Выбрать главу

—¡En absoluto! —protestó Boierik, indignado—. Simplemente reafirmamos nuestras legítimas reivindicaciones históricas y territoriales. El mismo rey ha dicho… —Y así siguió y siguió.

Everard se agarró para contrarrestar el movimiento de cubierta.

—Parece que, como hechiceros, nos tratan bastante mal —comentó—. Ruegue para que no nos enfademos.

—Todos hemos sido protegidos contra maldiciones y conjuros.

—Bien…

—Desearía que nos ayudasen libremente. Sería un placer demostrarle la justicia de nuestra causa, si tiene unas horas libres.

Everard hizo una movimiento de negación con la cabeza, se alejó y se detuvo al lado de Deirdre. El rostro de la mujer era una masa informe en la profunda oscuridad, pero él apreció algo de furia en su voz.

—Espero que le dijeses lo que pueden hacer con su plan, Manslach.

—No —dijo Everard con fuerza—. Vamos a ayudarlos.

Ella pareció afectada.

—¿Qué dices, Manse? —preguntó Van Sarawak. Everard se lo dijo—. ¡No! —dijo el venusiano. —Sí —dijo Everard.

—¡Por Dios, no! Yo…

Everard le agarró un brazo y dijo con frialdad:

—Tranquilo, sé lo que hago. No podemos ponernos del lado de nadie en este mundo; estamos contra todos, y será mejor que lo entiendas. Lo único que podemos hacer es seguirles la corriente a estos tipos por un tiempo. Y no le digas eso a Deirdre.

Van Sarawak inclinó la cabeza y permaneció un momento en silencio, pensando.

—Vale —convino con voz apagada.

7

La villa littorniana se encontraba en la costa sur de Nantucket, cerca de un pueblecito pesquero, pero separada de éste por una muralla. La embajada la había construido al estilo de su país: largas casas de madera con tejados arqueados como el lomo de un gato, un edificio principal y edificios exteriores que cerraban un patio con banderas. Everard concluyó una noche de sueño y el desayuno, que los ojos de Deirdre habían convertido en triste, aguardando en cubierta mientras se acercaban a un muelle privado. Otra lancha aún mayor esperaba allí, y la tierra firme estaba llena de hombres de aspecto rudo. La emoción de Arkonsky se disparó cuando dijo en afalonio:

—Veo que han traído la máquina mágica. Podemos ponernos a trabajar.

Cuando Boierik se lo tradujo, a Everard le dio un vuelco el corazón.

Los invitados, como los cimbrios insistían en llamarlos, fueron conducidos a una sala descomunal donde Arkonsky se inclinó para arrodillarse ante un ídolo con cuatro caras, ese Svantevit que los daneses habían convertido en combustible para las hogueras en la otra historia. En el hogar ardía un fuego para proteger del frío del otoño, y había guardias en todas las paredes. Everard sólo tenía ojos para el escúter, que relucía en la puerta.

—He oído que en Catuvellaunan tuvieron que luchar duro para conseguir esta cosa —comentó Boierik—. Muchos murieron; pero nuestro grupo pudo escapar sin ser seguido. —Tocó el manillar con cautela—. ¿Y este vehículo puede realmente aparecer en cualquier lugar que desee su conductor, del aire? —Sí—dijo Everard.

Deirdre le dedicó una mirada de odio como había recibido pocas. Permanecía altanera, bien alejada de él y Van Sarawak.

Arkonsky le dijo algo que quería que tradujese. Ella escupió a sus pies. Boierik suspiró y se lo dijo a Everard.

—Queremos ver una prueba del vehículo. Usted y yo viajaremos en él. Le advierto que apuntaré un revolver a su espalda. Me dirá por anticipado todo lo que pretende hacer y, si sucede algo inesperado, dispararé. Sus amigos permanecerán aquí como rehenes, y también recibirán un disparo a la primera sospecha. Pero estoy seguro —añadió— de que seremos buenos amigos.

Everard asintió. La tensión crecía en su interior; se notaba las palmas frías y húmedas.

—Primero debo decir un conjuro —contestó.

