Dice luego Windelband: «Por filosofía en el sentido sistemático, no en el histórico, no entiendo otra cosa que la ciencia crítica de los valores de validez universal (allgemeingutigen Werten). » ¿Pero qué valores de más universal validez que el de la voluntad humana queriendo ante todo y sobre todo la inmortalidad personal, individual y concreta del alma, o sea la finalidad humana del Universo, y el de la razón humana, negando la racionalidad y hasta la posibilidad de ese anhelo? ¿Qué valores de más universal validez que el valor racial o matemático y el valor volitivo o teológico del Universo en conflicto uno con otro?
Para Windelband, como para los kantianos y neokantianos en general, no hay sino tres categorías normativas, tres normas universales, y son las de lo verdadero o falso, lo bello y lo feo, y lo bueno o lo malo moral. La filosofía se reduce a lógica, estética y ética, según estudia la ciencia, el arte o la moral. Queda fuera otra categoría, y es la de lo grato y lo ingrato -o agradable y desagradable-; esto es, lo hedónico. Lo hedónico no puede, según ellos, pretender validez universal, no puede ser normativo. «Quien eche sobre la filosofía - escribe Windelbandla carga de decidir en la cuestión del optimismo y del pensamiento, quien le pida que dé un juicio acerca de si el mundo es más apropiado a engendrar dolor que placer o viceversa, el tal, si se conduce más que dilettantescamente, trabaja en el fantasma de hallar una determinación absoluta en un terreno en que ningún hombre razonable la ha buscado.» Hay que ver, sin embargo, si esto es tan claro como parece, en caso de que sea yo un hombre razonable y no me conduzca nada más que dilettantescamente, lo cual sería la abominación de la desolación.
Con muy hondo sentido, Benedetto Croce, en su filosofía del espíritu, junto a la estética como ciencia de la expresión y a la lógica como ciencia del concepto puro, dividió la filosofía de la práctica en dos ramas: economía y ética. Reconoce, en efecto, la existencia de un grado práctico del espíritu, meramente económico, dirigido a lo singular, sin preocupación de lo universal. Yago o Napoleón son tipos de perfección, de genialidad económica, y este grado queda fuera de la moralidad. Y por él pasa todo hombre, porque ante todo, debe querer ser él mismo, como individuo, y sin ese grado no se explicaría la moralidad, como sin la estética la lógica carece de sentido. Y el descubrimiento del valor normativo del grado económico que busca lo hedónico, tenía que partir de un italiano, de un discípulo de Maquiavelo, que tan honradamente especuló sobre la virtú, la eficacia práctica, que no es precisamente la virtud moral.
Pero ese grado económico no es, en el fondo, sino la incoación del religioso. Lo religioso es lo económico o hedónico trascendental. La religión es una economía o una hedonística trascendental. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propia individualidad, eternizarla, lo que no se consigue ni con la ciencia, ni con el arte, ni con la moral. Ni ciencia, ni arte, ni moral nos exigen a Dios; lo que nos exige a Dios es la religión. Y con muy genial acierto hablan nuestros jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. Negocio, sí, negocio, algo de género económico, hedonístico, aunque trascendente. Y a Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir del todo. Y este anhelo singular es por ser de todos y de cada uno de los hombres normales -los anormales por barbarie o por supercultura no entran en cuenta-, universal y normativo.
Es, pues, la religión una economía trascendente, o si se Wiere, metafísica. El Universo tiene para el hombre, junto a sus valores lógico, estético y ético, también un valor económico, que hecho así universal y normativo, es el valor religioso. No se trata sólo para nosotros de verdad, belleza y bondad; trátase también, y ante todo, de salvación del individuo, de perpetuación, que aquellas normas no nos procuran. La economía llamada política nos enseña el modo más adecuado, más económico de satisfacer nuestras necesidades, sean o no racionales, feas o bellas, morales o inmorales -un buen negocio económico puede ser una estafa o algo que a la larga nos lleve a
la muerte-, y la suprema necesidad humana es la de no morir, la de gozar por siempre la plenitud de la propia limitación individual. Que si la doctrina católica eucarística enseña que la sustancia del cuerpo de Jesucristo está toda en la hostia consagrada y toda en cada parte de esta, eso quiere decir que Dios está todo en todo el Universo, y que todo en cada uno de los individuos que la integran. Y este es, en el fondo, un principio no lógico, ni estético, ni ético, sino económico trascendente o religioso. Y con esa norma puede la filosofía juzgar del optimismo y del pesimismo. Si el alma humana es inmortal, el mundo es económica o hedonísticamente bueno; y si no lo es, es malo. Y el sentido que a las categorías de bueno y de malo dan el pesimismo y el optimismo, no es sentido ético, sino un sentido económico o hedonístico. Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital, y malo aquello que no lo satisface.
Es, pues, la filosofía también ciencia de la tragedia de la vida, reflexión del sentimiento trágico de ella. Y un ensayo de esta filosofía, con sus inevitables contradicciones o antinomias íntimas, es lo que he pretendido en estos ensayos. Y no ha de pasar por alto el lector que he estado operando sobre mí mismo; que ha sido este un trabajo de autocirugía y sin más anestésico que el trabajo mismo. El goce de operante ennoblecíame el dolor de ser operado.
Y en cuanto a mi otra pretensión, es la de que esto sea filosofía española, tal vez la filosofía española, de que si un italiano descubre el valor normativo y universal del grado económico, sea un español el que enuncie que ese grado no es sino el principio del religioso y que la esencia de nuestra religión, de nuestro catolicismo español, es precisamente el ser no una ciencia, ni un arte, ni una mo ral, sino una economía a lo eterno, o sea a lo divino; que esto sea lo español, digo, dejo para otro trabajo-este histórico-, el intento siquiera de justificarlo. Mas por ahora y aun dejando la tradición expresa y externa, la que se nos muestra en documentos históricos, ¿es que no soy yo un español -y un español que apenas si ha salido de España-, un producto, por lo tanto, de la tradición española, de la tradición viva, de la que se transmite en sentimientos e ideas que sueñan y no en textos que duermen?
Aparéceseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como la expresión de una lucha entre lo que el mundo es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos lo dice? Y en esta filosofía está el secreto de eso que suele decirse de que somos en el fondo irreductibles a la Kultura, es decir, que no nos resignamos a ella. No, Don Quijote, no se resigna ni al mundo ni a su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni al arte o estética, ni a la moral o ética.