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Atravesaron un burdo puente de hierro hasta Long Island, que en aquel mundo también era una zona residencial para acomodados. A pesar de la luz mortecina de los faros de aceite, iban a gran velocidad.

En dos ocasiones estuvieron a punto de sufrir un accidente: no había señales de tráfico ni, por lo visto, ningún conductor que no despreciase la precaución.

Gobierno y tráfico… Humm. En cierto modo al estilo francés, exceptuando los raros intervalos en que Francia tuvo a un Enrique de Navarra o a un Charles de Gaulle. Incluso en el siglo XX de Everard, Francia era predominantemente celta. No creía demasiado en las teorías sobre características raciales innatas, pero algo había que decir sobre las tradiciones que, de tan antiguas se convertían en inconscientes e imposibles de erradicar. Un mundo occidental en el que los celtas se habían convertido en dominantes y los germanos habían quedado reducidos a unos cuantos asentamientos… Sí, mira la Irlanda de tu mundo; o recuerda cómo la política tribal había fastidiado la revuelta de Vercingetórix… Pero ¿qué decir de Littorn? ¡Espera un minuto! A principio de «su» Edad Media, Lituania era un estado poderoso; había contenido a los alemanes, a los polacos y a los rusos durante mucho tiempo, y ni siquiera había adoptado el cristianismo hasta el siglo XV. Sin la competencia de los alemanes, Lituania bien podría haberse extendido hacia el este.

A pesar de la inestabilidad política celta, aquél era un mundo de grandes estados, con menos naciones separadas que en el de Everard. Eso indicaba una sociedad más antigua. En su propio mundo, la civilización occidental se había desarrollado a partir de la decadencia del Imperio romano, digamos en el 600 d.C; los celtas de este mundo debían haber tomado el control mucho antes.

Everard empezaba a entender lo sucedido con Roma, pero por el momento se guardó sus conclusiones.

Los coches llegaron hasta la puerta ornamentada de una larga muralla de piedra. Los conductores hablaron con dos guardas armados que vestían la librea de una hacienda privada y los delgados collares de acero de los esclavos. Las puertas se abrieron y los coches recorrieron un camino de gravilla entre prados y árboles. Al otro extremo, casi en la playa, había una casa. A Everard y Van Sarawak les hicieron un gesto para que se apeasen y los llevaron a ella.

Era una estructura de madera laberíntica. Las lámparas de gas del porche mostraban la fachada pintada de vistosas rayas; las terminaciones de los aguilones y las vigas estaban tallados en forma de cabeza de dragón. El mar se oía cerca, y había suficiente luz de una luna que se hundía como para que Everard distinguiese un barco cercano: presumiblemente un carguero, con una chimenea alta y mascarón.

Por las ventanas sana una luz amarilla. Un mayordomo esclavo dejó entrar al grupo. El interior estaba panelado con madera oscura, también tallada, y el suelo cubierto de gruesa moqueta. Al fondo del vestíbulo había una sala de estar atestada de muebles, varias pinturas de un estilo envarado y convencional y un alegre fuego en una enorme chimenea de piedra.

Saorann ap Ceorn estaba sentado en un sillón, Deirdre en otro. Cuando entraron, ella dejó a un lado un libro y se levantó sonriente. El oficial chupó su cigarro y miró con el ceño fruncido. Se intercambiaron algunas palabras y los guardias desaparecieron. El mayordomo trajo vino en una bandeja y Deirdre invitó a sentarse a los patrulleros.

Everard bebió de su vaso —el vino era un borgoña excelente— y preguntó con brusquedad.

—¿Por qué estamos aquí?

Deirdre lo deslumbró con una sonrisa.

—Seguro que os resultará más agradable que la celda.

—Claro está. También lo encontramos más bien decorado. Pero quiero saberlo. ¿Van a soltarnos?

—Sois… —Buscó una respuesta diplomática, pero parecía ser demasiado sincera—. Sois bienvenidos aquí, pero no podéis salir de la hacienda. Esperamos persuadiros para que nos ayudéis. Se os recompensaría bien.

