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— No tenía ni idea.

— Poca gente la tiene, pues se preocupan más de cuestiones de las que no depende tanto el futuro de su especie… — Volvió a contemplar las evoluciones del solitario pececillo—. La gran cantidad de sales minerales, especialmente nitratos y fosfatos, que se han ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación o los aluviones de los ríos, se desplazan entonces junto a esas capas y ascienden hacia la superficie. — Claudia hablaba con naturalidad, sin hacer el más mínimo alarde de su dominio de un tema que evidentemente le apasionaba—. Y al igual que las plantas terrestres necesitan sales para su sustento, las algas comienzan a despertar de su letargo y abandonan su enquistamiento para que la vida vegetal estalle con ímpetu incontenible, en un proceso sin igual de crecimiento y multiplicación…

César Brujas había ido a tomar asiento a su lado, y permanecían ahora muy juntos, con las piernas colgando sobre la borda, casi rozando el agua, él atento a algo de lo que jamás se había preocupado anteriormente, y ella a todas luces complacida por el hecho de que escuchara con tan sincero interés.

— Esa multiplicación resulta tan asombrosamente desproporcionada — añadió en el mismo tono de voz, cadencioso pero a la vez acalorado—, que en poco tiempo kilómetros y kilómetros cuadrados de la superficie del mar se pueden teñir de rojo, verde o pardo a causa de los microscópicos granos de pigmento que diminutas algas contienen en su interior, y al eclosionar de tal forma la vida vegetal, crecen de igual modo los infinitos animales que también forman el «plancton» y que se alimentan de ella.

— Y la mesa está servida… — puntualizó él con una leve sonrisa.

— ¡Exactamente! Todos los peces a los que ese plancton sirve de alimento ascienden a su vez hacia la superficie, y ésta se convierte en un gigantesco criadero, o en una fabulosa máquina de alimentación, reproducción y muerte, en una cadena sin fin que se ha prolongado a través de milenios, y que ahora estamos a punto de romper.

— Al oírte se te diría tan enamorada del mar como de los delfines.

— ¿Quién puede no estarlo conociéndolo? ¡Es tan hermoso! ¡Y tan cambiante! En otoño un nuevo fulgor fosforescente, frío y metálico, hace parecer como encendidas las crestas de las olas, sumiéndolo todo en una tonalidad fascinante y casi sobrenatural, y más tarde, el mar frío y gris del invierno parece muerto, pero no es así, porque en el fondo la vida duerme aguardando la llamada de una primavera que muy pronto ya nunca llegará.

— ¿Por qué eres tan pesimista? Los océanos son inmensos y por mucha porquería que le echemos acabará por disolverse y desaparecer. Hay zonas en las que alcanza los diez mil metros de profundidad… No creo que ni aunque le arrojáramos dentro todos los continentes, conseguiríamos matarlo.

— Te equivocas. El noventa por ciento de la vida marina se concentra en las plataformas continentales, a profundidades inferiores a los doscientos metros. Eso significa menos del diez por ciento del volumen total de las aguas, y el que más cerca está de las fuentes de contaminación. Es en los manglares y las desembocaduras de los ríos donde los peces acostumbran a desovar, y es ahí, justo en el principio, donde estamos rompiendo su ciclo reproductivo. Pronto no nacerán más peces, y sin peces el mar habrá dejado de existir.

— Confío en no llegar a verlo.

— Lo verán tus hijos.

César fue a decir algo, pero pareció arrepentirse, su rostro se ensombreció, y bruscamente se puso de pie como aquejado de una extraña urgencia, comenzando a preparar las botellas dispuesto a sumergirse.

— Se hace tarde — fue todo lo que dijo.

Ella no pudo por menos que desconcertarse ante tan inexplicable reacción, pero no acertó a hacer comentario alguno, y poniéndose en pie acudió a su lado demostrando de inmediato que sabía perfectamente lo que tenía que hacer y estaba acostumbrada a bucear en mar abierto.

