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Rómulo Cardenal le había desatado uno de los nudos del minúsculo bikini y se inclinó a rozarle las ingles con la punta de la lengua.

— No creo que pudiera negarlo — replicó distraídamente—. Pero tampoco puedo hacer nada al respecto. Sin ese «sonar» las posibilidades de éxito son mínimas.

— ¡Pero los delfines están matando gente!

— De momento no es más que una estúpida teoría sin confirmar. — La lengua estaba a punto de alcanzar su objetivo—. Cuando alguien me demuestre que se trata en efecto de delfines, y que nuestro «sonar» tiene algo que ver con ello, me plantearé seriamente el problema. De momento, seguiré buscando. — Lanzó un hondo suspiro—. ¡Abre un poco! — suplicó quedamente.

— ¡No puedo creerlo!

— Pues debes creerlo, papá. Yo estaba allí. — El tono de voz de Claudia Lorenz denotaba una profunda tristeza al admitir algo que iba en contra de sus principios—. Se trataba de un «mular» de casi cuatro metros, trescientos kilos, y una banda oscura sobre el melón que le bajaba del aventador al pico.

Max Lorenz aparecía hundido en su viejo sillón de cuero, anonadado por la codicia, y con el abatido aire de quien descubre de improviso que su joven esposa le engaña, o su más amado hijo ha sido acusado de traficar con heroína.

— ¡Es tan absurdo! — musitó apenas.

Su hija, Adrián Fonseca, Miriam Collingwood y César Brujas le observaban, y podría creerse que comprendían sus sentimientos, puesto que resultaba evidente, por la cantidad de referencias que se distinguían en el amplio salón, que la dedicación del anciano a los delfines iba mucho más allá de lo que cabría siquiera imaginar.

— Absurdo o no, así es… — señaló César por último—. Y empiezo a creer que esta foto de lo que creíamos una roca, se trata en realidad de la foto de un delfín tomada desde muy cerca. — Hizo una significativa pausa—. El delfín que mató a mi hermano — concluyó secamente.

El austriaco se apoderó de la foto, la estudió con detenimiento y acabó por dejarla sobre la mesita del centro.

— ¡Dios bendito! — exclamó confuso—. Toda una vida dedicada a ellos, y ahora mi mundo se desmorona de improviso.

— El hecho de que algunos hayan sufrido una alteración emocional, tal vez transitoria, no significa necesariamente que su mundo tenga que desmoronarse — puntualizó Adrián Fonseca—. Alguna explicación habrá.

— Sí, desde luego. Tiene que haberla, pero… ¿cuál?

— Eso es lo que intentamos averiguar. Y averiguarlo pronto, porque como se descubra que en Mallorca los delfines se cargan a la gente, no nos va a quedar un turista ni para una foto.

— ¿Es que acaso no piensa hacer público lo ocurrido? — se sorprendió la inglesa.

— ¿Yo? — replicó el inspector—. ¡Dios me libre! Es un asunto que tendrían que decidir los políticos, porque si destapo este cubo de mierda lo más probable es que me entierren en él.

— ¿Y si hay más muertes?

— Le pasaré el caso a la Armada. Este lío empieza a quedar fuera de mi jurisdicción, ya que yo, en realidad, ni siquiera sé nadar.

— Se toma el asunto demasiado a la ligera.

— Un policía no puede tomarse cuatro muertes a la ligera — fue la agria respuesta—. Lo que ocurre es que para mí, el mar nunca ha sido más que agua, y lo que está dentro, peces. Si ustedes no me ayudan, ¿qué otra cosa puedo hacer?

— Pretendemos ayudarle — le hizo notar César Brujas—. De hecho, tengo más interés que nadie en descubrir por qué murió mi hermano.

— Es ese caso, lo primero que tenemos que hacer es analizar el tema desapasionadamente — hizo notar el policía—, y olvidar los rencores.

— ¿A qué se refiere con eso de rencores?

