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— No. Es muy comprensible. Por eso les pregunté sobre su religión. Esta ha sido siempre puramente pagana; aun el judaísmo parece haber desaparecido y el budismo no ha influido mucho sobre ellos. Como hace resaltar Whitehead, la idea medieval de un Dios Todopoderoso era importante para el progreso de la ciencia, pues les inculcaba la noción de legalidad en la Naturaleza. Y Lewis Mumford añadió que en los primitivos monasterios se inventó el reloj mecánico por la necesidad que de él tenían para sus oraciones. Las campanas parecen haber venido a este mundo más tarde.

Y Everard sonrió amargamente para ocultar la tristeza que sentía.

— Es raro hablar así; Mumford y Whithehead no han vivido nunca.

— Sin embargo…

— Espere un minuto — volvióse hacia Deirdre —.

— ¿Cuándo fue descubierto Afallon?

— ¿Por los blancos? En 4827.

— ¡Hum! ¿Desde cuándo empieza usted a contar?

Deirdre parecía inmune a ulteriores alarmas.

— Desde la creación del mundo. Por lo menos, desde la fecha que algunos filósofos nos han dado.

Esto es, hace cinco mil novecientos sesenta y cuatro años.

Lo cual coincidía con el parecer del obispo Ussher, que la fijaba en 4004 antes de Jesucristo — quizá por simple coincidencia —; pero, en cualquier caso, era un elemento semítico en esta cultura. La historia de la Creación según el Génesis era también de origen babilónico.

— ¿Y cuándo se usó el vapor por vez primera para mover vehículos?

— Hace unos mil años. El Gran Druida Boroihme O’Fiona…

— No importa — Everard encendió su cigarro y meditó largo rato antes de volverse hacia Sarawak.

— Voy comprendiendo el cuadro — le explicó —. Los galos eran algo más que un pueblo bárbaro, como la gente cree. Aprendieron mucho de los comerciantes fenicios y colonizadores griegos, así como de los etruscos de la Galia Cisalpina. Eran una raza muy enérgica y emprendedora. Por su parte, los romanos eran unos estólidos con pocas aficiones intelectuales. Hubo escaso progreso técnico en este mundo hasta la Edad Oscura, cuando el Imperio desapareció.

— En esta Historia, los romanos desaparecieron pronto, y lo mismo les ocurrió, casi de seguro, a los judíos. Mi sospecha es que, sin el equilibrio de poderes representado por Roma, los sirios suprimieron a los macabeos. Lo mismo, aproximadamente, que pasó en nuestra historia. El judaísmo desapareció y, por tanto, no existió el cristianismo. Pero, sea como fuere, hundida Roma, los galos obtuvieron la supremacía. Emprendieron exploraciones, construyeron mejores barcos, descubrieron América en el siglo IX. Pero no adelantaron tanto respecto a los indios que estos no pudieran alcanzarles e incluso, estimulados, constituir imperios propios, como el hoy existente Huy Braseal. En el siglo xi, los celtas empezaron a experimentar con aparatos de vapor. Parece que también obtuvieron pólvora…, quizá de China, y que inventaron otras vanas cosas. Pero todo esto son hipótesis mías, sin base real, científica.

Van Sarawak asintió.

— Creo que tiene usted razón. Pero… ¿qué sucedió en Roma?

— No lo sé aún. Pero nuestro punto clave está ahí, poco más o menos.

Everard volvió su atención a Deirdre.

— Esto puede sorprendería. Pero nuestro pueblo visitó este mundo hará unos dos mil quinientos años. Por eso sé yo el griego, aunque ignore lo ocurrido desde entonces. Me gustaría saberlo con su auxilio. Creo que es usted una buena estudiante.

Ella se ruborizó y bajó las pestañas largas y oscuras, como no suelen verse en las pelirrojas.

— Celebraré ayudarle en cuanto esté en mi mano — y, repentinamente, suplicó —: Pero, en cambio, ¿nos ayudará usted?

