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Y ese punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida. Vamos a verlo.

III El hambre de inmortalidad

Parémonos en esto del inmortal anhelo de inmortalidad, aunque los gnósticos o intelectuales puedan decir que es retórica lo que sigue y no filosofía. También el divino Platón, al disertar en su Fedón sobre la inmortalidad del alma, dijo que conviene hacer sobre ella leyendas, μυθο-λογείν.

Recordemos ante todo una vez más, y no será la última, aquello de Spinoza de que cada ser se esfuerza por perseverar en él, y que este esfuerzo es su esencia misma actual, e implica tiempo indefinido, y que el ánimo, en fin, ya en sus ideas distintas y claras, ya en las confusas, tiende a perseverar en su ser con duración indefinida y es sabedor de este su empeño (Ethice, part. HI, props. VI- 1X).

Imposible nos es, en efecto, concebirnos como no existentes, sin que haya esfuerzo alguno que baste a que la conciencia se dé cuenta de la absoluta inconsciencia, de su propio anonadamiento. Intenta, lector, imaginarte en plena vela cuál sea el estado de tu alma en el profundo sueño; trata de llenar tu conciencia con la representación de la inconsciencia, y lo verás. Causa congojosísimo vértigo el empeñarse en comprenderlo. No podemos concebirnos como no existiendo.

El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!

¡O todo o nada! ¡Y qué otro sentido puede tener el «ser o no ser»! To be or no to be shakesperiano, el de aquel mismo poeta que hizo decir a Marcio en su Coriolano (V, 4) que sólo necesitaba la eternidad para ser dios; he wants nothing of a god but eternity? ¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real.

Gritos de las entrañas del alma ha arrancado a los poetas de los tiempos todos esta tremenda visión del fluir de las olas de la vida, desde el «sueño de una sombra» σκιαζ δναρ de Píndaro, hasta el «la vida es sueño», de Calderón y el «estamos hechos de la madera de los sueños», de Shakespeare, sentencia esta última aún más trágica que la del castellano, pues mientras en aquella sólo se declara sueño a nuestra vida, mas no a nosotros los soñadores de ella, el inglés nos hace también a nosotros sueño, sueño que sueña.

La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas radicales y entrañadas de la verdadera poesía. Y son dos notas que no pueden sonar la una sin que la otra a la vez resuene. El sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que rellena y eterniza la vida. Al parecer al menos, que en realidad... Y el amor, sobre todo cuando la lucha contra el destino súmenos en el sentimiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos abre la vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley la libertad.

¡Todo pasa! Tal es el estribillo de los que han bebido de la fuente de la vida, boca al chorro, de los que han gustado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal.

¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!

«¡Seréis como dioses!», cuenta el Génesis (111, 5) que dijo la serpiente a la primera pareja de enamorados. «Si en esta vida tan sólo hemos de esperar en Cristo, somos los más lastimosos de los hombres», escribía el Apóstol (1 Cor., XV, 19), y toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad.

Escribía el trágico judío portugués de Amsterdam que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte; pero ese hombre libre es un hombre muerto libre del resorte de la vida, falto de amor, esclavo de su libertad. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno campo verde o contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo de vida ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz del misterio me susurra ¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de la muerte, y la sístole del alma me inunda las entrañas espirituales en sangre de divinidad.

Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este asunto, y ese abandono en cosa «en que se trata de ellos mismos, de su eternidad, de su todo, me irrita mas que me enternece, me asombra y me espanta», y el que así siente «es para mí», como para Pascal, cuyas son las palabras señaladas, «un monstruo».

Mil veces y en mil tonos se ha dicho cómo es el culto a los muertos antepasados lo que enceta, por lo común, las religiones primitivas, y cabe en rigor decir que lo que más al hombre destaca de los demás animales es lo de que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entregarlos al descuido de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos. ¿Y de qué los guarda así? ¿De qué los ampara el pobre? La pobre conciencia huye de su propia aniquilación, y así que un espíritu animal despla centándose del mundo, se ve frente a este y como distinto de él se conoce, ha de querer tener otra vida que no la del mundo mismo. Y así la tierra correría riesgo de convertirse en un vasto cementerio, antes que los muertos mismos se remueran.

Cuando no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no las de los vivos; no las moradas de paso, sino las de queda.

Este culto, no a la muerte, sino a la inmortalidad, inicia y conserva las religiones. En el delirio de la destrucción, Robespierre hace declarar a la Convención la existencia del Ser Supremo y «el principio consolador de la inmortalidad del alma», y es que el Incorruptible se aterraba ante la idea de tener que corromperse un día.

¿Enfermedad? Tal vez, pero quien no se cuida de la enfermedad, descuida la salud, y el hombre es un animal esencial y sustancialmente enfermo. ¿Enfermedad? Tal vez lo sea como la vida misma a que va presa, y la única salud posible la muerte; pero esa enfermedad es el manantial de toda salud poderosa. De lo hondo de esa congoja, del abismo del sentimiento de nuestra mortalidad, se sale a luz de otro cielo, como de lo hondo del infierno salió el Dante a volver a ver las estrellas (Inf., XXXIV, 139).

e quindi uscimmo a riveder le stelle.

Aunque al pronto nos sea congojosa esta meditación de nuestra mortalidad, nos es al cabo corroboradora. Recógete, lector, en ti mismo, y figúrate un lento deshacerte de ti mismo, en que la luz se te apague, se te enmudezcan las cosas y no te den sonido, envolviéndote en silencio, se te derritan de entre las manos los objetos asideros, se te escurra de bajo los pies el piso, se te desvanezcan como en des mayo los recuerdos, se te vaya disipando todo en nada y disipándote también tú, y ni aun la conciencia de la nada te quede siquiera como fantástico agarradero de una sombra.