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«Es que con todo eso -se me ha dicho más de una vez y más que por uno- no conseguirías en todo caso sino empujar a las gentes al más loco catolicismo.» Y se me ha acusado de reaccionario y hasta de jesuita. ¡Sea! ¿Y qué? Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río a su fuente, que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el pasado; pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos re accionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido... mejor que mejor. Como siempre, se marcha al porvenir, el que anda, a él va, aunque marche de espaldas. ¡Y quién sabe si no es esto mejor!...

Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma de mi patria; que ha atravesado esta, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos. Y el quijotismo no es sino lo más desesperado de la lucha de la Edad Media contra el Renacimiento, que salió de ella.

Y si los unos me acusaren de servir a una obra de reacción católica, acaso los otros, los católicos oficiales... Pero estos en España apenas se fijan en cosa alguna ni se entretienen sino en sus propias disensiones y querellas. ¡Y además, tienen unas entendederas los pobres!

Pero es que mi obra -iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la negación y la fe en la abstención, y esto por fe en la fe misma; es combatir a todos los que se resignan, sea el catolicismo, sea el racionalismo, sea el agnosticismo: es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.

¿Será esto eficaz? ¿Pero es que creía Don Quijote acaso en la eficacia inmediata aparencial de su obra? Es muy dudoso, y por lo menos no volvió, por si acaso, a acuchillar segunda vez su celada. Y numerosos pasajes de su historia delatan que no creía gran cosa conseguir de momento su propósito de restaurar la caballería andante. ¿Y qué importaba si así vivía él y se inmortalizaba? Y debió de adivinar, y adivinó de hecho, otra más alta eficacia de aquella su obra, cual era la que ejercería en cuanto con piadoso espíritu leyesen sus hazañas.

Don Quijote se puso en ridículo, ¿pero conoció acaso el más trágico ridículo, el ridículo reflejo, el que uno hace ante sí mismo, a sus propios ojos del alma? Convertid el campo de batalla de Don Quijote a su propia alma; ponedle luchando en ella por salvar a la Edad Media del Renacimiento, por no perder su tesoro de la infancia; haced de él un Don Quijote interior -con su Sancho, un Sancho también interior y también heroico, al lado- y decidme de la tragedia cómica.

¿Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y yo os diré que se ha dejado a sí mismo, y que un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las teorías y por todas las filosofías. Otros pueblos nos han dejado sobre todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura.

Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para morir el pobre. Pero el otro, el real, el que se quedó y vive entre nosotros, ese sigue alentándonos con su aliento, ese no se convirtió, ese sigue animándonos a que nos pongamos en ridículo, ese no debe morir. Y el otro, el que se convirtió para morir, pudo haberse convertido porque fue loco y fue su locura, y no su muerte ni su conservación, lo que lo inmortalizó mereciéndole el perdón del delito de haber nacido. Felix culpa! Y no se curó tampoco, sino que cambió de locura. Su muerte fue su última aventura caballeresca; con ella forzó el cielo, que padece fuerza.

Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante puso uno que decía: ¡viva la esperanza!, y escoltado por los libertados, que de él se reían, se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él y esta risa divina le llenó de felicidad eterna el alma.

Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la desesperada. ¿Es que su lucha no arranca de desesperación? ¿Por qué entre las palabras que el inglés ha tomado a nuestra lengua figura entre siesta, camarilla, guerrilla y otras, la de desperado, esto es, desesperado? Este Quijote interior que os decía, consciente de su propia trágica comicidad, ¿no es un desesperado? Un desperado, sí, como Pizarro y como Loyola. Pero «es la desesperación dueña de los imposibles», nos enseña Sala zar y Torres (en Elegir al enemigo, act. I), y es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca. Spero quia absurdum, debía decirse, más bien que credo.

Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las soledades de la Peña Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, a mayores disparates en que desahogar el alma. Pero no estaba tan solo, pues le acompaña Sancho, Sancho el bueno, Sancho el creyente, Sancho el sencillo. Sí, como dicen algunos, Don Quijote murió en España y queda Sancho, estamos salvados, porque Sancho se hará, muerto su amo, caballero andante. Y en todo caso, espera otro caballero loco a quien seguir de nuevo.

Hay también una tragedia de Sancho. Aquel, el otro, el que anduvo con el Don Quijote que murió no consta que muriese, aunque hay quien cree que murió loco de remate, pidiendo la lanza y creyendo que había sido verdad cuanto su amo abominó por mentira en su lecho de muerte y de conversión. Pero tampoco consta que murieran ni el bachiller Sansón Carrasco, ni el cura, ni el barbero, ni los duques y canónigos, y con estos es con los que tiene que luchar el heroico Sancho.

Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho, solo con su soledad. ¿No andaremos también solos sus enamora dos, forjándonos una España quijotesca que sólo en nuestro magín existe?

Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda una epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo absurdo racional.

¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que es la teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que es la cultura. Peleó por Dulcinea, y la logró, pues que vive.

Y lo más grande de él fue haber sido burlado y vencido, porque siendo vencido es como vencía: dominaba al mundo dándole que reír de él.

¿Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y la vanidad de su esfuerzo en cuanto a lo temporal; se ve desde fuera -la cultura le ha enseñado a objetivarse, esto es, a enajenarse en vez de ensimismarse-, y al verse desde fuera, se ríe de sí mismo, pero amargamente. El personaje más trágico acaso fuese un Margutte íntimo, que, como el de Pulci, mue ra reventando de risa, pero de risa de sí mimo. E riderá in eterno, reirá eternamente, dijo de Margutte el ángel Gabriel. ¿No oís la risa de Dios?

Don Quijote el mortal, al morir, comprendió su propia comicidad, y lloró sus pecados, pero el inmortal, compren diéndola se sobrepone a ella y la vence sin desecharla.

Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista, y Pelea. No es pesimista porque el pesimismo es hijo de la vanidad, es cosa de moda, puro snobismo, y Don Quijote ni es vano ni vanidoso, ni moderno de ninguna modernidad -menos modernista-, y no entiende qué es eso de snob mientras no se lo digan en cristiano viejo español. No es pesimista Don Quijote, porque como no entiende qué sea eso de la joie de vivre, no entiende de su contrario. Ni entiende de tonterías futuristas tampoco. A pesar de Clavileño, no ha llegado al aeroplano, que parece querer alejar del cielo a no pocos atolondrados. Don Quijote no ha llegado a la edad del tedio de la vida, que suele traducirse en esa tan característica topofobia de no pocos espíritus modernos, que se pasan la vida corriendo a todo correr de un lado para otro, y no por amor a aquel adonde van, sino por odio a aquel otro de donde vienen, huyendo de todos. Lo que es una de las formas de la de - sesperación.