—¿Ayudaros? ¿Cómo?

—Enseñando a nuestros artesanos y druidas cómo fabricar más armas y carros mágicos como los vuestros.

Everard suspiró. No tenía sentido intentar explicarlo. No tenían las herramientas para fabricar las herramientas para fabricar lo necesario, pero ¿cómo iba a hacérselo entender a una gente que creía en la magia?

—¿Es ésta la casa de tu tío? —preguntó.

—No, la mía —dijo Deirdre—. Soy hija única de mis padres, y eran nobles ricos. Murieron el año pasado.

Ap Ceorn dijo varias palabras. Deirdre las tradujo con un fruncimiento de preocupación.

—A estas alturas todos los catuvellaunanos conocen la historia de vuestra llegada, incluidos los espías extranjeros. Esperamos ocultaros de ellos aquí.

Everard, recordando las cosas que Aliados y Eje habían hecho en pequeñas naciones neutrales como Portugal, se estremeció. Hombres desesperados por una guerra inminente probablemente no serían tan corteses como los afalonios.

—¿A qué se debe este conflicto? —preguntó.

—Es por el control del océano Iceniano, claro, en particular, de ciertas islas ricas que nosotros llamamos Ynys yr Lyonnach. —Deirdre se puso en pie con un único movimiento fluido y señaló Hawai en un globo terráqueo—. Entiende —siguió diciendo—, como te dije, Littorn y los aliados occidentales, incluyéndonos a nosotros, se agotaron luchando. Hoy, los grandes poderes, en expansión y luchando entre sí, son Huy Braseal e Hinduraj. Su conflicto se traga a naciones menores, porque la lucha no es sólo entre ambiciones, sino entre sistemas: la monarquía de Hinduraj contra la teocracia adoradora del sol de Huy Braseal.

—¿Cuál es vuestra religión, si puedo preguntarlo?

Deirdre parpadeó. La pregunta le parecía sin sentido.

—La gente más educada cree que hay un gran Baal que hizo a todos los dioses menores —contestó lentamente al fin—. Pero naturalmente, mantenemos los cultos antiguos y también ofrecemos respeto a los más poderosos dioses extranjeros, como el Perkunas y Czernebog de Littorn, Wotan Ammon de Cimberland, Brahma, el Sol… Mejor no incurrir en su cólera.

—Entiendo.

Ap Ceorn ofreció cigarros y cerillas. Van Sarawak inhaló y dijo quejumbroso.

—Maldición, tenía que ser una línea temporal en la que no hablan ninguna lengua que conozca —se animó—. Pero aprendo con rapidez, incluso sin hipnosis. Conseguiré que Deirdre me enseñe.

—A ti y a mí —añadió Everard con rapidez—. Pero escucha, Van. —Le informó de lo que había descubierto.

—Humm. —El más joven se acarició la barbilla—. No es bueno, ¿eh? Claro, si nos dejasen simplemente subirnos al escúter podríamos irnos con facilidad. ¿Por qué no les seguimos la corriente?

—No son tan tontos —contestó Everard—. Puede que crean en la magia, pero no en el puro altruismo.

—Es curioso que estén tan atrasados intelectualmente y sin embargo tengan motores de combustión.

—No. Es fácil de entender. Por eso pregunté por su religión. Siempre ha sido puramente pagana; incluso el judaismo parece haber desaparecido, y el budismo no ha tenido mucha influencia. Como señaló Whitehead, la idea medieval de un dios todopoderoso fue importante para el crecimiento de la ciencia, al inculcar la noción de un orden en la naturaleza. Y Lewis Mumford añadió que los primeros monasterios fueron probablemente los responsables de la invención del reloj mecánico, un invento realmente básico, al tener horas regulares de oración. En este mundo parece que los relojes son tardíos. —Everard sonrió sardónico, una defensa contra la tristeza interior—. Es raro hablar así. Whitehead y Mumford nunca vivieron. —Sin embargo…