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Pero el terrorífico resultado fue que, en cuanto los submarinistas se marcharon, cada una de las partes en que se había dividido cada estrella de mar se convirtió en otra nueva, duplicando su número y causando el pánico entre los espantados aborígenes que veían cómo su viejo mundo se desmoronaba.

Hubo de recurrirse por último al poco ortodoxo sistema de inyectar una pequeña dosis de aldehído fórmico a cada una de las indestructibles invasoras.

¿Cuántas veces cometería el hombre idénticos errores, y cuándo aprendería que el Universo es como un inmenso acueducto romano en el que la falta de una piedra provoca que todo se derrumbe?

Tal vez fuera la contaminación radiactiva, los residuos de petróleo, o los venenos que algunas fábricas de pesticidas lanzaban al mar, lo que había alterado la mente de los pacíficos delfines, o tal vez la ingestión de peces con una excesiva concentración de cobre, plomo, mercurio o cualquier otra sustancia fuertemente tóxica.

— «Sigo opinando que ésta no es ya labor de un policía — masculló para sus adentros—. Y menos aún de uno tan lerdo en estos temas como yo.»

Pero tenía conciencia de que nada le desagradaría más que el hecho de que le apartaran del caso, pese a que abrigara el secreto temor de que su falta de preparación adecuada pudiera repercutir negativamente en el resultado de las investigaciones.

La sola idea de que por su evidente incapacidad provocara retrasos que acarrearan nuevas muertes le desvelaba, y siendo como era desde hacía tres años un hombre habituado a dormir poco, dejó que transcurrieran las horas alternando largos períodos de depresión en los que la sensación de soledad se tornaba angustiosa, con otros de inexplicable excitación ante la complejidad del problema que pretendía resolver.

«Lo que está claro — concluyó en el momento de irse a la cama— es que se trata del «criminal» más escurridizo a que me haya enfrentado nunca.»

El sudoroso hombretón, mugriento, desaliñado y fofo que contemplaba la televisión despatarrado en un desvencijado camastro, tenía el aspecto más desagradable y repulsivo que cupiera imaginar, y por si no le bastara con las escasas gracias con que le había dotado la Naturaleza, aumentaba su ya de por sí repelente presencia con la emisión de una ininterrumpida ristra de sonoros y apestosos eructos provocados sin duda por la ingente cantidad de fuerte cerveza barata que ingería en todo momento.

La estancia, sin más ventilación que un alto y minúsculo ventanuco enrejado y en la que se encontraba encerrado al parecer a cal y canto, no le iba a la zaga en cuanto se refería a hedor y podredumbre, sin otro mobiliario aparte del televisor y el camastro, que una mesa, una silla, un diminuto lavabo y un retrete.

Y como adorno, pósteres de mujeres desnudas y media docena de fotos pornográficas.

Lucas Barrientes tenía los ojos tristes, de párpados caídos, la boca, de tan carnosa y húmeda, babosa, y la incipiente barba ya entrecana, coronada por un poblado bigote sucio de nicotina.

Y además debía tener pulgas, piojos, ladillas, chinches o cualquier otro tipo de bichos agresivos que le obligaban a rascarse de continuo, pese a lo cual no apartaba ni un instante la vista de una pantalla en la que unos supuestos millonarios californianos libraban una eterna batalla de intrigas y ambiciones.

El reiterativo capítulo de la interminable teleserie estaba al parecer en un momento álgido cuando se escuchó el rumor de una llave al girar en la cerradura, el correr de un cerrojo y el chirrido de la pesada puerta al girar sobre sus goznes, por lo que Lucas Barrientes ni siquiera se volvió a observar a quien entraba, y tan sólo alzó el rostro cuando una voz en exceso amistosa comentó roncamente:

— ¿Qué nueva cabronada está preparando la vieja Ángela Chaning?

— ¡Carajo, Bocanegra! — fue la inmediata respuesta del gordinflón que se puso pesadamente en pie alargándole los brazos—. ¡Ya era hora! Creí que no volverías nunca.

El recién llegado, un hombrecillo enjuto de rostro aceitunado, nariz aguileña y ojos de mosca que parecían estar atentos a cuanto sucedía incluso a sus espaldas, extendió las manos con las palmas por delante como para prevenir el abrazo del otro, al tiempo que replicaba con ironía.

