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Los delfines tardaron en comprender qué era lo que se pretendía de ellos, pero al advertir que en apariencia la intención de sus «amos» era permanecer en aquel punto un largo rato, se sumergieron al unísono perdiéndose de vista de inmediato.

— Dudo que sirva de algo — comentó César Brujas convencido—. Pero menos es nada.

— Si hay delfines por los alrededores, darán con ellos. — Fue la inmediata respuesta de Claudia—. Veremos lo que ocurre.

No ocurrió nada durante más de una hora. Comieron, se bañaron sin alejarse de la lancha, charlaron de mil cosas y por último Max Lorenz se extendió en una larga disertación sobre el pasado y el futuro de los mares.

— En el setenta y cinco — comenzó—, asistí en Caracas a la primera «Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Mar», y ya entonces pude darme cuenta de que la mayoría de las grandes potencias no tenían la menor intención de defender esos «derechos», y tan sólo les preocupaban sus propios «intereses» en la ejecución de tales derechos.

— ¿Qué clase de intereses?

— Los que se refieren a la explotación de las riquezas de los océanos, una vez se haya agotado en ellos toda forma de vida, cosa que al paso que llevamos no tardará en acontecer. Cada año extraemos del mar miles de toneladas de pescado, de las cuales más de la mitad se convierten en harinas para piensos, pero aun así los océanos no nos proporcionan ni siquiera un dos por ciento de las proteínas que consumimos, y no somos capaces de obtener ni siquiera el tres por mil de lo que podrían ofrecernos sin esquilmarlos. Curiosamente, seremos capaces de agotarlos sin haberlo aprovechado mínimamente, y en eso nuestra especie demuestra ser mucho más bestia que la más inconsciente de las bestias.

— ¿Y qué otra cosa piensan obtener cuando el mar haya muerto?

— Lo mismo que obtienen de las tierras arrasadas: minerales. Aparte del petróleo, del que pronto se extraerá más de las plataformas continentales que de la propia tierra firme, el fondo de los grandes océanos aparece plagado de «nódulos» del tamaño de una patata, compuestos por un diente de tiburón o un hueso de ballena, alrededor del cual se ha ido solidificando hierro, cobalto, níquel, cobre o manganeso. Fortunas del orden de seis millones de dólares por kilómetro cuadrado aguardan a quienes sean capaces de extraerlas a más de cinco mil metros de profundidad, y como únicamente las grandes potencias industriales poseen la técnica necesaria para trabajar allí, serán los países ricos los que como siempre se enriquezcan más aún a costa de algo que «teóricamente» pertenece a todos. Cuando los «pobres» pretendan compartirlo ya no quedará nada.

— En buena lógica no se puede culpar a los «ricos» de que los «pobres» estén técnicamente más atrasados y obligarse a renunciar por ello a tal riqueza — le hizo notar César Brujas.

— En «buena lógica», no, desde luego, a no ser que tengamos en cuenta que ese atraso ha sido la mayoría de las veces propiciado. Y debemos tener en cuenta, también, que son los «ricos» con sus residuos industriales y su desorbitada ambición, los que están aniquilando la vida marina. Son las poderosas flotas japonesas, y no los sencillos pescadores de Guinea, los que esquilman los océanos.

— ¿Y cómo evitarlo?

— Algunos propusimos repartir ese océano, asignándole a cada cual una parcela, para que la explote cuanto pueda, pero «los ricos» se opusieron. Para eso es para lo único que les interesa recordar la «Ley de Grotius».

— ¿De quién?

— De Hugo Grotius, un jurista que en el 1600 estableció que «el océano es común a todos porque es tan ilimitado que nunca podrá ser medido ni cercado».

— Parte de razón tenía.

— Sólo parte, dado que ya la inmensa mayoría de los países han ampliado los límites de sus costas a doscientas millas, lo que ha dado pie a infinitos problemas. El día que esos límites se aumenten…

Se interrumpió, puesto que a través del altavoz llegaba un leve sonido metálico, como si dos hierros golpeasen entre sí con una cierta cadencia, pero tan lejanos y casi imperceptibles, que costaba trabajo averiguar si se trataba de una señal preconcebida o de un simple tintineo casual que tuviese lugar en el fondo del mar.

