— Pero en cierta ocasión, un astuto capitán de «clipper» decidió seguir a un delfín que marchaba ante su proa, convencido de que éste nadaría siempre por aguas profundas. — Sonrió como para sí misma—. Cuando llegó a Sydney lo contó, y a partir de ese momento muchos barcos tomaron la costumbre de seguir al delfín que solía estar esperándoles a la entrada de los arrecifes para conducirles sanos y salvos al otro lado. Le pagaban con sardinas.
— ¡Curiosa historia!
— Pero no acaba ahí… — puntualizó ella—. Un mal día, un pasajero borracho se divirtió disparándole al pobre animal, que desapareció de inmediato seguido por una estela de sangre.
— ¡Cono…!
— La tripulación quiso linchar al borracho, y durante más de un año el delfín no volvió a aparecer, con lo que naufragó un nuevo buque.
Hizo una corta pausa que dedicó a acariciar amorosamente la cabeza de Jerry que había venido a colocarla sobre su regazo como un niño mimoso que busca el consuelo de su madre, y por último añadió:
— Cuando al fin el delfín volvió, continuó pasando barcos sin peligro, hasta el día en que hizo su aparición aquel desde el que le habían disparado, al que condujo directamente hacia un bajío, obligándole a embarrancar y perdiéndolo para siempre.
— No puedo creerlo — protestó César—. Eso no son más que cuentos de viejo marino.
— Pues es cierto… — El tono de su voz no admitía réplica—. Está en todos los libros de historia de la navegación, y en muchos puertos del Pacífico aún se conservan las estatuas que se le levantaron, pues continuó pasando barcos sin perder uno solo hasta que murió de viejo.
— ¿Pretendes insinuar con eso que tal vez los delfines de la zona están tratando de vengar el daño que el yate le hizo a una de sus crías?
— No exactamente, pero podría darse el caso. Una vez un gamberro le dio a Tom una sardina de plástico, de esas que se usan para pescar. Cuando volvió al cabo de un mes, Tom se las ingenió de tal modo al golpear el agua que lo empapó de pies a cabeza.
— ¿Realmente crees que razonan?
Claudia asintió convencida.
— Razonan, hablan entre sí, y tienen un profundo sentido del humor — señaló—. Cuando estoy sola y me pongo a tomar el sol desnuda, no hacen nada, pero si advierten que alguien llega, se las ingenian para robarme el traje de baño con la intención de hacerme pasar vergüenza. — Rió divertida—. Y si me tiro al agua, vienen por detrás y me lanzan fuera… ¡Son unos golfos!
— Me gustaría ver eso.
Ella se sonrojó visiblemente.
— Son como niños grandes; las criaturas más adorables del planeta, y por eso me cuesta aceptar que se les acuse de causar daño. — Hizo una corta pausa y añadió—: ¿Conoces Cabrera?
— He buceado allí a menudo.
Hay una cala, al Sudoeste, a la que suelen acudir por esta época del año. Me encanta bañarme con ellos, y observar cómo se comportan en absoluta libertad.
— ¿Te atreverías a hacerlo ahora, con todo lo que se está diciendo?
— ¡Naturalmente…! No son más que invenciones absurdas a las que tan sólo un estúpido prestaría la más mínima atención.
— ¿Vamos mañana?
— ¿Por qué no?
— Tendríamos que zarpar casi al amanecer.
Ella hizo un firme gesto de asentimiento.
— Estaré esperándote a las seis.
A las siete cruzaban bajo el faro de Cap Blanc, y al poco hacía su aparición ante la proa de la motora la aún borrosa silueta de La Foradada, el primero de los islotes que componen el diminuto archipiélago de Cabrera, uno de los más salvajes y hermosos espacios naturales del sur de Europa, en los que aún resulta factible disfrutar del placer de observar aves, peces y reptiles en su auténtico hábitat.
