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— Un delfín no puede ser nunca «un asesino» — le hizo notar Max Lorenz puntilloso—. La definición exacta de «Asesino» es «Persona que mata alevosamente a otra», y un delfín no es una persona. De hecho, y debido a tal definición, el hombre excluye la posibilidad de que cualquier animal «asesine», pese a que a menudo se les acuse de hacerlo con el fin se destruirlos.

— No es cuestión de entrar ahora en discusiones semánticas — replicó Adrián Fonseca mientras se volvía y tomaba asiento en el amplio quicio de la ventana—. Es cuestión de averiguar si nos encontramos ante el caso aislado de una bestia que se mueve a todo lo largo de las costas de la isla con increíble rapidez, o existen otras más atacando a la gente.

— Puede tratarse perfectamente de una sola — argumentó Claudia convencida—. Por su velocidad y potencia, el animal que vimos es capaz de haber estado en todos los puntos en que han aparecido personas muertas, en menos de veinticuatro horas.

— ¿Era macho o hembra?

Ella rió divertida.

— Ésa es una pregunta a la que no puedo responder — especificó—. En los cetáceos, excepto entre los muy grandes, en los que el pene resulta claramente visible, tanto éste como las glándulas mamarias se encuentran ocultas en una hendidura genital idéntica en ambos sexos.

— ¿Y cómo se reconocen entre ellos?

— Supongo que de la misma forma en que yo sé que usted es un hombre pese a que lleva pantalones — fue la humorística respuesta—. El cuerpo del delfín es tan absolutamente aerodinámico, que ni siquiera se puede permitir el lujo del más mínimo saliente.

— Ahora me explico por qué nunca aprendí a nadar. — El policía guiñó un ojo—. ¡Con esta nariz! — Chasqueó la lengua—. Bromas aparte — añadió—: Si se trata de uno solo tiene que haber hecho un esfuerzo terrible para estar en todas partes, contando que a ustedes les atacó en Cabrera. ¿Tanta es su velocidad y resistencia?

— Un macho adulto puede navegar delante del barco más rápido que existe hasta aburrirse y dejarlo atrás. — Ahora era de nuevo Max Lorenz el que había tomado la palabra—. De hecho, ningún músculo, de ningún animal, sea el que sea, posee ni siquiera la mitad de la potencia de los músculos de la parte alta de la cola de un delfín. Es al contraerlos cuando hace todo el esfuerzo para avanzar, ya que los de abajo tan sólo le sirven para devolver la cola a su posición normal. Con rapidísimas contracciones, alcanza velocidades y distancias casi inimaginables incluso para una máquina. — Señaló hacia fuera—. Si se fija en Jerry comprobará que es capaz de alzar sus doscientos kilos de peso a casi seis metros de altura de un solo golpe. — Chasqueó los dedos sonoramente—. Y con el único gasto de unas cuantas sardinas. Para que le resulte más comprensible, le diré que es como si dispusiera de un motor de unos quinientos caballos de potencia.

— ¡Caray! ¡Más de dos caballos por kilo…!

— Con la ventaja de que lo mismo puede usarlos para máxima aceleración, un salto súbito, o «velocidad de crucero» de larga distancia. Todo ello con el consumo de un velomotor de bicicleta.

— Me lo están poniendo muy difícil — se lamentó el inspector Fonseca sin el más mínimo ánimo de hacer reír—. ¿Cómo pretenden que me enfrente a alguien así en su propio elemento? ¡No lo agarraría ni con un cohete en el trasero!

— Ni usted ni nadie — admitió Claudia—. Nadie que no fuera, naturalmente, otro delfín.

— ¿Qué pretende decir con eso?

— Que tal vez los nuestros podrían averiguar qué es lo que está pasando ahí abajo.

— ¿Me toma el pelo?

— ¿Por qué? Tom y Jerry están perfectamente adiestrados y podrían «echar un vistazo» e intentar descubrir algo.

César Brujas, que había preferido mantenerse al margen, limitándose a escuchar, se mostró ahora verdaderamente sorprendido.