— ¿Qué es eso? — quiso saber Claudia de inmediato.

Su padre le hizo un significativo gesto para que guardara silencio, puso la grabadora en marcha, y aguzó el oído ampliando al máximo el volumen.

— Me recuerda algo — señaló por último.

— Es como si alguien se entretuviera en martillear cerca del agua.

César tomó los prismáticos observando detenidamente las costas de Cabrera para acabar negando semejante posibilidad.

— No se distingue a nadie.

— Tal vez sea la cadena del ancla — aventuró la muchacha, pero su padre lo rechazó de plano.

— Viene de muy lejos — dijo—. De cuatro o cinco millas por lo menos, y se repite siempre en la misma cadencia. Un ancla no haría eso.

— ¡Qué extraño!

Un agudo chillido que surgió del altavoz, superponiéndose al metálico golpeteo, les obligó a dar un respingo, al tiempo que Claudia exclamaba alarmada:

— ¡Ése es Jerry! ¿Qué le ocurre?

— Parece asustado — señaló inquieto su padre—. ¡Escucha! ¡Ahí está Tora!

Se percibió, clarísimo, un nuevo grito, y a continuación otros varios en confuso tropel; una algarabía tal y de tal intensidad, que a punto estuvo de romperles los tímpanos, por lo que Max Lorenz se apresuró a reducir el volumen del sonido, al tiempo que exclamaba:

— ¡Parece un manicomio!

— ¿Son delfines? — quiso saber César Brujas.

— Naturalmente, pero muy excitados. Nunca les había oído chillar de esa manera.

— ¡Ahí vienen! — indicó su hija señalando un punto al sur de Isla Redonda—. ¡Por allí!

Prestaron atención y pronto pudieron distinguir las inconfundibles siluetas de Tom y Jerry que nadaban velozmente en dirección a la lancha, seguidos muy de cerca por seis o siete delfines más oscuros y de mayor tamaño.

— ¡Santo cielo! — se alarmó el austriaco—. Son «mulares» y les están atacando. ¡Pon los motores en marcha! — ordenó al tiempo que arrancaba de cuajo los cables de los micrófonos lanzándolos al agua—. ¡César, corta el cabo del ancla!

Obedecieron, casi cayéndose de espaldas cuando la lancha dio un salto hacia delante lanzada a la máxima potencia, y comenzaron a deslizarse rápidamente sobre las quietas aguas cuando ya Tom y Jerry estaban a punto de alcanzarles.

Max Lorenz dio muestras de una notable capacidad de reacción haciéndose cargo de inmediato del difícil problema que se le planteaba a sus pupilos, por lo que buscó a su alrededor hasta encontrar la lona del toldo, extendiéndola rápidamente a todo lo ancho de la «bañera» posterior de la embarcación.

— A media marcha, Claudia… ¡Y llámalos! — Señaló luego el otro extremo de la lona—. Tú agarra ahí.

César obedeció, y entre ambos la tensaron mientras Claudia silbaba a los delfines que nadaban velozmente seguidos por lo que parecía ser ahora una rabiosa manada de lobos furiosos.

— Cuando estén junto a nosotros aceleras lentamente y que salten. ¿Me oyes? ¡Que salten!

Aguardaron unos instantes hasta que el primer delfín se colocó justo a la altura de la aleta de estribor, y en ese momento Claudia hizo un significativo gesto con la mano al tiempo que gritaba.

— ¡Salta, Jerry! ¡Salta…! ¡Alehop!

Dio una rápida palmada como si se encontrara en plena exhibición en el Acuario. El bien amaestrado animal surgió del agua como una flecha, y con una elegancia y una belleza inigualables fue a caer con matemática precisión sobre la lona que los dos hombres sostenían.