Un destacamento de la lancha lo vio y viró hacia ellos. Al llegar al jardín, sintió más que oyó el golpe sordo de una bala en la arena. Los dos perros lobos atacaron a los invasores y fueron acribillados.
Encorvados y en zigzag, ésa era la forma: ¡sobre el muro y hacia la carretera! Everard podría haberlo conseguido, pero Deirdre tropezó y cayó. Van Sarawak se detuvo para protegerla. Everard también se detuvo, y luego ya fue demasiado tarde. Estaban cubiertos.
El líder de los hombres oscuros le dijo algo a la chica. Ella se sentó y le respondió desafiadora. El se rió y señaló hacia la lancha.
—¿Qué quieren? —preguntó Everard en griego.
—A vosotros. —Deirdre lo miró con horror—. A vosotros dos… —El oficial volvió a hablar—. Y a mí para traducir… ¡No!
Se retorció entre las manos que se cerraron sobre sus brazos, se liberó parcialmente y arañó una cara. El puño de Everard viajó en un arco corto que terminó aplastando una nariz. Fue demasiado bueno para durar. La culata de un rifle cayó sobre su cabeza y apenas fue consciente de que lo llevaban a la lancha.
6
La tripulación dejó atrás el planeador. Empujaron la lancha a aguas poco profundas y aceleraron. Abandonaron a todos los guardias muertos o heridos, pero se llevaron a los suyos.
Everard se sentó en un banco de cubierta y enfocó poco a poco la vista hacia la orilla que se alejaba. Deirdre lloraba sobre el hombro de Van Sarawak, y el venusiano intentó consolarla. Un ruidoso viento frío les golpeaba la cara.
Cuando dos hombres blancos salieron de la camareta, la mente de Everard volvió a ponerse en marcha. Al fin y al cabo no eran asiáticos. ¡Europeos! Y ahora que se fijaba con atención vio que el resto de la tripulación también tenía rasgos caucásicos. La piel oscura no era más que pintura.
Se puso en pie y miró a los nuevos amos con cautela. Uno de ellos era un hombre corpulento de mediana edad y altura media, vestido con una blusa de seda roja, amplios pantalones blancos y una especie de sombrero de astracán; iba bien afeitado y llevaba el pelo oscuro retorcido en una trenza. El otro era algo más joven, un gigante rubio vestido con una túnica cosida con eslabones de cobre, polainas, capa de cuero y un casco de cuernos puramente ornamental. Los dos llevaban revólveres al cinto y los marineros los trataban con deferencia.
—¿Qué demonios? —Everard miró a su alrededor una vez más. Ya no se veía la tierra, y viraban al norte. El casco se estremecía por la velocidad del motor y levantaba espuma cuando la proa chocaba con una ola.
El hombre mayor habló primero en afalonio. Everard se encogió de hombros. Luego el nórdico barbudo lo intentó, primero en un dialecto completamente irreconocible pero luego:
—Taelan thu Cimbric?
Everard, que hablaba varias lenguas germánicas, probó, mientras Van Sarawak abría sus orejas de holandés. Deirdre se acurrucó, con los ojos abiertos como platos y demasiado perpleja para moverse.
—Ja —dijo Everard—, ein wenig. —Cuando ricitos de oro puso cara de incertidumbre, lo arregló—: Un poco.
—Ah, aen litt. Gode! —El hombrón se frotó las manos—. Ik hait Boierik Wulfilasson ok main gefreond heer erran Boleslav Arkonsky.
No era una lengua que Everard hubiese oído nunca —y después de todos esos siglos, ni siquiera podía ser el címbrico original— pero el patrullero la seguía razonablemente bien. El problema era hablarla; no podía predecir cómo había evolucionado.
—What the hell erran thu maching, anyway? —soltó—. Ik bin aen man auf Sirius. The stern Sirius, mitplaneten ok all. Set uns gebach orwillen be der Teufel topay!
