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—¡Por aquí! —Everard giró sobre los talones y corrió hacia ellos. El cuero de la coraza crujía al correr.

Los patrulleros estuvieron cerca de los cartagineses antes de que los viesen. Luego un jinete dio aviso. ¡Dos romanos locos! Everard vio cómo reía entre la barba. Uno de los neldorianos levantó su rifle.

Everard se echó de bruces. El terrible rayo azul blanquecino pasó silbando por donde había estado. Disparó a su vez, y uno de los caballos africanos cayó con un estruendo de metal. Van Sarawak se mantuvo en pie y disparó con firmeza. Dos, tres, cuatro… ¡y allí caía un neldoriano, al barro!

Los hombres se golpeaban unos a otros alrededor de los Escipiones. La escolta de los neldorianos gritó de terror. Debían de haber visto demostraciones de las armas de rayos, pero aquellos golpes invisibles debían de ser algo completamente diferente. Escaparon. El segundo bandido consiguió controlar su caballo y se volvió para seguirlos.

—Ocúpate del que derribaste, Van —dijo Everard con voz entrecortada—. Sácalo del campo de batalla… habrá que interrogarle… —El mismo se puso en pie y fue hacia un caballo sin jinete. Estaba subido a la silla y corría hacia el neldoriano antes de ser completamente consciente de lo que hacía.

Tras él, Publio Cornelio Escipión y su hijo se liberaban peleando y se unían al ejército en retirada.

Everard corrió por entre el caos. Azuzó a su montura, pero se contentaba con perseguir. Cuando ya nadie los viese, un escúter bajaría y le facilitaría el trabajo.

La misma idea debía de habérsele ocurrido al saqueador del tiempo. Refrenó su montura y apuntó. Everard vio el fogonazo cegador y sintió en la mejilla el pinchazo de un fallo por un pelo. Ajustó su propia pistola a un rayo amplio y continuó la persecución, disparando.

Otro disparo dio a su caballo justo en el pecho. El animal cayó y Everard saltó de la silla. Los reflejos entrenados amortiguaron la caída. Saltó en pie y corrió hacia el enemigo, sin tiempo para buscar el aturdidor, que había desaparecido, caído en el barro. No importaba, podía recuperarlo más tarde, si sobrevivía. El rayo ancho había dado en el blanco, aunque no era lo suficientemente potente como para derribar a un hombre, pero el neldoriano había dejado caer el rayo y el caballo se tambaleaba con los ojos cerrados.

La lluvia golpeaba el rostro de Everard. Se acercó a la bestia. El neldoriano saltó a tierra y sacó una espada. Everard hizo lo mismo con la suya.

—Como desees —dijo en latín—. Uno de nosotros no abandonará este campo de batalla.

9

La luna se elevaba sobre las montañas y aportaba a la nieve un brillo renovado. Muy lejos, al norte, un glaciar reflejaba la luz y un lobo aullaba. Los cromagnon cantaban en sus cuevas. El sonido llegaba apagado al porche.

Deirdre se encontraba de pie en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de luna le moteaba el rostro y se reflejaba en sus lágrimas. Se asustó cuando Everard y Van Sarawak se acercaron por detrás.

—¿Habéis vuelto tan pronto? —preguntó—. Me habéis dejado aquí esta misma mañana.

—No hemos necesitado mucho tiempo —dijo Van Sarawak. Había recibido entrenamiento hipnótico en griego ático.

—Espero… —Intentó sonreír—. Espero que hayáis completado vuestra tarea y que podáis descansar.

—Sí—dijo Everard—, hemos terminado.

Permanecieron uno a cada lado un momento, mirando el mundo del invierno.

—¿Es cierto lo que dijisteis, que nunca podré volver a casa? —preguntó Deirdre con suavidad.

—Me temo que así es. Los hechizos… —Everard intercambió una mirada con Van Sarawak.

Tenían permiso oficial para contarle a la muchacha todo lo que deseasen y para llevarla a donde pensasen que podía vivir mejor. Van Sarawak sostenía que ese lugar sería el Venus de su siglo y Everard estaba demasiado cansado para discutírselo. Deirdre respiró profundamente.

—Que así sea —dijo—. No malgastaré la vida lamentándome. Pero que Baal me conceda que a mi gente les vaya bien. —Seguro que así será —dijo Everard.

De pronto no podía hacer más. Sólo quería dormir. Que Van Sarawak dijese lo que tenía que decir, y que recogiese cualquier posible recompensa.

Hizo un gesto a su compañero.

—Voy a entrar —declaró—. Sigue tú, Van.

El venusiano agarró a la muchacha por el brazo. Everard regresó despacio a su habitación.