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Se encaminaron directamente al cuarto de baño, cuyo espejo aparecía cubierto con una toalla gris, y Guzmán Bocanegra empujó sin miramientos a Lucas Barrientes a la ducha, al tiempo que señalaba una cesta de mimbre.

— Tira ahí toda esa mierda y restriégate hasta el alma.

El otro obedeció evidenciando su desgana, y mientras se esforzaba por arrancarse de la piel la mugre de semanas, Bocanegra extrajo de los armarios un inmaculado traje de hilo italiano.

Quince minutos después el apestoso cerdo se había convertido en un elegante puerco perfumado, y, únicamente entonces, su anfitrión se apartó un par de metros indicándole que se colocase delante del espejo.

— Procura no impresionarte — le aconsejó—. Recuerda que el rostro que vas a ver no tiene nada en común con el tuyo.

Lucas Barrientes respiró como si se dispusiera a lanzarse de cabeza al agua, y por último alargó la mano y apartó de un brusco gesto la toalla.

Su expresión fue de estupor, desconcierto y por último un incontrolable horror fuera de toda lógica.

— ¿Pero qué es esto? — exclamó histéricamente—. ¿Qué significa? ¿Por qué han tenido que ponerme esta cara? ¿Por qué «precisamente» ésta?

Se volvió atemorizado a Guzmán Bocanegra, pero por toda respuesta recibió tres certeros balazos que le precipitaron al interior de la bañera.

Quedó allí, agonizando con un estertor ansioso y una loca mirada de terror e impotencia, y mientras exhalaba el último suspiro, su asesino desenroscó el silenciador de la pistola, limpió con la toalla la culata y se la arrojó con desprecio sobre el pecho.

— Siempre fuiste un pendejo, Lucas — masculló desabrido—. ¡Un jodido pendejo!

Luego regresó calmosamente al dormitorio, descolgó el teléfono, marcó un número y cuando respondieron al otro lado, se colocó el dedo índice entre los dientes y comentó distorsionando mucho la voz:

— ¿Barrantes…? Pablo Roldan Santana está oculto en el número seis de la Avenida de las Acacias, en la «Urbanización Caribe Azul». Ándese con ojo porque se encuentra muy bien protegido. Mi identidad no viene al caso, pero reclamaré la recompensa a nombre de el Pastueño. ¡Recuérdelo: el Pastueño*.

Colgó y abandonó la estancia con la naturalidad de quien acaba de hacer pis, y lavarse las manos, para cruzar el salón, encaminarse al jardín posterior en el que ocho hombres fuertemente armados jugaban a las cartas, y ordenar secamente:

— ¡Que nadie entre en la casa! ¡Y mañana nos largamos!

— ¿Adonde jefe?

— No es tu problema, pero alegra esa cara: os habéis merecido un buen descanso.

— ¿Miami?

— ¡Quién sabe! — sonrió enigmáticamente—. ¡Y ojo al parche!

Se despidió con un leve ademán de la mano, y cruzando un pequeño bosquecillo de araguaneys abandonó la casa por la escondida puerta que daba a un callejón largo y estrecho.

Cinco minutos después había subido a un oscuro automóvil europeo en el que se alejaba hacia los altos edificios de la populosa ciudad que se distinguía a unos tres kilómetros de distancia.

Cerrada ya la noche, sigilosas sombras comenzaron a deslizarse por el final de la calle, y aunque en un principio no resultaba posible distinguirlas con claridad, al poco quedó evidente que se trataba de un nutrido grupo de soldados con uniforme de campaña, que se movían, como si se encontraran en plena guerra, en dirección al número seis de la Avenida de las Acacias.

Cuando no les cupo duda de que todo se hallaba bajo su control y nadie conseguiría escapar del cerco que iban estrechando, un coronel de expresión severa y concentrada hizo una leve señal a su ayudante, éste murmuró algo por un radioteléfono y en ambas esquinas de la calle hicieron su aparición sendas tanquetas que enfilaron sus cañones hacia la fachada de la casa.

