Выбрать главу

Por tres veces se repitió el ataque y por tres veces el airado agresor se hirió el hocico contra el frío metal inalterable, y cuando al fin pareció comprender que ninguna esperanza de victoria le quedaba, se perdió en el inmenso azul dejando un sorprendente vacío a sus espaldas.

Podría creerse que de improviso el inmutable equilibrio de los mares se hubiese dislocado.

Laila Goutreau había tenido una difícil «vida fácil».

Demasiado hermosa para resignarse a ser una de las tantas inadaptadas que pululaban por los barrios marginales de Marsella, esforzándose por ser admitida en una sociedad cada vez más xenófoba a base de hacer hincapié en la cuarta parte de sangre que le daba derecho a un sonoro apellido francés, había optado por resaltar cuanto de exótico le confería el poseer igualmente una cuarta parte de sangre auténticamente tuareg, destacando en su forma de vestir, hablar o comportarse, que era biznieta de uno de aquellos valientes «bandidos del desierto» que tanta guerra dieran en su día a la avasalladora y odiada Legión Extranjera de nefasto recuerdo.

Hablaba correctamente cinco idiomas, pero rara era la ocasión en que leía un libro o un periódico que no estuviera impreso en árabe; árabes solían ser también sus discos predilectos, y árabes sus restaurantes favoritos, pese a que rechazara de plano acostarse con árabes por alto que pudiera ser el precio que ofrecieran.

— Ya hay demasiadas putas persiguiendo «chilabas»… — solía responder cuando Marc Cotrell insistía en que aceptara a un cliente particularmente generoso—. Y en el fondo prefieren humillar a una infiel y soltar obscenidades impunemente.

A los dieciocho años había «emigrado» a París, y a los veinte era una de las «chicas predilectas» del más «exquisito» proxeneta de los Campos Elíseos, lo cual le permitía viajar en aviones privados y ser dueña de un coqueto apartamento, algunas joyas, y un pequeño deportivo veloz y reluciente.

Treinta mil francos por noche solía ser su tarifa, aunque difícilmente aceptaba trabajos de ese tipo, y Marc Cotrell la reservaba para las grandes ocasiones, y para algunos elegidos que habiendo disfrutado ya de «sus favores» — pese a que poco de favor tuviera lo que tanto costaba— no dudaban a la hora de pagar ese precio por llevársela a la cama.

Aunque para la mayoría de sus «asiduos», el placer de disfrutar de Laila no se centraba tanto en el inigualable hecho de hacerle el amor una o tres veces, como en el de tenerla cerca, escuchar su cálida voz, admirar sus verdes ojos, aspirar su perfume, y sentir sobre sus hombros la mal disimulada envidia de cuantos no podían por menos que apabullarse ante la demoledora fascinación de tan inimitable criatura.

Era, en pocas palabras, una de las cuatro o cinco prostitutas de más clase de un surtidísimo mercado.

Pero era también una prostituta que sabía hacer honor a su oficio, no sólo a la hora de conseguir que un hombre disfrutara en una cama, sino sobre todo por la sencillez de su comportamiento, su cultura, su capacidad de saber ser «ama de casa» cuando se hacía necesario, y sus dotes de geisha atenta a los más excéntricos caprichos de aquel a quien servía.

El más alto ejecutivo podía incluirla sin miedo a que hiciera el ridículo en cualquier cena de negocios, y era proverbial entre sus conocidos su discreción y juicios acertados, sin que se le recordara una actitud incorrecta o una respuesta inadecuada, haciendo gala siempre de un «saber estar» y una elegancia natural dignas de encomio.

Y ahora se sentía a gusto en compañía de aquel tosco venezolano de espléndidos «regalos» con el que llevaba ya tres semanas de «romance» a bordo de un yate prodigioso, disfrutando del mar y el cielo de Mallorca, aunque tuviera que sufrir largas veladas de aburrimiento pegada a una mesa de ruleta que ninguna excitación le producía.

