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—¿Me entienden? Piensan que es posible que hablen griego.

Su lenguaje era clásico, no moderno. Everard, que en una ocasión se había ocupado de una misión en tiempos alejandrinos, lo entendía a pesar del acento, si prestaba mucha atención… lo que en cualquier caso era inevitable.

—Cierto, lo hablo —contestó, las palabras se le enredaron en el apresuramiento por salir.

—¿En qué hablas? —dijo Van Sarawak. —En griego antiguo —contestó Everard.

—Vaya suerte la mía —se quejó el venusiano. Su desesperación parecía haberse desvanecido, y se le salían los ojos.

Everard se presentó y también a su compañero. La chica dijo que su nombre era Deirdre Mac Morn.

—Oh, no —gruñó Van Sarawak—. Esto es demasiado. Manse, enséñame griego. Rápido.

—Cállate —dijo Everard—. Esto es un asunto serio.

—Bien, pero ¿no puedo tener también otros asuntos?

Everard no le hizo caso e invitó a la chica a sentarse. Se unió a ella en el camastro, mientras el otro patrullero se dedicaba a dar vueltas con tristeza.

Los guardas mantuvieron en alto sus armas.

—¿El griego sigue siendo una lengua viva? —preguntó Everard.

—Sólo en Partia, y es muy corrupta —dijo Deirdre—. Soy una estudiosa del mundo clásico, entre otras cosas. Saorann ap Ceorn es mi tío, así que me pidió que viese si podía hablar con vosotros. No mucha gente en Afallon conoce la lengua ática.

—Bien. —Everard suprimió una sonrisa tonta—. Le estoy muy agradecido a tu tío.

Sus ojos lo miraron con gravedad.

—¿De dónde sois? ¿Y cómo es que, de todas las lenguas conocidas, sólo habláis griego? —También hablo latín.

—¿Latín? —Ella frunció el ceño pensando—. Oh, la lengua romana, ¿no? Me temo que no encontrarás a nadie que sepa mucho de ella. —El griego valdrá —dijo Everard con firmeza. —Pero no me has dicho de dónde venís —insistió ella. Everard se encogió de hombros.

—No nos han tratado con demasiada amabilidad —respondió él.

—Lo siento. —Parecía sincera—. Pero nuestra gente se altera con facilidad. Especialmente ahora, con la situación actual. Y cuando los dos aparecisteis del aire…

Eso resultaba desagradablemente familiar.

—¿A qué te refieres? —preguntó él.

—Debes saberlo. Con Huy Braseal y Hinduraj a punto de entrar en guerra, y todos nosotros preguntándonos qué va a suceder… No es fácil ser una pequeña potencia.

—¿Una pequeña potencia? Pero he visto un mapa. Afallon me pareció muy grande.

—Nos agotamos hace doscientos años, en la gran guerra con Littorn. Ahora nuestros estados confederados son incapaces de ponerse de acuerdo en una política común. —Deirdre le miró directamente a los ojos—. ¿A qué se debe esta ignorancia tuya?

Everard tomó aliento y dijo:

—Somos de otro mundo.

¿Qué?

—Sí. Un planeta (no, eso significa «vagabundo»)… un globo que da vueltas a Sirio. Ese es el nombre que damos a cierta estrella.

—Pero… ¿qué quieres decir? ¿Un mundo unido a una estrella? No logro entenderte.

—¿No lo entiendes? Una estrella es un sol como…

Deirdre se retiró e hizo un gesto con el dedo.

—Que el Gran Baal nos ayude —susurró—. O estás loco o… Las estrellas están montadas sobre una esfera de cristal.

¡Oh, no!

—¿Qué hay de las estrellas viajeras que podéis ver? —preguntó Everard despacio—. Marte, Venus y…

—No conozco esos nombres. Si te refieres a Moloch, Ashtoreth y al resto, por supuesto que son mundos como el nuestro, unidos al sol como el nuestro. Uno contiene los espíritus de los muertos, otro es el hogar de las brujas, otro…

Todo esto y además coches de vapor. Everard sonrió nervioso.

—Si no me crees, entonces, ¿qué crees que soy?

Deirdre lo miró con los ojos muy abiertos.

—Creo que debéis de ser hechiceros —dijo.