— ¿Pretendes decir que serías capaz de permitir que tus delfines salieran a mar abierto? — inquirió.

— ¿Por qué no?

— ¿Y si se escapan?

— Nunca se escapan — fue la segura respuesta—. Con frecuencia los llevamos a dar un paseo y jamás parecen haber tenido la más mínima tentación de desertar. Somos «su familia» y la vida en libertad tan sólo les produce una cierta curiosidad que muy pronto satisfacen.

— ¡No se me habría ocurrido nunca!

— Es que no sabes nada sobre ellos. Cuando nacen entre los hombres, prefieren vivir entre los hombres, y si los echáramos de casa irían a buscar a alguien que les brindara amistad y compañía.

— Pues le juro que si me ayudan a resolver este caso, los nombro agentes de Policía honorarios y les pago un sueldo — sentenció Adrián Fonseca—. Aunque exijan caviar.

El comisario Alcántara escuchó las complejas explicaciones del inspector Adrián Fonseca sin dejar ni por un sólo instante de hurgarse la nariz con el dedo meñique de la mano izquierda, entreteniéndose luego en lanzar por la ventana las pelotillas que obtenía, deporte este en el que había ganado justa fama de experto, hasta el punto de que sus subordinados consideraban que si algún día se organizaba una olimpíada de lanzamiento de mocos, el gigantesco policía ganaría sin lugar a dudas una digna medalla.

— ¿Crees en todo eso? — inquirió al fin sin demostrar excesiva extrañeza—. ¿Pueden ser los delfines?

— ¿Qué quieres que te diga?

— Tu sincera opinión. ¿Vale la pena que te deje en el caso, o es perder el tiempo?

— Me intriga.

— ¿Pero conseguirás resultados?

— Lo dudo.

Una de las pelotillas rebotó contra el marco de la contraventana yendo a caer sobre un legajo de documentos, y el comisario Alcántara se limitó a rematarla utilizando los dedos pulgar y corazón para conseguir que trazara un amplio semicírculo y fuese a parar al patio.

— Yo también lo dudo — admitió con desgana—. Pero pronto estas playas rebosarán de turistas y la familia real ha vuelto a invitar a los príncipes de Gales. — Lanzó un silbido de admiración—. ¿Te imaginas a Lady Di, atacada por un delfín?

— Creerían que nos estamos tomando la revancha por lo de la Armada Invencible — rió Fonseca sin convicción—. Pero he estado recordando una vieja película en la que alguien utilizaba delfines para hacer volar el yate de un Presidente o algo por el estilo. — Chasqueó la lengua molesto—. Los terroristas cada día se vuelven más sofisticados, mientras que nosotros tenemos que esperar a que actúen para aprender nuevos métodos.

— El año próximo tendremos ordenadores.

— No pienso utilizarlos… — Adrián Fonseca parecía profundamente fatigado, tal vez porque tenía plena conciencia de que jamás podría triunfar en tan estúpida contienda—. ¿Qué hago? — inquirió por último—. ¿Sigo o lo dejo?

— ¿Hay algún asunto pendiente?

— Un par de violaciones.

— Andreu puede ocuparse de ellas. Le encantan las violaciones. Empiezo a creer que sueña con que le violen en un parque a medianoche… — Cesó de hurgarse la nariz, lo que en él significaba tanto como dar por concluido un tema—. Sigue con lo de los delfines — añadió—. Resultará una gilipollez, pero al menos no podrán acusarnos de incompetencia. — Rió con ironía—. ¡La eficiente Policía mallorquina sigue una pista hasta el fondo de los mares!

De regreso a casa, cosa que solía hacer a pie, pues vivía a menos de cuatro calles de distancia, y constituía un agradable paseo que le ayudaba a meditar, el inspector Adrián Fonseca trató de analizar una vez más, y con total desapasionamiento, los datos de que disponía, y llegó, como siempre, a la lógica conclusión de que se había metido en un disparatado asunto que se sentía incapaz de resolver, y que no le proporcionaría más que innumerables problemas y sinsabores.