— ¡Ah! — Everard no se sentía feliz por este éxito. La segunda guerra púnica (aquí la llamaban la guerra romana), o más bien algún incidente decisivo de ella, era el punto critico. Pero, parte por curiosidad, parte porque temía sugestionarse, Everard no intentó identificar en seguida la desviación. Primero tenía que grabar en su mente lo que había sucedido. (No…; lo que no había ocurrido. La realidad estaba allí, cálida y viva, a su lado; el fantasma era él.)
— ¿Y qué pasó luego? — preguntó inexpresivamente.
— El Imperio cartaginés llegó a incluir a España, Galia meridional y el pie de la bota italiana — respondió ella —. El resto de Italia era impotente y caótico, después de rota la confederación romana. Pero el gobierno cartaginés era demasiado venal para conservarse fuerte. Aníbal fue asesinado por hombres a quienes estorbaba su honradez. Entre tanto, Siria y Parthia luchaban por el Mediterráneo oriental, venciendo Parthia y quedando así bajo mayor influencia helénica que antes. Unos cien años después de las guerras romanas, algunas tribus germánicas recorrieron Italia — serían los cimbros, con sus aliados los teutones y ambrones, a quienes Mario había detenido en el mundo de Everard —. Su paso destructor, a través de la Galia, había puesto también en movimiento a los celtas, eventualmente en España y norte de Africa, cuando Cartago declinaba. Y los galos aprendieron mucho de Cartago. Siguió un largo período de guerras, durante el cual se desvaneció Parthia y los Estados célticos crecieron. Los hunos destrozaron a los germanos en la Europa central, pero, a su vez, fueron vencidos por Parthia, con lo que los galos se desplazaron, y los únicos germanos que quedaban residían en Italia y en Hiperborea — debía de referirse a la península escandinava —. Como los buques mejoraban, creció el comercio con el Lejano Oriente, desde Arabia y alrededor de Africa — en la Historia sabida por Everard, Julio Cesar había quedado atónito viendo a los venetos construir mejores barcos que nadie en el Mediterráneo.
Los celtas descubrieron Afallon del Sur, al que creyeron una isla (de ahí el nombre de Ynys), pero fueron expulsados por los mayas. Las colonias británicas de más al Norte sobrevivieron y lograron ganar su independencia.
Entre tanto, Líttorn estaba creciendo aprisa. En un instante se tragó la mitad de Europa. El extremo occidental del continente solo recuperó su libertad como parte de un tratado de paz, y se modernizó mientras, a su vez, declinaban los países occidentales.
Deirdre levantó la vista del libro que hojeaba y aclaró:
— Pero esta es sola una brevísima exposición. ¿Quiere que continúe?
Everard movió la cabeza.
— No, gracias — y tras un momento, añadió —: Es usted muy sincera respecto a la situación de su propio país.
Deirdre repuso ásperamente:
— Muchos no quieren confesarlo, pero yo creo que es mejor mirar la verdad de frente — y, con cierta ansiedad, pidió —: Hábleme de su propio mundo. Debe de ser algo maravilloso.
Everard suspiró, apartó la preocupación y se puso a reposar.
La sorpresa se produjo aquella tarde.
Van Sarawak había recobrado su tranquilidad y estaba aprendiendo afanosamente la lengua afallonia, que le enseñaba Deirdre. Paseaban ambos por el jardín, cogidos de la mano, parándose a nombrar objetos o poner verbos en acción. Everard les seguía, dedicando la mayor parte de sus pensamientos al problema de la recuperación de su vehículo.
Un cielo sin nubes extendía su brillante luminosidad. Un arce era como un grito de escarlata, un montón de hojas amarillas que el viento arrastraba sobre la hierba. Un esclavo viejo rastrillaba la hierba cachazudamente, y un joven guardia indio, de buen aspecto, vagaba con el rifle sobre el hombro, mientras dos perros lobos escarbaban junto a un seto. Era una escena de paz y resultaba difícil creer que los hombres preparaban el asesinato más allá de estos muros.