Rómulo Cardenal había demostrado ser un hombre amable y educado, respetuoso en la cama, donde no solía exigir nada que pudiese repeler a una mujer de su experiencia, apasionado a veces, y morigerado en la bebida, dado que pese a ingerir alcohol a todas horas, jamás daba la más mínima muestra de sentirse alterado en absoluto.

Tendida a media mañana en una cómoda hamaca en la cubierta, teniendo ante los ojos altos acantilados y un mar que brillaba a lo lejos, tranquila y relajada, Laila permitía que su memoria planease sobre los últimos años de su vida, y aceptaba que no le importaría mantener tan cómoda y gratificante relación durante una larga temporada.

El «amor» — absurdo sentimiento carente de futuro según ella— dejó de incomodarla desde la fría mañana en que Barry Stevens decidió regresar a Montreal con su esposa y sus hijos, y una vez que su cuerpo dejó de experimentar la desagradable sensación de que algo imprescindible le faltaba, asumió sin reservas la triste realidad de que resultaba mucho más lógico aceptar lo que le dieran que entregar lo que tenía.

Ladeó levemente la cabeza para observar mejor al hombretón que, con un vaso en una mano y un habano en la otra, estudiaba hora tras hora una carta marina cuajada de anotaciones, y comentó amablemente:

— ¡Te quedarás ciego de estudiar ese mapa!

Rómulo Cardenal alzó el rostro y se recreó en la perfección de sus pechos desnudos.

— Y el pobre camarero se quedará ciego de tanto verte así. Lo tienes loco…

— ¡Déjale que disfrute! Mirar no gasta.

Se puso en pie, acudió a su lado y le acarició dulcemente la cabeza de lacios cabellos negros al tiempo que hacía un leve gesto hacia el mapa.

— ¿Crees que lo encontrarás? — quiso saber.

El otro asintió seguro de sí mismo:

— Puedes jugarte la cabeza. O lo encuentro, o dejo de llamarme Rómulo Cardenal.

Ella tomó asiento sobre sus rodillas y se inclinó a observar con más detenimiento las marcas trazadas con un lápiz muy fino.

— A mí todo esto se me antoja absurdo — señaló—. Estás derrochando una fortuna entre la maldita ruleta y esa locura de galeón perdido. — Le rozó apenas con los labios el lóbulo de la oreja—. Ya no eres un niño para buscar tesoros.

El venezolano tardó unos instantes en responder, ocupado como estaba en marcar una nueva cota, y luego, rozándole muy suavemente la punta del pezón con la del lápiz, señaló paciente:

— Escucha, cielo… Mi padre era un «huevón» que me hizo trabajar como una muía, criando vacas y tragando polvo, sin permitirme bajar siquiera a Caracas a divertirme un poco… — Deslizó la mano hacia su entrepierna, complaciéndose en el privilegio que significaba enredar las yemas de los dedos en aquel vello suave y excitante—. Me trató como un peón, casi como a un esclavo, consiguiendo amasar una fortuna de la que tampoco disfrutó ni un sólo día de su pendeja vida. — Resultó harto evidente que el íntimo contacto comenzaba a surtir su efecto y se acomodó mejor el pantalón de baño—. Nunca conoció el mar, un casino de juego, ni tan siquiera una mujer que no apestara a estiércol, pero ahora está muerto y enterrado, tragando todo el polvo que quería, y yo pienso derrochar toda su puerca plata en buscar un viejo barco que lleva dentro tanto oro que no habrá ruleta capaz de arrebatármelo.

— ¿Y si en realidad ese barco no existe?

— ¡Existe! — replicó firmemente—. Sé que está ahí abajo, esperándome, y cuento con el mejor material que se ha fabricado hasta el presente. Nadie dispuso jamás ni de mi tiempo, ni de mis medios, y te juro que no pararé hasta que el Santo Tomás caiga en mis manos.

Fue ella la que se entretuvo ahora en acariciarle expertamente.

— He estado dándole muchas vueltas a lo que dijo aquel muchacho la otra noche… — musitó, aunque resultaba evidente que su atención estaba ya puesta en otra cosa—. ¿No podría ser ese «sonar» que estás utilizando, el que vuelve locos a los delfines?