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Sí, sí, ¿cómo no ha de sonreír mi razón de estas construcciones seudofilosóficas, pretendidas místicas, diletantescas, en que hay de todo menos paciente estudio, objetividad y método... científico? ¡Y, sin embargo... Eppur si muove!

Eppur si muove!, sí. ¡Y me acojo al dilettantismo, a lo que un pedante llamaría filosofía demimondaine, contra la pedantería especialista, contra la filosofía de los filósofos profesionales. Y quién sabe... Los progresos suelen venir del bárbaro, y nada más estancado que la filosofía de los filósofos y la teología de los teólogos.

¡Y que nos hablen de Europa! La civilización del Tíbet es paralela a la nuestra, y ha hecho y hace vivir a hombres que desaparecen como nosotros. Y queda flotando sobre las civilizaciones todas del Eclesiastés, y aquello de «así muere el sabio como el necio» (Ec., II, 16).

Corre entre las gentes de nuestro pueblo una respuesta admirable a la ordinaria pregunta de «¿qué tal?» o «¿cómo va?», y es aquella que responde: «¡se vive!»... Y de hecho es así; se vive, vivimos tanto como los demás. ¿Y qué más puede pedirse? ¿Y quién no recuerda lo de la copla? «Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.» Pero no dormir, no, sino soñar; soñar la vida, ya que la vida es sueño.

Proverbial se ha hecho también en muy poco tiempo entre nosotros, los españoles, la frase de que la cuestión es pasar el rato, o sea matar el tiempo. Y de hecho hacemos tiempo para matarlo. Pero hay algo que nos ha preocupado siempre tanto o más que pasar el rato -fórmula que marca una posición estética- y es ganar la eternidad; fórmula de la posición religiosa. Y es que saltamos de lo estético y lo económico a lo religioso, por encima de lo lógico y lo ético; del arte a la religión.

Un joven novelista nuestro, Ramón Pérez de Ayala, en su reciente novela La pata de la raposa, nos dice que la idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la raposa, o sea virtud astuta con qué burlar las celadas de la fatalidad, y añade: «Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por tierra...; los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada belleza de la vida y, renunciando para siempre a la agilidad y locura primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción y con las fuerzas del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y eficacia.» Pero veamos: hombre débiles..., pueblos débiles..., espíritus recios..., pueblos fuertes..., ¿qué es eso? Yo no lo sé. Lo que creo saber es que unos individuos y pueblos no han pensado aún de veras en la muerte y la inmortalidad; no las han sentido, y otros han dejado de penar en ellas, o más bien han dejado de sentirlas. Y no es, creo, cosa de que se engrían los hombres y los pueblos que no han pasado por la edad religiosa.

Lo de la desmesurada belleza de la vida está bien para escrito, y hay, en efecto, quienes se resignan y la aceptan tal cual es, y hasta quienes no quieren persuadir que el del cepo no es problema. Pero ya dijo Calderón (Gustos y disgustos no son más que imaginación, acto 1, sec. 4.a) que «No es consuelo de desdichas, / es otra desdicha aparte, / querer a quien las padece / persuadir que no son tales.» Y además «a un corazón no habla sino otro corazón», según fray Diego de Estela (Vanidad del mundo, cap. XXI).

No ha mucho hubo quien hizo como que se escandalizaba de que, respondiendo yo a los que nos reprochaban a los españoles nuestra incapacidad científica, dijese, después de hacer observar que la luz eléctrica luce aquí, corre aquí la locomotora tan bien como donde se inventaron, y nos servimos de los logaritmos como en el país donde fueron ideados, aquello de: «¡que inventen ellos!». Expresión paradójica a que no renuncio. Los españoles deberíamos apropiarnos no poco de aquellos sabios consejos que a los rusos, nuestros semejantes, dirigía el conde José de Maistre en aquellas sus admirables cartas al conde Rasoumowski, sobre la educación pública en Rusia, cuando le decía que no por no estar hecha para la ciencia debe una nación estimarse menos; que los roma - nos no entendieron de arte ni tuvieron matemático, lo que no les impidió hacer su papel, y todo lo que añadía sobre esa muchedumbre de semisabios falsos y orgullosos, idólatras de los gustos, las modas y las lenguas extranjeras y siempre prontos a derribar cuanto desprecian, que es todo.

¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué, si tenemos algún espíritu? ¿Y se sabe si el que tenemos es o no compatible con ese otro?

Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos aprovecharemos; nosotros, a lo nuestro. No basta defenderse, hay que atacar.

Pero atacar con tino y cautela. La razón ha de ser nuestra arma. Lo es hasta del loco. Nuestro loco sublime, nuestro modelo, Don Quijote, después que destrozó de dos cuchilladas aquella a modo de media celada que encajó con el morrión, «la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della la diputó y tuvo por celada finísima de encaje». Y con ella en la cabeza se inmortalizó. Es decir, se puso en ridículo. Pues fue poniéndose en ridículo como alcanzó su inmortalidad Don Quijote.

¡Y hay tantos modos de ponerse en ridículo...! Cournot (Traité de l'enchainement des idées fondamentales, etc., § 510) dijo: «No hay que hablar ni a los príncipes ni a los pueblos de sus probabilidades de muerte: los príncipes castigan esa temeridad con la desgracia: el público se venga de ella por el ridículo.» Así es, y por eso dicen que hay que vivir con el siglo. Corrumpere et corrumpi saeculum vocatur (Tácito, Germania, 19).

Hay que saber ponerse en ridículo, y no sólo ante los demás, sino ante nosotros mismos. Y más ahora, en que tanto se charla de la conciencia de nuestro atraso respecto a los demás pueblos cultos; ahora, en que unos cuantos atolondrados que no conocen nuestra propia historia -que está por hacer, deshaciendo antes lo que la calumnia protestante ha tejido en torno a ella - dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni Renacimiento (este acaso nos sobraba), ni nada.

Carducci, el que habló de los contorcimenti dell'afannosa grandiositá spagnola, dejó escrito (en Mosche coehiere) que «hasta España, que jamás tuvo hegemonía de pensamiento, tuvo su Cervantes». ¿Pero es que Cervantes se dio aquí solo, aislado, sin raíces, sin tronco, sin apoyo? Mas se comprende que diga que España non ebbe mai egemonia di pensiero un racionalista italiano que re cuerda que fue España la que reaccionó contra el Renacimiento de su patria. Y qué, ¿acaso no fue algo, y algo hegemónico en el orden cultural, la Contrarreforma que acaudilló España y que comenzó de hecho con el saco de Roma, providencial castigo contra la ciudad de los paganos Papas del Renacimiento pagano? Dejemos ahora si fue mala o buena la Contrarreforma, pero ¿es que no fueron algo hegemónico Loyola y el Concilio de Trento? Antes de este dábanse en Italia cristianismo y paganismo, o mejor, inmortalismo y mortalismo en nefando abrazo y contubernio, hasta en las almas de algunos Papas, y era verdad en filosofía lo que en teología no lo era, y todo se arreglaba con la fórmula de salva la fe. Después ya no, después vino la lucha franca y abierta entre la razón y la fe, la ciencia y la religión. Y el haber traído esto, gracias sobre todo a la testarudez española, ¿no fue hegemónico?

Sin la Contrarreforma, no habría la Reforma seguido el curso de que siguió; sin aquella, acaso esta, falta del sostén del pietismo, habría perecido en la ramplona racionalidad de la Aufklürung, de la Ilustración. ¿Sin Carlos I, sin Felipe II, nuestro gran Felipe, habría sido todo igual?