Uno de los sargentos, de rostro tiznado de negro y agilísimos gestos, se alzó sobre la espalda de su más cercano compañero, trepó a un copudo árbol, y utilizando unos prismáticos de rayos infrarrojos espió detenidamente el jardín delantero. Al fin susurró nervioso:

— Comunica al coronel que la información parece correcta. Distingo al menos cuatro hombres armados.

Minutos después, emplazadas todas sus fuerzas, el coronel ordenó de nuevo a su ayudante:

— Corra la voz de que atacaremos en treinta segundos… — Hizo una corta pausa—. Y no quiero supervivientes.

El aludido desapareció al instante, y tras observar con serenidad su cronómetro, el coronel musitó por radio:

— Carro siete, la puerta. Carro doce, el muro. ¿Preparados? — Aspiró profundamente—. ¡Fuego!

Los cañones tronaron al unísono, la puerta saltó en pedazos, el muro se derrumbó con estrépito y al instante las tropas se lanzaron al asalto, con lo que se entabló una sangrienta refriega en plena noche, ya que los defensores de la casa parecieron comprender desde el primer momento que no recibirían cuartel, por lo que decidieron vender lo más caras posibles sus ya perdidas vidas.

Bombas de mano, ráfagas de ametralladora, aullidos, insultos, órdenes… toda la violencia se entremezcló en un maremágnum indescriptible que concluyó de improviso dejando paso a un silencio de muerte.

Media hora más tarde una docena de cadáveres aparecían alineados en la acera, iluminados por potentes reflectores, y mientras periodistas y curiosos se mantenían más allá del férreo cordón de seguridad, el coronel y sus oficiales pasaron revista a los difuntos, para ir a detenerse ante el ensangrentado cuerpo de Lucas Barrientos.

— ¡Aquí está! — exclamó alborozado un joven teniente—. Es Roldan Santana, no cabe duda.

El adusto coronel se lo tomó con calma, clavó la rodilla en tierra, giró el rostro del muerto, lo examinó en todos sus detalles, y por último ordenó a su ayudante:

— Póngame con el Presidente. — Se alzó muy despacio sin apartar los ojos del muerto—. Éste es un gran día en la historia de Colombia.

Tom y Jerry jugueteaban ante la proa saltando con enloquecidas cabriolas como niños que hubiesen hecho novillos en día de exámenes, chillando y retozando para sumergirse como un plomo y surgir de improviso de entre la blanca espuma de la estela trazando una nueva pirueta aún más inconcebible.

Era como una orgía de mar, sol y risas: orgía que César Brujas compartía con los Lorenz, pues éstos parecían disfrutar tanto o más que los delfines con su prodigioso día de libertad y asueto, felices al comprobar que pese a que los hermosos animales dispusiesen de todas las oportunidades para perderse en la inmensidad del mar para no volver nunca, preferían no apartarse de su lado, como perros falderos incapaces de comprender la existencia sin el afecto de sus dueños.

Y observándoles, tan inofensivos e inocentes; tan mansos y obedientes; tan «payasos», resultaba de todo punto imposible imaginar que allá abajo, en aquel mismo mar, no demasiado lejos de donde ahora se encontraban, algunos de sus congéneres pudieran haberse convertido en bestias agresivas.

Pero así era, allí estaban, y había que encontrarlos.

Fondearon en esta ocasión al norte de Cabrera, en el ancho canal que la separa de Conejera, no lejos de los altos farallones de «La Redonda», punto de paso obligado según Lorenz de todos los delfines de la zona.

Lanzaron al fondo largos cables de los que pendían micrófonos de gran sensibilidad, conectaron un altavoz dejando preparado el grabador, y Claudia ordenó a Tom y Jerry que se alejaran en busca de sus «amigos».