»Unos cien años después de las guerras romanas, algunas tribus germánicas tomaron Italia —(debían de ser los cimbrios, con sus aliados teutones y ambrones, que en el mundo de Everard habían sido detenidos por Mario)—. Su camino de destrucción por la Galia puso en marcha también a los celtas, eventualmente hacia Hispania y el norte de África tras el declive de Cartago. Y, de Cartago, los galos aprendieron mucho.
»Siguió un gran periodo de guerras, durante el cual Partia perdió fuerza y los pueblos celtas la cobraron. Los hunos derrotaron a los germanos en Europa central, pero a su vez fueron derrotados por Partia; así que los galos se instalaron allí y los únicos germanos que quedaron estaban en Italia e Hiperbórea —(eso debía de ser la península escandinava)—. Con la mejora de las naves aumentó el comercio con el Lejano Oriente, tanto con Arabia como directamente bordeando África. —(En la historia de Everard, Julio César se había asombrado al descubrir que los vénetos construían mejores naves que cualquiera en el Mediterráneo)—. Los celtas descubrieron el sur de Afallon, que creyeron una isla, de ahí el "Ynys", pero fueron expulsados por los mayas. Sin embargo, las colonias brittis del norte sobrevivieron y, con el tiempo, se ganaron la independencia.
»Mientras tanto, Littorn crecía con rapidez. Se tragó la mayor parte de Europa durante un tiempo. El extremo occidental del continente sólo recuperó su libertad como parte del acuerdo de paz posterior a la guerra de cien años de la que te he hablado. Los países asiáticos se habían desecho de sus amos europeos y se habían modernizado mientras las naciones occidentales declinaban. —Deirdre levantó la vista del libro, que había estado hojeando mientras hablaba—. Pero eso no es más que un resumen simple, Manslach. ¿Debo seguir?
Everard negó con la cabeza.
—No, gracias —respondió y, al cabo de un momento dijo—: Eres muy sincera sobre la situación de tu propio país. Deirdre repuso bruscamente:
—La mayoría no la admitiría, pero creo que es mejor mirar la verdad a los ojos.
Con un ataque de interés, añadió:
—Pero háblame de tu mundo. Es una maravilla imposible de creer. Everard suspiró, desconectó su conciencia y empezó a mentir.
El ataque se produjo por la tarde.
Van Sarawak había recuperado el aplomo y estaba muy ocupado aprendiendo la lengua afalonia de Deirdre. Caminaban por el jardín cogidos de la mano, deteniéndose para nombrar objetos y declinar verbos. Everard los seguía, preguntándose vagamente si tres eran multitud, y ocupado principalmente con el problema de cómo llegar al escúter.
La brillante luz del sol llegaba desde un pálido cielo despejado. Un arce era un toque de escarlata, una nota de amarillo las hojas que correteaban por la hierba. Un esclavo mayor rastrillaba muy despacio el jardín; un guarda de apariencia joven y de raza india tenía el rifle apoyado en el hombro; un par de perros lobos dormitaban bajo un seto. Era una escena de paz; resultaba difícil creer que, más allá de esos muros, había hombres preparando un asesinato.
Pero el hombre es hombre, en cualquier historia. Aquella cultura quizá no tuviese la voluntad feroz y la crueldad sofisticada de la civilización occidental; de hecho, en algunos aspectos parecía extrañamente inocente. Aun así, no era porque no lo intentase. Y en aquel mundo quizá no apareciese nunca una auténtica ciencia. El hombre podría repetir por siempre el ciclo de guerra, imperio, colapso y guerra de nuevo. En el futuro de Everard, la especie finalmente se había liberado de él.
¿Para qué? Honradamente no podía decir que aquel continuo fuese peor o mejor que el suyo propio. Era diferente, eso era todo. ¿Y no tenía aquella gente tanto derecho a su existencia como… como la suya propia, que estaba condenada a la nada si él fracasaba?