Diez minutos más tarde «volaban» mansamente sobre un fondo en el que comenzaban a hacer su aparición algunos peces de mediano tamaño, y aunque en un principio César permaneció atento a las evoluciones de su acompañante, pronto llegó a la conclusión de que no tenía por qué preocuparse, dado que Claudia Lorenz se desenvolvía en las profundidades con tanta o más gracia con que solía hacerlo en el acuario.

Continuaron juntos su lento recorrido, disfrutando a gusto de un paisaje en que las oscuras rocas iban cobrando formas cada vez más extrañas, y donde la vida ganaba en colorido metro a metro, pues tras dejar a un lado interminables praderas de Posidonia oceánica, una planta alargada que la mayoría de los buceadores solían confundir con un alga, y era la que con más fuerza contribuía a la oxigenación de aquellas aguas, comenzaron a hacer su aparición llamativas algas calcáreas de rosadas, ocres y anaranjadas tonalidades, algunas de las cuales semejaban gigantescos hongos petrificados.

De tanto en tanto divisaban una estrella de mar o una «mano de muerto» carmesí cubierta de lo que fingían ser diminutos luceros erizados de blancas púas, y abundaban los caprichosos nudibranquios que se dirían escapados de un cuadro modernista, y que ponían la nota exótica reposando sobre lechos de piedras que jugaban a ser hierros herrumbrosos.

Su excéntrica configuración, las corrientes marinas, y el hecho de encontrarse alejada de toda fuente de contaminación, conseguía que las aguas de Cabrera estuviesen catalogadas entre las más transparentes del planeta, y gracias a ello la luz alcanzaba cotas inconcebibles, haciendo que la vida y el color se prolongase más allá de cuanto un entusiasta buceador hubiese imaginado en sus más locos sueños.

Sumergirse en ellas era como planear en un aire

a punto de solidificarse, se experimentaba la curiosa sensación de que nada se interponía entre el pecho y el fondo, y tal vez fue por ello por lo que tanto César como Claudia se olvidaron bien pronto de cuál había sido la auténtica razón de su aventura.

Disfrutaban del mar y del momento; de los agrestes fondos y la mutua compañía; de la ingravidez y la capacidad de respirar a más de treinta metros bajo el agua; de los curiosos peces y frágiles corales; de ser humanos y sentirse divinos; de estar tan lejos de la civilización y sus problemas como si se hubieran trasladado mágicamente al país de los «gnomos».

Buceaban.

Buceaban, y, al hacerlo, el hombre comprendía en un instante por qué miles de años atrás algunos seres supieron elegir entre el horror de vivir pegados a la tierra o regresar a las cálidas aguas de ilimitados océanos sin fondo, y el porqué del silencio; y el porqué de ser libres allá donde aún no se habían inventado las fronteras, y donde no existía otro camino ni sendero que aquel que nace y muere delante y detrás de quien lo surca.

Buceaban.

Acariciaban los límites del tiempo; gateaban como niños de pecho por donde los peces galopaban; «vivían» unos minutos una vida prestada, y se adentraban, con sus pesadas cargas a la espalda, en un cielo invertido del que sabían que muy pronto serían expulsados.

Y llegó el guardián furioso; el arcángel divino de velocísima carrera; el callado enemigo desarmado; el delfín de instintos asesinos que atacaba de frente, y al que César tan sólo tuvo oportunidad de esquivar en él 'último segundo, volviéndose de espaldas y consiguiendo que fuera a golpearse contra la metálica botella amarillenta.

La bestia lanzó un chillido de dolor y de rabia, giró sobre sí misma y de un violento coletazo se desplazó como una flecha viva dispuesta a no errar la nueva acometida, pero ya el hombre estaba alerta, y aunque desconcertado y temeroso, conservó la serenidad suficiente como para buscar protección entre dos rocas y colocar ante él, a modo de escudo improvisado, unas pesadas botellas de las que se había desprendido rápidamente.