Boierik Wulfilasson parecía apenado y propuso que la discusión siguiese bajo techo, con la joven dama como intérprete. Abrió el camino hacia la camareta, que resultó contener un pequeño pero cómodo salón. La puerta permaneció abierta, con guardas armados vigilando el interior y muchos más a la espera.
Boleslav Arkonsky dijo a Deirdre algo en afalonio. Ella asintió, y él le dio una copa de vino. Pareció calmarla, pero le habló a Everard con voz trémula.
—Hemos sido capturados, Manslach. Sus espías descubrieron dónde estabais retenidos. Se supone que otro grupo va a robar vuestra máquina de viajar. También saben dónde está.
—Eso imaginaba —contestó Everard—. Pero en nombre de Baal, ¿quiénes son?
Boierik se rió a carcajadas al oír la pregunta y habló largamente sobre su propia inteligencia. La idea era hacer que los magistrados de Afallon creyesen que Hinduraj era responsable. En realidad, la alianza secreta entre Littorn y Cimberland había construido una red de espionaje bastante eficiente. Ahora se dirigían a la villa de verano de la embajada de Littorn en Ynys Llangollen (Nantucket), donde se induciría a los hechiceros a revelar sus trucos y se prepararía una sorpresa a las grandes potencias.
—¿Y si no lo hacemos?
Deirdre tradujo palabra por palabra la respuesta de Arkonsky.
—Lamentaría las consecuencias para vosotros. Somos hombres civilizados, y pagaríamos bien en oro y honores la cooperación. Si no la obtenemos, os haremos cooperar por la fuerza. La existencia de nuestros países está en juego.
Everard los miró con mayor atención. Boierik parecía avergonzado y desgraciado, se había evaporado su jactanciosa alegría. Boleslav Arkonsky tamborileaba sobre la mesa, con los labios apretados pero cierta súplica en los ojos. No nos obliguen a hacer esto. Tenemos que vivir con nosotros mismos.
Probablemente eran maridos y esposos, probablemente gustaban de una jarra de cerveza y un amigable juego de dados tanto como cualquier hijo de vecino; quizá Boierik criase caballos en Italia y Arkonsky fuese un criador de rosas en la costa báltica. Pero nada de eso haría bien a los cautivos, cuando la todopoderosa Nación entrechocase la cornamenta con la de otra.
Everard se detuvo para admirar el arte de la operación, y luego empezó a preguntarse qué hacer. La lancha era rápida, pero necesitaría unas veinte horas para llegar a Nantucket, tal y como recordaba el viaje. Al menos disponía de todo ese tiempo.
—Estamos cansados —dijo en inglés—. ¿Podemos descansar un poco?
—Ja deedly —dijo Boierik con torpe gracia—. Ok wir skallen gode gefreonds bin, ni?
La puesta de sol ardía en el oeste. Deirdre y Van Sarawak se encontraban en la barandilla, mirando a una amplia extensión de agua. Tres marineros, sin maquillaje ni disfraz, permanecían atentos y listos para actuar; un hombre llevaba el timón guiándose por una brújula; Boierik y Everard recorrían el alcázar. Todos vestían ropa gruesa para protegerse del viento.
Everard estaba empezando a dominar el cimbrio; todavía se le trababa la lengua, pero se hacía entender. Aunque, en principio, dejaba que Boierik hablase.
—¿Así que vienen de una estrella? No entiendo de esas cosas. Soy un hombre sencillo. Si fuese por mí, administraría mi finca en la Toscana en paz y dejaría que el mundo se volviese loco solo. Pero los del Pueblo tenemos nuestras obligaciones. —Parecía que en Italia la lengua teutónica había reemplazado por completo el latín, como el inglés había hecho con los britanos en el mundo de Everard.
—Sé cómo se siente —dijo el patrullero—. Es extraño que tantos luchen cuando tan pocos lo desean.
—Oh, pero esto es necesario —casi un gemido—. Carthagalann robó Egipto, nuestra legítima posesión.
—Italia irredenta —murmuró Everard.
—¿Eh?
—No importa. Así que los cimbrios se han aliado con Littorn y esperan apoderarse de Europa y África mientras las grandes potencias luchan en el este.