«Las Galápagos de Europa», como a menudo se les denomina, aparecían envueltas en una suave bruma matutina que les confería un sutil aire misterioso, con un mar de un azul-añil en el que se reflejaban como en un oscuro espejo altos acantilados y frágiles gaviotas, y a medida que se iban aproximando a la «isla grande» con sus sinuosas costas cuajadas de calas y playones, profundas ensenadas de aguas transparentes y agresivos farallones de cien tonos de grises, les invadía la indescriptible sensación de placer y temor que suele apoderarse de la mayoría de los viajeros que arriban a un lugar tan repleto de leyendas.
Refugio de piratas berberiscos y testigo de infinitos naufragios, era, sin embargo, el amargo recuerdo de los innumerables prisioneros franceses que sufrieron en aquel solitario peñasco un cruel cautiverio tras la terrible batalla de Bailen, el que había extendido la absurda fábula de que el espíritu de los que allí murieron de hambre y sed vagaba por los riscos del Norte, oteando eternamente un horizonte en el que se dibujaba apenas el lejano perfil de Mallorca.
Más de un pescador había muerto aplastado por una pesada roca desprendida de modo inexplicable de inaccesibles acantilados, y pretendían las consejas que no había sido el viento o las aves marinas las que provocaron semejante desprendimiento inoportuno, sino que se trataba en verdad de fantasmas franceses ansiosos de venganza.
Y ahora, a la tierra amenazante se sumaban unas aguas profundas de las que podía surgir de igual modo el peligro en forma de bestia agresiva, y tal vez debido a ello, o al sueño de la temprana hora, tanto Claudia como César permanecían en silencio, observando abstraídos cómo avanzaban hacia ellos los peñascales de la isla.
Ningún otro lugar de este planeta ofrecía, sin embargo, tal cúmulo de abrigos naturales y ocultas ensenadas en las que el furibundo mar jugaba a transformarse en plácida laguna transparente, y al dejar caer el ancla sobre un brillante cristal inmaculado se tenía la impresión de haber alcanzado el paraíso.
La embarcación cesó de balancearse, la suave brisa se vio frenada por los muros de piedra, y el silencio se adueñó del paisaje, pues ni siquiera el rumor de las olas acertaba a turbar un universo del que se diría que había conseguido establecer al fin un tratado de paz consigo mismo.
Quieta en proa, observando abstraída un pececillo que jugueteaba bajo la quilla, Claudia parecía encontrarse lejos de todo, tan atrapada por secretos pensamientos, que César se limitó a admirarla sin moverse, como si el hecho de realizar un solo gesto pudiera romper el prodigioso encanto del momento.
— Se muere… — musitó ella al fin muy quedamente.
— ¿El pez?
— El mar… — Giró apenas la cabeza y le miró a los ojos—. Éste es el más hermoso de los mundos y lo estamos matando. — Señaló una botella semienterrada en un fondo de arena—. Es la fuente de la vida y, sin embargo, cada año le arrojamos cincuenta mil toneladas de insecticidas y millones de toneladas de basura. En el término de una sola generación hemos logrado reducir de tal forma la capacidad de fotosíntesis de las algas, que son las encargadas de renovar el oxígeno, que a este paso muy pronto ningún pez sobrevivirá ahí abajo.
— ¿Te preocupa ese tema?
— ¿Cuál si no? Año tras año veo cómo el mar deja de florecer en primavera, y desde que tengo memoria asisto a su lenta agonía. — Agitó la cabeza pesimista—. Ya nada es lo mismo.
— ¿El mar florece en primavera? — se sorprendió él.
— ¿No lo sabías? Cada año, y sobre todo en las plataformas continentales del hemisferio norte, las aguas de las regiones templadas se van enfriando en sus capas superiores a lo largo del invierno, y con la llegada de la primavera esas capas frías, superficiales, más pesadas, se hunden lentamente desplazando hacia lo alto a las inferiores, más calientes.