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Él era un policía acostumbrado a perseguir criminales, y según la acertada teoría de los Lorenz, ni un delfín, ni ningún otro bicho de este mundo, podía ser considerado nunca un «criminal» a los ojos de la ley.

«El caso debería pasar a manos de los veterinarios, los perreros, o quien quiera que se ocupe de los animales que causan daño — se dijo—. Pero lo cierto es que todo este jaleo me divierte.»

En el fondo de su alma, Fonseca debía admitir que después de más de veinte años en el oficio, y cuando ya creía haberlo visto todo en este mundo, aquel caso le intrigaba como muy pocos habían conseguido hacerlo en los últimos tiempos, y le servía, además, para dejar de momento a un lado sus múltiples obsesiones.

Aunque a decir verdad, esas «múltiples» obsesiones podrían concretarse en una única palabra: Soledad.

Soledad había muerto tres años antes, y el inspector Fonseca había perdido ese mismo día a la más dulce y hermosa Soledad que jamás existiese, para ganar la más amarga y horrenda soledad que nadie conociera.

Era domingo, él se afeitaba con la puerta del baño entreabierta, y ella estaba sentada en la cama, comentando que el día invitaba a una romántica excursión a Valldemosa.

Luego quedó en silencio, y cuando su marido entró en el dormitorio la encontró sonriente y sugestiva, pero muerta.

Adrián Fonseca siempre recordaría que instintivamente miró a su alrededor buscando un alma que no podía haber tenido tiempo de abandonar una estancia en la que perduraba su perfume y aún resonaba claramente su última palabra: «Valldemosa.»

La supo muerta, pero aún la sintió allí, y sintió, tan claro como el calor del ruego o la humedad del agua, que en el momento de elevarse hacia la nada, ella sufría, no por abandonar el cuerpo tendido sobre la cama, sino por abandonar al hombre de rostro enjabonado que acababa de morir con más dolor que ella.

En cuestión de segundos, sin razón lógica alguna, sin aspavientos, llantos, ni violencias, Adrián Fonseca había pasado de ser dueño de todo a no tener de nada.

Aquel fatídico segundo tenía la obligación de ser exactamente igual a cualquier otro segundo de un tiempo supuestamente inalterable, pero no obstante, fue diferente a todos los restantes segundos de la historia, y a los ojos de Adrián Fonseca dividió esa misma historia en dos mitades que habría de llevar, por extraña ironía, un nombre idéntico: Soledad, y «soledad».

Soledad se ha marchado, llega la «soledad».

Tres años ya de regresar a una casa vacía, de cenar con desgana en la cocina, de ver una televisión mil veces vista y de pasar largas horas limpiando las palomas, hablándoles de ella y recordando los momentos felices que compartieron allá arriba en noches de verano, cuando la cercana catedral se ilumina y Palma era una fiesta de luz y de rumores.

Tres largos años ya de vivir sin aliciente, perseguir ladronzuelos, encerrar prostitutas, emboscar a «camellos» cerca de los colegios y hacer un ímprobo esfuerzo por evitar que la amargura se convirtiera en un sordo rencor que le empujara a ser injusto en su duro trabajo.

Sentado en el palomar, contempló la oscura mancha del mar en la inmensa bahía salpicada de luces amarillas, y se planteó seriamente por enésima vez, si era posible que un simpático bicho de cara de payaso y sonrisa traviesa se hubiera transformado en un ilógico «asesino».

Se inclinaba a creer a Claudia Lorenz cuando aseguraba que el delfín que le atacó era en apariencia un animal aún no «manipulado» por el hombre, pese a que admitirlo desbarataba la hipótesis de su padre de que únicamente el ser humano podía influir para que una bestia alterara hábitos de conducta que le venían dictados por sus genes.

Hubiera resultado mucho más cómodo aventurar que tal vez el agresor había escapado al control de sus dueños, pues siempre le hubiera resultado de igual modo más sencillo descubrir a esos dueños, pero el inspector Adrián Fonseca llevaba los suficientes años en el oficio como para presentir cuando un testigo decía la verdad o se equivocaba aun sin saberlo.

Para una mujer que había pasado la mayor parte de su vida entre delfines, distinguir a un «mular del Mediterráneo» de casi cuatro metros de longitud y cuatrocientos kilos de peso, de un «mular de Florida» que apenas superaba la mitad de dicha envergadura, era como para un buen jinete diferenciar un percherón de un poni, y si efectivamente nadie había conseguido amaestrar a uno de los primeros, resultaba lógico inclinarse por la versión de que el hombre nada tenía que ver — al menos de un modo consciente— con cuanto estaba ocurriendo.

¿Quién, o, mejor dicho, «qué» entonces?

Los mares morían y en especial aquel inigualable Mare Nostrum romano agonizaba a ojos vista por culpa de los millones de detritus que la «civilización» del siglo XX vomitaba en sus orillas, y tal vez había que buscar en tanta mierda como contaminaba playas y bahías una respuesta válida a tan brutal cambio genético.

Se preguntó cuántas plantas nucleares estarían dejando escapar en esos momentos residuos radiactivos a todo lo largo de las costas de una docena de países ribereños, y en qué forma esa radiactividad, capaz de producir increíbles malformaciones y cánceres irreversibles en los mamíferos terrestres, estaba en condiciones de alterar el delicado equilibrio de un cetáceo.

En los últimos días Adrián Fonseca había aprendido más sobre los mares de cuanto hubiera sabido de ellos a todo lo largo de su vida, y no podía por menos que impresionarse ante el desorbitado cúmulo de desconocimientos que tanto él como la mayoría de los seres humanos poseían sobre lo que constituía la parte más importante del planeta.

Incluso las grandes ciudades costeras vivían de espaldas al mar, y se daba el caso de puertos en los que sus habitantes no podían contemplarlo más que a través de las sucias y contaminadas aguas de una dársena mugrienta.

¡Y existían tantas maravillas y enigmas sorprendentes más allá de la azul y monótona superficie de esas aguas!

De entre las muchas que los Lorenz — padre e hija— habían ido desvelándole, le impresionaba especialmente una que demostraba hasta qué punto el ser humano era capaz de romper estúpidamente el delicado equilibrio ecológico poniendo en peligro con ello su propia existencia.

Según Max Lorenz, veinte años atrás, las estrellas de mar del Pacífico comenzaron a reproducirse en tan desproporcionada escala que muy pronto iniciaron una masiva destrucción de los arrecifes coralinos que circundaban las islas del Sur.

Dichas estrellas de mar se alimentaban al parecer de pólipos del coral, y en unas cuantas horas podían destruir arrecifes que habían tardado medio siglo en formarse, y que una vez muertos y concluido por tanto su lento proceso de crecimiento, se partían cayendo al fondo, y dejando las islas desprotegidas contra los embates del océano.

La inusitada invasión de estrellas puso en peligro infinidad de pueblos, y si se les permitía continuar reproduciéndose corría serio peligro el futuro mismo de la Micronesia, por lo que científicos de todas las nacionalidades, incluido el propio Lorenz, acudieron a estudiar el extraño fenómeno, llegando a la conclusión de que la súbita eclosión de vida se debía a que los buceadores habían arrancado más de cien mil tritones, un hermoso molusco usado como adorno o pila bautismal, y cuya principal fuente de alimentación lo constituían precisamente las estrellas de mar.

Se había roto por tanto la cadena ecológica y para recomponerla se enviaron docenas de submarinistas que se dedicaron a cortar en dos pedazos a los miembros de las «columnas invasoras» que avanzaban como un disciplinado y arrasador ejército sobre los arrecifes.