— ¡No me brindes, hermano! Que con la peste que echas a cerveza tumbas a un mulo. — Tomó asiento en la silla no sin cierto temor por la integridad de su flamante traje de alpaca gris, y añadió con desgana—: Estuve fuera; arreglando los últimos detalles. — Hizo un gesto para que le acercara el rostro, y estudiando la piel bajo la sucia barba a la altura de las quijadas, señaló satisfecho—: Ahora podrás pasar ante los policías sin que nadie pueda reconocer al temido Lucas Barrientos. ¡Valió la pena!

— ¡Tal vez! — admitió el hediondo hombretón en tono quejumbroso—. Pero dos meses aquí encerrado manda cojones.

— ¿Y qué cono querías? — fue la agresiva respuesta—. ¿Que esos mierdas de ahí fuera te vieran la cara y más tarde pudieran reconocerte? — Negó convencido—. Son muy capaces de defenderte a sangre y fuego un día y venderte por cien «pavos» al siguiente.

— Algunos son de confianza — aventuró sin convicción el otro—. Solana y el Milmuertes…

— ¡Escoria pura! Y al Solana se lo «picaron» el jueves.

— ¡Vaina! ¿Y eso?

— Se «cogió» a Jacinta, la novia del Negro Pastaza, que le metió el cañón de la «repetidora» por el culo y le dio gusto al gatillo. Los sesos aún le cuelgan del techo.

— ¡Lindo! ¿Y ella?

— Lo mismo pero en la boca. Jacinta siempre fue una «comevergas».

— ¡Eso es muy cierto! Carajo que veía, carajo que se jalaba. — Se rascó groseramente la entrepierna—. ¡Pero era lista la puta! ¿Te contó alguna vez su versión de por qué expulsaron a Adán y Eva del Paraíso?

— No, que yo recuerde.

— Según ella, Adán y Eva eran dos tipos que vivían en un lugar maravilloso en compañía de más gente. Todos andaban desnudos y sin vergüenza alguna, porque se limitaban a follar como los perros. Pero un buen día a la tal Eva se le metió en la cabeza «chupársela» al bueno de Adán, que se lo pasó «a lo grande». Aquello provocó una especie de revolución local porque con la «mamada» la tribu acababa de descubrir el «pecado» y el más «carca», un tal Gabriel, los expulsó del lugar condenándolos a vagar por el desierto. A partir de ese día los hombres tuvieron que taparse el carajo por vergüenza, o para evitar que otras mujeres tuviesen la misma ocurrencia.

— ¡Cosas de la Jacinta, pero no es mala la explicación!

— A mí me convenció. Jacinta aseguraba que con el paso del tiempo la historia se fue suavizando y se dijo que el carajo había sido una serpiente que tenía en la boca una manzana, que no era otra cosa en realidad que la punta de una gran verga, que tiene esa apariencia. Y que el «comemierda» del tal Gabriel era un arcángel enviado por Dios, cuando en realidad lo enviaron las viejas del lugar.

— ¡Curioso! Y más lógico que lo que me enseñaron en la escuela.

— Me caía bien la Jacinta. ¡Lástima que se le atragantara su última «chupada»!

— ¡La vida…! — se limitó a exclamar Guzmán Bocanegra en tono fatalista—. Y ahora vamos arriba. Tienes que darte un buen baño y ponerte ropa limpia. Ya eres otra persona.

— ¿Cuándo podré verme la cara?

— Cuando estés limpio. Tal como estás, te morirías del susto.

— ¿Y los de fuera?

— Los mandé al jardín de atrás… — Se puso en pie encaminándose a la puerta—. ¡Tranquilo! — añadió—. Nadie va a verte la cara hasta que estés lejos de aquí.

Abandonó la estancia, se cercioró de que no había nadie por los alrededores, e hizo un inequívoco ademán al hediondo para que le siguiese, precediéndole con rapidez por un largo pasillo, para abrir otra puerta yendo a desembocar a un lujoso salón y de allí a un recargado dormitorio decorado en verde y negro.