La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.
Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo que al filosofar filosofo yo y no el hombre, para que no se confunda este yo concreto, circunscrito, de carne y hueso, que sufre del mal de muelas y no encuentra soportable la vida si la muerte es la aniquilación de la conciencia personal, para que no se le confunda con ese otro yo de matute, el Yo con letra mayúscula, el Yo teórico que introdujo en la fi losofía Fichte, ni aun con el único, también teórico, de Max Stirner. Es mejor decir nosotros. Pero nosotros los circunscritos en espacios.
¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano. Y si decimos que la filosofía teórica se endereza a la práctica, la verdad al bien, la ciencia a la moral, diré: y el bien ¿para qué? ¿Es acaso un fin en sí? Bueno no es sino lo que contribuye a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia . El bien se endereza al hombre, al mantenimiento y perfección de la sociedad humana, que se compone de hombres. Y esto; ¿para qué? «Obra de modo que tu acción pueda servir de norma a to dos los hombres», nos dice Kant. Bien ¿y para qué? Hay que buscar un para qué.
En el punto de partida, en el verdadero punto de partida, el práctico, no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa para algo más que para filosofar. Primum vivere, deinde philosophari, dice el antiguo adagio latino, y como el filósofo, antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego. Buen ejemplo de este último, aquel terrible ironista ateniense que fue Sócrates, y de quien nos cuenta Jenofonte, en sus Memorias, que de tal modo le expuso a Teodota la cortesana las artes de que debía valerse para atraer a su casa amantes, que le pidió ella al filósofo que fuese su compañero de caza, συνθηρατήζ, su alcahuete, en una palabra. Y es que, de hecho, en arfe de alcahuetería, aunque sea espiritual, suele no pocas veces convertirse la filosofía. Y otras en opio para adormecer pesares.
Tomo al azar un libro de metafísica, el que encuentro más a mano. Time and Espace. A metaphysical essay, de Shayworth H. Hodgson; lo abro, y en el párrafo quinto del primer capítulo de su parte primera leo: «La metafísica no es, propiamente hablando, una ciencia, sino una filosofía; esto es, una ciencia cuyo fin está en sí misma, en la gratificación y educación de los espíritus que la cultivan, no en propósito alguno externo, tal como el de fun dar un arte conducente al bienestar de la vida.» Examinemos esto. Y veremos primero que la metafísica no es, hablando con propiedad properly speaking -, una ciencia, «esto es», that is, que es una ciencia cuyo fin etcétera. Y esta ciencia, que no es propiamente una ciencia, tiene su fin en sí, en la gratificación y educación de los espíritus que la cultivan. ¿En qué, pues, quedamos? ¿Tiene su fin en sí, o es su fin gratificar y educar los espíritus que la cultivan? ¡O lo uno o lo otro! Luego añade Hodgson que el fin de la metafísica no es propósito alguno externo, como el de fundar un arte conducente al bienestar de la vida. Pero es que la gratificación del espíritu de aquel que cultiva la filosofía, ¿no es parte del bienestar de su vida? Fíjese el lector en ese pasaje del metafísico inglés, y dígame si no es un tejid o de contradicciones.
Lo cual es inevitable, cuando se trate de fijar humana mente eso de una ciencia, de un conocer, cuyo fin esté en sí mismo; eso de un conocer por el conocer mismo de un alcanzar la verdad por la misma verdad. La ciencia no existe sino en la conciencia personal, y gracias a ella; la astronomía, las matemáticas, no tienen otra realidad que la que como conocimiento tienen en las mentes de los que las aprenden y cultivan. Y si un día ha de acabarse toda conciencia personal sobre la tierra; si un día ha de volver a la nada, es decir, a la absoluta inconsciencia de que brotara el espíritu humano, y no ha de haber espíritu que se aproveche de toda nuestra ciencia acumulada, ¿para qué esta? Porque no se debe perder de vista que el problema de la inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda.
Esa serie de contradicciones en que el inglés cae, al querer explicarnos lo de una ciencia cuyo fin está en sí misma, es fácilmente comprensible tratándose de un inglés que ante todo es hombre. Tal vez un especialista alemán, un filósofo que haya hecho de la filosofía su especialidad, y en esta haya enterrado, matándola antes, su humanidad, explicara mejor eso de la ciencia, cuyo fin está en sí misma, y lo del conocer por conocer.
Tomad al hombre Spinoza, aquel judío portugués desterrado en Holanda; leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema elegiaco, y decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y al parecer serenas proposiciones expuestas more geometrico, el eco lúgubre de los salmos proféticos. Aquella no es la filosofía de la re signación, sino la de la desesperación. Y cuando escribía lo de que el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, y es su sabiduría meditación no de la muerte, sino de la vida humana - homo librr de nulla re minus quam de morte cogitat et euis sapientiam non mortis, sed vitae meditatio est (Ethice, pars. IV prop. LXVII); cuando escribía, sentíase, como nos sentimos todos, esclavo, y pensaba en la muerte, y para libertarse, aunque en vano, de este pensamiento, lo escribía. Ni al escribir la proposición XLII de la parte V de que «la felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma», sentía, de seguro, lo que escribía. Pues para eso suelen filosofar los hombres, para convencerse a sí mismos, sin lograrlo. Y este querer convencerse, es decir, este querer violentar la propia naturaleza humana, suele ser el verdadero punto de partida íntimo de no pocas filosofías.
¿De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo y del cual vivo? ¿Adónde voy y adónde va cuanto me rodea? ¿Qué significa esto? Tales son las preguntas del hombre, así que se liberta de la embrutecedora necesidad de tener que sustentarse materialmente. Y si miramos bien, veremos que debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo de conocer un por qué como el de conocer el para qué; no de la causa, sino de la finalidad. Conocida es la definición que de la filosofía daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de las causas en que ellos se contienen», rerum divinarum et humanarum, causarumque quibus hae res continentur; pero en realidad, esas causas son para nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde venimos para mejor poder averiguar adónde vamos.
Esta definición ciceroniana, que es estoica, se halla también en aquel formidable intelectualista que fue Clemente de Alejandría, por la Iglesia católica canonizado, el cual la expone en el capítulo V del primero de sus Stromata. Pero este mismo filósofo cristiano -¿cristiano?- en el capítulo XXII de su cuarto stroma nos dice que debe bastarle al gnóstico, es decir, al intelectual, el conocimiento, la gnosis, y añade: «y me atrevería a decir que no por querer salvarse escogerá el conocimiento el que lo siga por la divina ciencia misma: el conocer tiende, mediante el ejercicio, al siempre conocer; pero el conocer siempre, hecho esencia del conocimiento por continua mezcla y hecho contemplación eterna queda sustancia viva; y si alguien por su posición propusiese al intelectual qué prefería, o el conocimiento de Dios o la salvación eterna, y se pudieran dar estas cosas separadas, siendo como son, más bien una sola, sin vacilar es cogería el conocimiento de Dios». ¡Que Él, que Dios mismo, a quien anhelamos gozar y poseer eternamente, nos libre de este gnosticismo o intelectualismo clementino!