A que el otro día, aquí, en esta misma estancia, me insultaron porque insinué algo que ahora resulta evidente.

— Ya hemos reconocido nuestro error. ¿Qué más quiere?

— Nada. Pero lo cierto es que contamos con uno, ¡o varios! presuntos culpables, a los que por desgracia no creo que estemos en condiciones de detener, y mucho menos de interrogar, por lo que les ruego que olviden lo mucho que los puedan querer. — Los observó uno por uno tratando de leer sus pensamientos, y por último añadió—: Primera pregunta: ¿Por qué razón un delfín puede haber cambiado unos hábitos que se suponen milenarios?

Todos los ojos se clavaron en Max Lorenz, conscientes de que su autoridad en la materia resultaba indiscutible.

Éste lo advirtió, se agitó incómodo en su asiento, y con la timidez propia de quien no está seguro de nada después de haber recibido un golpe inesperado, señaló:

— A mi modo de ver, tan sólo el ser humano está en condiciones de alterar tales hábitos. — Lanzó un hondo suspiro—. De igual modo que nosotros les enseñamos a jugar, otros les enseñan a matar. De hecho, la Marina norteamericana acaba de anunciar la suspensión de un complejo programa militar que pretendía convertir a un numeroso grupo de delfines en los centinelas de sus bases de submarinos atómicos «Trident».

— Algo leí hace tiempo sobre unas protestas de grupos ecologistas — admitió Fonseca—. Pero lo cierto es que no presté demasiada atención. Hoy en día los ecologistas protestan por todo.

— Pues en este caso tenían razón — puntualizó el científico—. La Navy pretendía dotar a los delfines de una cápsula cuyo solo contacto con un submarinista enemigo o cualquier objeto sospechoso, provocaría de inmediato una explosión. Cientos de delfines murieron durante el adiestramiento.

— ¡Qué bestialidad!

— ¡Y que lo diga…! Durante los últimos treinta años la Marina americana ha estado masacrando delfines con sus «investigaciones». Los emplearon en la defensa de la base de Cam Rhan en Vietnam, y tras la guerra irano-iraquí docenas de ellos fueron sacrificados en la limpieza de minas del golfo Pérsico. Más de doscientos, contando algunos leones marinos y ballenas continúan adiestrándose en las bases de Kailúa, en Hawai, San Diego, en California, y Cayo Oeste, en Florida, ya que con su inteligencia, su capacidad de descender a grandes profundidades, su velocidad de más de cuarenta nudos, y su extraordinario sentido de la orientación, constituyen un «arma» excepcional de la que les cuesta trabajo desprenderse.

— Me resisto a creer que nadie se dedique a enseñar a un delfín a matar inocentes bañistas. ¡Sobre todo tan lejos de las costas americanas!

— El que nos atacó no era americano — intervino Claudia—. No cabe duda de que era un «mular» autóctono.

— ¿Cómo puede estar tan segura?

— Porque casi todos los que se adiestran son «mulares de Florida», mucho más pequeños y de tonalidad más clara. Éste era un mular grande, robusto y muy oscuro, típico del Mediterráneo.

— ¿Y eso qué nos aclara?

— Que era «salvaje», lo cual quiere decir que el cambio de una actitud siempre pacífica por otra violenta no se debe al hecho de que haya sido entrenado escapando posteriormente al control de sus dueños. Tiene que existir alguna otra razón.

— ¿Como cuál?

— Lo ignoro.

— ¡Pues qué bien! — se lamentó el policía—. Estamos como al principio, con la única diferencia de que ahora le tengo más miedo a los delfines que una sardina. — Se puso en pie, se aproximó al ventanal y observó el acuario y el mar del atardecer, gris y tranquilo—. ¿Se imaginan lo que significaría tener que buscar en esa inmensidad a un animal determinado? No me siento el capitán Achab, persiguiendo a Moby Dick por todos los océanos del mundo.

— Nadie se lo pide.

— Lo sé. Pero mi obligación es capturar asesinos, se escondan donde se escondan.