—Van, voy a intentar sacarte de aquí. Quédate exactamente donde estás ahora, repito, exactamente. Te cogeré en vuelo. Si todo sale bien, eso sucederá un minuto después de que desaparezca con este camarada peludo.

El venusiano permaneció sentado con el rostro pétreo, pero una gotita de sudor le corría por la frente.

—Muy bien —dijo Everard en su tosco címbrico—. Monte en el asiento de atrás, Boierik, y haremos que este caballo mágico corra.

El rubio asintió y obedeció. Mientras Everard se acomodaba en el asiento delantero sintió el cañón tembloroso de una pistola en la espalda.

—Dile a Arkonsky que volveremos dentro de media hora —le dijo. Aproximadamente tenían las mismas unidades de tiempo, legado de los babilonios. Cuando eso estuvo hecho, Everard dijo—: Lo primero que haremos será aparecer sobre el océano y flotar.

—B-b-bien —dijo Boierik. No parecía muy convencido.

Everard ajustó los controles de espacio a diez kilómetros al este y trescientos metros de altura, y activó el interruptor principal.

Eran como brujas sobre una escoba mientras miraban la inmensidad verdigris y la silueta distante de la tierra. El viento soplaba con fuerza, los empujaba, y Everard se agarró con fuerza con las rodillas. Oyó el juramento de Boierik y sonrió envarado.

—Bien —preguntó—, ¿qué te parece?

—Es… es maravilloso. —A medida que se acostumbraba a la idea, el cimbrio iba entusiasmándose—. Los globos no son nada comparados con esto. Con máquinas como ésta podríamos volar sobre las ciudades enemigas y hacer llover fuego sobre ellas.

De alguna forma, eso hizo que Everard se sintiese mejor por lo que iba a hacer.

—Ahora volaremos hacia delante —anunció, e hizo que el escúter se deslizase por el aire. Boierik gritó de alegría—. Y ahora saltaremos de forma instantánea hasta tu patria.

Everard activó el control de maniobra. El escúter dio un giro y cayó con una aceleración de tres gravedades.

Sabiéndolo, el patrullero apenas pudo agarrarse. Nunca supo si fue el giro o el picado lo que arrojó a Boierik. Apenas vio al hombre caer por el aire hasta el mar, pero deseó no haberlo visto.

Everard flotó un momento sobre las olas. Su primera reacción era de estremecimiento. «Supón que Boierik hubiese tenido tiempo de disparar.» La segunda fue de culpabilidad. Descartó ambas, y se concentró en el problema de rescatar a Van Sarawak.

Ajustó los controles espaciales para treinta centímetros frente al banco de los prisioneros, la unidad temporal para un minuto después de su partida. Mantuvo la mano derecha sobre los controles —tendría que actuar rápido— y dejó libre la izquierda.

Agarraos los sombreros, amigos. Allá vamos.

La máquina apareció casi frente a Van Sarawak. Everard agarró la túnica del venusiano y lo arrastró dentro del campo del motor espaciotemporal y mientras con la mano derecha hacía retroceder el indicador temporal y le daba al interruptor principal.

Una bala rebotó en el metal. Everard apenas vio a Arkonsky gritando. Y luego todo desapareció y se encontraron en una colina cubierta de hierba que descendía hasta la playa. Se encontraban dos mil años en el pasado.

Se derrumbó temblando sobre el manillar.

Un grito le trajo de nuevo al presente. Se volvió para mirar a Van Sarawak. El venusiano estaba tirado sobre la hierba. Todavía tenía un brazo alrededor de la cintura de Deirdre.

El viento era suave, el mar azotaba una larga playa blanca y las nubes paseaban en lo alto del cielo.

—No puedo decir que te lo reproche, Van. —Everard daba vueltas alrededor del escúter y miraba al suelo—. Pero esto complica las cosas.

—¿Qué se suponía que debía hacer? —preguntó el otro hombre con cierto resquemor—. ¿Dejarla para que aquellos bastardos la matasen… o para que desapareciese con todo su universo?

—Recuerda, estamos condicionados. Sin autorización no podríamos decirle la verdad ni aunque quisiésemos. Y yo, para empezar, no quiero.