— No lo sé — repuso, vacilante, Everard —. Me satisfaría hacerlo, mas no sé si podremos. Porque, después de todo, mi tarea consiste en condenarte a muerte a ti y a todo tu mundo.

5

Cuando Everard entró en su habitación, advirtió que aquella hospitalidad era más que generosa. El estaba harto cansado para aprovecharse de ello, pero, al menos (pensó al borde del sueño), la esclava al servicio de Van no quedaría defraudada.

Se levantaban allí temprano. Desde sus ventanas, Everard vio guardias paseando por la playa; no les retraía el fresco matutino. Bajó con Van Sarawak a desayunar, y allí el tocino, los huevos, las tostadas y el café dieron el último toque a su ensueño. Ap Ceorn había bajado a la ciudad a conferenciar, según les dijo Deirdre, la cual, depuesta toda desconfianza, charló alegremente de trivialidades. Everard supo que ella pertenecía a un grupo de aficionados al teatro que, a veces, daba representaciones de clásicos griegos en su idioma propio; de ahí su soltura al hablarlo. Le gustaba cabalgar, cazar, navegar a vela, nadar…

— ¿Vamos a hacerlo? — propuso.

— ¿El qué?

— Eso; nadar.

Y Deirdre saltó de su asiento. Estaban en el prado, entre flores color de llama.

Se despojó inocentemente de sus ropas y echó a correr. Everard creyó oír un sordo crujido cuando Sarawak cerró las mandíbulas.

— ¡Vengan!. — rió ella —. ¡Paga el último! Ya estaba casi en el agua cuando los dos hombres echaron a correr. El venusiano gruñó:

— Yo procedo de un planeta cálido. Mis antepasados eran indonesios. Pájaros tropicales.

— Y también había algunos holandeses, ¿no? — preguntó Everard.

— …que tuvieron el buen sentido de marchar a Indonesia.

— Muy bien; quédese en la playa.

— ¡Diablo! Si ella puede hacerlo, yo también.

Y Sarawak metió un pie en el agua y refunfuñó de nuevo.

Everard se dominó con gran esfuerzo y corrió tras él. Deirdre le echó agua; él buceó, y agarrando un delgado tobillo, la hizo chapuzar. Aún juguetearon unos minutos antes de volver a la casa en busca de una ducha caliente. Sarawak les siguió malhumorado.

— ¡Y hablan de Tántalo! — murmuraba — la muchacha más bonita de todo el continuo espacio-tiempo, y no puedo hablar con ella y es casi un oso polar.

Ya secos y vestidos por los esclavos, al uso de allí, Everard volvió a sentarse ante el fuego que ardía en el cuarto de estar.

— ¿Qué distintivo es este? — preguntó, señalando al tartán de su faldellín.

Deirdre alzó su rojiza cabeza y respondió:

— El de mi propio clan. Un huésped a quien se honra es considerado siempre como un miembro del propio clan mientras dura su visita, aunque haya contra él una venganza de sangre — y al decirlo sonrió tímidamente —. Y no la hay entre nosotros.

Aquello produjo en Everard un efecto terrible. Recordó cuál era su propósito.

— Me gustaría preguntarle sobre Historia — insinúo —. Es un interés especial mío.

Ella se ajustó a los cabellos una redecilla de oro y tomó un libro de un repleto estante.

— Creo que es este el mejor libro de Historia. En él puedo buscar cualquier detalle que a usted le interese.

«¡Y decir que he de destruirte!»

Se sentó a su lado en un lecho. El mayordomo trajo merienda.

Everard comió poco y a disgusto.

Siguiendo en su propósito, inquirió:

— ¿Estuvieron siempre en guerra Roma y Cartago?

— Si. Dos veces, en realidad. Al principio fueron aliadas contra el Epiro, mas luego riñeron. Roma ganó la primera guerra y trató de restringir la iniciativa de los cartagineses — e inclinó su neto perfil sobre las páginas, como una niña estudiosa —. La segunda guerra estalló veintitrés años después y duró… once en total, aunque los tres últimos fueron solo un juego desde que Aníbal tomó a Roma y la incendió.