; ni en la re signación, ni en la buena conciencia moral, ni en la cultura. Y vino el pesimismo.

El progresismo no satisfacía tampoco. Progresar, ¿para qué? El hombre no se conformaba con lo racional, el Kulturkampf no le bastaba; quería dar finalidad final a la vida, que esta que llamo la invalidad final es el verdadero δντωζ δν. Y la famosa maladie du siécle, que se anuncia en Rousseau, y acusa más claramente que nadie el Obermann de Sénancour, no era ni es otra cosa que la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo.

Su símbolo, su verdadero símbolo, es un ente de ficción, el doctor Fausto.

Este inmortal doctor Fausto que se nos aparece ya a principios del siglo XVII, en 1604, por obra del Renacimiento y de la Reforma y por ministerio de Cristóbal Marlowe, es ya el mismo que volverá a descubrir Goethe, aunque en ciertos respectos más espontáneo y más fresco. Y junto a él aparece Mefistófeles, a quien pregunta Fausto aquello de «¿qué bien hará mi alma a tu señor?» Y le contesta: «Ensanchar su reino.» «¿Y es esa la razón por la que nos tienta así?», vuelve a preguntar el doctor, y el espíritu maligno responde: «Solamen miseris socios habuisse doloris», que es lo que mal traducido en romance, decimos: mal de muchos, consuelo de tontos. «Donde estamos, allí está el infierno, y donde está el infierno, allí tenemos que estar siempre», añade Mefistófeles, a lo que Fausto agrega que cree ser una fábula tal infierno, y le pregunta quién hizo el mundo. Y este trágico doctor, torturado por nuestra tortura, acaba encontrando a Helena, que no es otra, aunque Marlowe acaso no lo sospechase, que la Cultura renaciente. Y hay aquí en este Faust de Marlowe una escena que vale por toda la segunda parte del Faust de Goethe. Le dice a Helena Fausto: «Dulce Helena, hazme inmortal con un beso -y le besa-. Sus labios me chupan el alma; ¡mira cómo huye! ¡Ven, He lena, ven; devuélveme el alma! Aquí quiero quedarme, porque el cielo está en estos labios, y todo lo que no es Helena escoria es.»

«¡Devuélveme el alma!» He aquí el grito de Fausto, el doctor, cuando después de haber besado a Helena va a perderse para siempre. Porque al Fausto primitivo no hay ingenua Margarita alguna que le salve. Esto de la salvación fue invención de Goethe. ¿Y quién no conoce a su Fausto, nuestro Fausto, que estudió Filosofía, Jurisprudencia, Medicina, hasta Teología, y sólo vio que no podemos saber nada, y quiso huir al campo libre - hinaus ins weite Land!- y topó con Mefistófeles, parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal haciendo siempre el bien, y este le llevó a los brazos de Margarita, del pueblo sencillo, a la que aquel, el sabio, perdió; pero merced a la cual, que por él se entregó, se salva, redimido por el pueblo creyente con fe sencilla? Pero tuvo esa segunda parte, porque aquel otro Fausto era el Fausto anecdótico y no el categórico de Goethe, y volvió a entregarse a la Cultura, a Helena, y a engendrar en ella a Euforión, acabando todo con aquello del eterno femenino entre coros místicos. ¡Pobre Euforión!

Y esta Helena ¿es la esposa del rubio Menelao, la que robó Paris, y causó la guerra de Troya, y de quien los ancianos troyanos decían que no debía indignar el que se pelease por mujer que por su rostro se parecía tan terriblemente a las diosas inmortales? Creo más bien que esa Helena de Fausto era otra, la que acompañaba a Simón Mago, y que este decía ser la inteligencia divina. Y Fausto puede decirle: ¡devuélveme el alma!

Porque Helena con sus besos nos saca el alma. Y lo que queremos y necesitamos es alma, y alma de bulto y de sustancia.

Pero vinieron el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, trayéndonos a Helena, o más bien empujados por ella, y ahora nos hablan de Cultura y de Europa.

¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica. ¿Quién sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es un chi~ bolete (véase mis Tres ensayos). Y cuando me pongo a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeizantes, paréceme a las veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico -España desde luego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia...- y que se reduce a lo central, a Franco -Alemania con sus anejos y dependencias.

Todo esto nos lo han traído, digo, el Renacimiento y la Reforma, hermanos mellizos que vivieron en aparente guerra intestina. Los renacientes italianos, socinianos todos ellos; los humanistas, con Erasmo a la cabeza, tuvieron por,un bárbaro a aquel fraile Lutero, que del claustro sacó su ímpetu, como de él lo sacaron Bruno y Campanella. Pero aquel bárbaro era su hermano mellizo; combatiéndolos, combatía a su lado contra el enemigo común. Todo eso nos han traído el Renacimiento y la Reforma, y luego la Revolución, su hija, y nos han traído también una nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia.

Al enviar Galileo al Gran Duque de Toscana su escrito sobre la movilidad de la Tierra, le decía que conv iene obedecer y creer a las determinaciones de los superiores, y que reputaba aquel escrito «como una poesía o bien un ensueño, y por tal recíbalo Vuestra Alteza». Y otras veces le llama «quimera» y «capricho matemático». Y así yo en estos ensayos, por temor también -¿por qué no confesarlo?- a la Inquisición, pero a la de hoy, a la científica, presento como poesía, ensueño, quimera o capricho místico lo que más de dentro me brota. Y digo con Galileo: Eppur si muove! Mas ¿es sólo por ese temor? ¡Ah, no!, que hay otra más trágica Inquisición, y es la que un hombre moderno, culto, europeo -como lo soy yo, quiéralo o no -, lleva dentro de sí. Hay un más terrible ridículo, y es el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo. Es mi razón, que se burla de mi fe y la desprecia.

Y aquí es donde tengo que acogerme a mi señor Don Quijote para aprender a afrontar el ridículo y vencerlo, y un ridículo que acaso -¿quién sabe?- él no conoció.