No había respuesta para eso. Everard hizo algunas preguntas vacilantes, pero sólo se enteró de que aquella ciudad se llamaba Catuvellaunan, un centro de comercio y manufactura. Deirdre estimaba su población en dos millones y la de toda Afallon en unos cincuenta millones, pero no estaba segura. Allí todavía no hacían censos.

El destino de los patrulleros tampoco estaba decidido. Su escúter y sus posesiones habían sido requisados por los militares, pero nadie se atrevía a jugar con esas cosas, y el trato de sus dueños era objeto de un encendido debate. Everard tuvo la impresión de que todo el sistema de gobierno, incluido el liderazgo de las Fuerzas Armadas, era un proceso ineficaz de disputas individuales. La misma Afallon era una confederación muy libre, construida a partir de antiguas naciones —colonias brittis e indios adaptados a la cultura europea— todas celosas de sus derechos. El viejo Imperio maya, destruido en una guerra con Tejas (Tehannach) y anexionado, no había olvidado sus tiempos de gloria, y enviaba los delegados más bravucones al Consejo de Magistrados.

Los mayas querían establecer una alianza con Huy Braseal, quizá por amistad con los indios. Los estados de la Costa Oeste, temerosos de Hinduraj, hacían la pelota al imperio del sur de Asia. El medio oeste (claro está) era aislacionista; los estados del este estaban divididos en todas direcciones, pero se inclinaban por seguir a los brittis.

Cuando descubrió que allí existía la esclavitud, aunque no por factores raciales, Everard se preguntó brevemente, y de forma algo alocada, si los que habían producido el cambio no serían dixiécratas.

¡Basta! Tenía que preocuparse de su propio cuello y del de Van.

—Somos de Sirio —declaró con firmeza—. Vuestras ideas sobre las estrellas son erróneas. Vinimos como exploradores pacíficos, y si se nos molesta, otros vendrán a vengarse.

Deirdre parecía tan infeliz que tuvo mala conciencia.

—¿Perdonarán a los niños? —rogó—. Los niños no tienen nada que ver con esto. —Everard imaginaba la visión que tenía en la cabeza, pequeños cautivos llorosos llevados como esclavos al mundo de las brujas.

—No habrá ningún problema si se nos libera y nos devuelven nuestras propiedades —dijo.

—Hablaré con mi tío —prometió—, pero incluso si puedo convencerlo, es sólo un hombre en el Consejo. La idea de lo que vuestras armas podrían hacer si las tuviésemos ha vuelto locos a los hombres.

Se puso en pie. Everard le cogió ambas manos —eran cálidas y suaves entre las suyas— y le dedicó una sonrisa torcida.

—Alégrate, niña —dijo en inglés.

Ella se estremeció, se liberó y volvió a hacer el gesto.

—Bien —preguntó Van Sarawak cuando se quedaron solos—, ¿qué descubriste? —Cuando se lo hubo dicho se acarició la barbilla y murmuró—: Esa chica era una gloriosa colección de curvas. Podría haber mundos peores que éste.

—O mejores —dijo Everard con brusquedad—. No tienen bombas atómicas, pero apuesto a que tampoco disponen de penicilina. Nuestro trabajo no es jugar a ser Dios.

—No. No, supongo que no. —Suspiró el venusiano.

4

Pasaron inquietos lo que quedaba del día. La noche había caído cuando las linternas iluminaron el corredor y una guardia militar abrió la puerta. Los prisioneros fueron llevados en silencio hasta una salida trasera donde esperaban dos automóviles; ellos fueron en uno, y toda la tropa en el otro.

Catuvellaunan carecía de iluminación vial, y no había mucho tráfico nocturno. De alguna forma eso hacía que la extensa ciudad pareciese irreal en la oscuridad. Everard prestó atención a la mecánica del coche. A vapor, como había supuesto, por combustión de carbón; ruedas de goma; una carrocería esbelta de morro afilado y un mascarón en forma de serpiente; el conjunto, de sencillo manejo y construido con esmero, pero no demasiado bien diseñado. Aparentemente aquel mundo había desarrollado lentamente una ingeniería práctica, pero no una ciencia sistemática que mereciese ser tenida en cuenta.