Cerró los puños. El problema era demasiado grande. Ningún hombre tendría que decidir algo así.
Sabía que, al final, ningún sentido abstracto del deber le haría actuar, sino el recuerdo de las pequeñas cosas y la gente que había conocido.
Dieron la vuelta a la casa y Deirdre señaló al mar.
—Awarkin —dijo. El pelo suelto le ardía al viento.
—Bien, ¿eso significa «océano», «Atlántico» o «agua»? —Rió Van Sarawak—. Veamos. —La llevó hasta la playa.
Everard los siguió. Una especie de lancha de vapor, larga y rápida, saltaba sobre las olas, a dos o tres kilómetros de distancia. Las gaviotas la seguían como una tormenta de nieve con alas. Everard pensó que, si él hubiese estado al mando, allí habría un barco de la Marina de vigilancia.
¿Tendría realmente que decidir? Había otros patrulleros en el pasado prerromano. Volverían a sus eras respectivas y…
Everard se envaró. Un escalofrío le recorrió la espalda y se concentró en su estómago.
Volverían, y verían lo que había sucedido, e intentarían corregir el problema. Y si alguno tenía éxito, ese mundo desaparecía del espacio-tiempo en un parpadeo, y él también.
Deirdre hizo una pausa. Everard, de pie, nervioso, apenas presto atención a lo que ella miraba, hasta que la muchacha gritó y lo señaló. Se le unieron y miraron hacia el mar.
La lancha se acercaba, arrojando chispas y humo por la alta chimenea, con el mascarón dorado en forma de serpiente brillando. Podían ver la silueta de los hombres que iban a bordo, y algo blanco, con alas… Se elevó desde cubierta y voló sujeto al extremo de una cuerda, elevándose. ¡Un planeador! Al menos la aeronáutica celta había llegado hasta ahí.
—Bonito —dijo Van Sarawak—. Supongo que también tendrán globos.
El planeador se soltó y se acercó al interior. Uno de los guardias de la playa dio un grito. Los demás salieron de detrás de la casa. La luz del sol se reflejaba en las armas. La lancha se dirigió directamente hacia la orilla. El planeador aterrizó, abriendo un surco en la arena.
Un oficial gritó e hizo un gesto para que los patrulleros se retirasen. Everard entrevió la cara de Deirdre, pálida e incapaz de comprender. Luego la torreta del planeador giró —una parte de su mente supuso que operada de forma manual— y un cañón ligero disparó.
Everard se echó al suelo. Van Sarawak lo imitó, tirando de la chica. Los disparos se clavaron de forma terrible en los soldados de Afallon.
Se produjo un terrible restallar de armas. De la nave saltaron hombres de rostro oscuro, con turbante y sarong. ¡Hinduraj!, pensó Everard. Intercambiaron disparos con los guardias supervivientes, que se apiñaban alrededor del capitán.
El oficial rugió y dirigió una carga. Everard miró desde la arena para verlo llegar casi hasta la tripulación del planeador. Van Sarawak se puso en pie de un salto. Everard giró sobre la arena, lo agarró por el tobillo y tiró de él antes de que pudiese unirse a la lucha.
—¡Déjame ir! —se quejó el venusiano, sollozando. Los muertos y heridos dejados por el cañón estaban esparcidos en una pesadilla roja. El estruendo de la batalla parecía llenar el cielo.
—¡No, idiota! Vienen a por nosotros y ese loco irlandés ha hecho lo peor posible… —Una nueva ráfaga llamó nuevamente la atención de Everard.
La lancha, de fondo plano y con hélice, había llegado a tierra y escupía hombres armados. Demasiado tarde para que los afalonios comprendiesen que habían descargado las armas y que ahora los atacaban por la retaguardia.
—¡Vamos! —Everard obligó a Van Sarawak y a Deirdre a ponerse en pie—. Tenemos que salir de aquí… llegar hasta los vecinos…