Pero, en cualquier historia, el hombre es el hombre. Esta civilización podía no tener la despiadada voluntad y la crueldad artificiosa de las occidentales; de hecho, en ciertos aspectos, parecía de rara inocencia. Aunque no por falta de intentos.
Y en tal mundo no podía surgir nunca una verdadera ciencia; el hombre repetiría indefinidamente el ciclo: guerra, imperio, hundimiento y guerra.
En el futuro de Everard, la raza rompería finalmente tal circulo vicioso.
¿Para qué? Honradamente no podía afirmar que uno u otro continuo fuera mejor o peor. Simplemente, era distinto. ¿Y no tenía este pueblo tanto derecho a la vida como el suyo, condenado a la nulidad si él fracasaba?
Se retorció las manos. Ningún hombre había tenido que decidir cosa igual. En último análisis, él sabía que no era ningún sentido abstracto del deber el que le obligaba a hacer aquello, sino el recuerdo de pequeñas cosas y pequeñas gentes.
Rodearon la casa, y Deirdre, señalando al mar, pronunció:
— Awarlann.
Su cabello suelto ardía al aire.
Van Sarawak rió.
— Esa palabra, ¿significa océano, atlántico o agua? Veamos.
Y la llevó hacia la playa.
Everard los siguió. Una especie de lancha a vapor, larga y rápida, flotaba en las aguas, a una o dos millas de la playa. Unas gaviotas volaban en torno a ella, en una nevada tormenta de alas. Pensó que si él estuviese a cargo de aquello, un buque de la Armada estaría anclado allí.
— ¿Tendría por fin que decidir algo? Había otros agentes patrulleros en el pasado prerromano. Volverían a sus respectivas eras y…
Everard se puso tenso. Un escalofrío le recorrió la espalda y le llegó al corazón.
Volverían y, viendo lo sucedido, intentarían corregir el trastorno. Si alguno de ellos lo lograba, este mundo desaparecería del espacio-tiempo llevándole a él consigo.
Deirdre se detuvo. Everard, en pie y sudoroso, apenas percibió lo que ella contemplaba hasta verla gritar y señalar.
Entonces se le unió y miró de soslayo al mar.
La lancha estaba parada cerca, atada a una alta estaca, vomitando humo y centellas, que iluminaban la serpiente dorada de su mascarón. Pudo ver a bordo siluetas de hombres y algo blanco con alas. Aquello surgía de la toldilla e iba atado en la punta de una cuerda, subiendo. ¡Un planeador! La aeronáutica celta había llegado por lo menos a eso.
— No está mal — comentó Sarawak —. A lo mejor tienen globos también.
El planeador soltó su cuerda de remolque y se dirigió a la playa. Uno de los guardas que allí había, gritó. Los demás salieron apresurados de detrás de la casa, y sus fusiles relumbraron al sol. El planeador aterrizó, abriendo un surco en la playa.
Un oficial dio una orden e hizo a los patrulleros señal de retroceder. Everard vislumbró a Deirdre, pálida y desconcertada. Luego, una torreta del planeador giró — Everard sospechó que movida a mano —, y tronó un cañón ligero. Everard se tiró al suelo. Sarawak le imitó, arrastrando consigo a la muchacha. La metralla llovía horriblemente sobre los hombres de Afallon. Se oyó un espantoso crepitar de fusiles. Del planeador saltaron hombres de rostros oscuros con turbantes y sarongs («¡Hinduraj!», pensó Everard), que cambiaron tiros con los guardias sobrevivientes, reunidos ahora en torno a su capitán.
Este gritó, mandando dar una carga. Everard alzó la cabeza para verlo casi encima de la tripulación del planeador. Van Sarawak se levantó de un salto. Everard se le echó encima, le cogió por un tobillo y le derribó antes que pudiera incorporarse a la lucha.
— ¡Déjeme ir! — se retorció el venusiano, sollozando.
Los heridos y muertos por el cañón vacían despatarrados, como una roja pesadilla.
— ¡No, loco rematado! Es a nosotros a quienes buscan, y el viejo escocés hizo lo peor que podía haber hecho.