— ¡Déjalo sobre el sillón! — ordenó sin perder la calma Max Lorenz—. Ahora el otro, hija… ¡Aprisa!
Se repitió la escena, calcada de la anterior, y cuando ambos animales se encontraron a salvo chillando y temblando presas sin duda de un pánico invencible, el científico se apoderó del respaldo de un asiento, colocándolo de tal forma que el chorro de agua que pasaba veloz justo a la borda se desviaba empapándolos.
— ¡Aguanta aquí, César! — pidió—. Tienen que estar húmedos… — Alzó el rostro hacia su hija—. ¡Acelera, Claudia! — gritó—. ¡A casa!
Miriam Collingwood no quiso saber nada más sobre delfines asesinos y misteriosas muertes bajo el radiante sol mediterráneo, por lo que decidió regresar a las brumas de su Londres natal, donde los criminales tenían el buen gusto de mantenerse dentro de los cánones marcados por un Jack el Destripador, que realizaba sus fechorías a horas nocturnas, en plena niebla, y con un arma tan tradicional y lógica como un simple cuchillo de cocina.
A decir verdad, podría creerse que la frágil chiquilla de ojos asustados que tanta entereza demostrara el trágico día de la muerte de su novio, había agotado en aquella ocasión toda su capacidad de reacción, puesto que a partir de ese momento se había ido apagando como si tan sólo el paso del tiempo, y la vuelta a la normalidad, le permitiese comprender que el muchacho al que tanto amaba había desaparecido de su vida para siempre.
El verdadero dolor de una herida muy profunda llega cuando se enfría, y, de igual modo, para la desorientada inglesita el sufrimiento comenzó a volverse insoportable a partir de la mañana en que sonó el despertador y no tuvo razón alguna para levantarse a preparar un desayuno que nadie tenía que consumir rápidamente para encaminarse al trabajo.
La isla donde tan feliz había sido comenzó a hacérsele odiosa; el mar en cuyos fondos se entregara con increíble pasión se le antojó una fría mortaja, y el mundo submarino que llegó a obsesionarle, un lugar hostil cuyo sólo recuerdo le estremecía.
Malvendió por tanto lo poco que poseía, le envió a César, en una caja, los escasos objetos de su hermano a los que no se sentía unida sentimentalmente, preparó las maletas, y telefoneó a sus padres para que fueran a esperarla al aeropuerto.
Estaba poniendo punto final al más hermoso capítulo de su existencia, y lo sabía.
Por su parte, César Brujas ni siquiera se esforzó en tratar de hacer que se quedara, consciente de que aquél era un lugar en el que la delicada criatura ya nunca encontraría la paz que tanto estaba necesitando.
Eso no evitó, sin embargo, que en el momento de decirle adiós se sintiera afectado, hasta el punto de que Claudia Lorenz, que había insistido en acompañarles al aeropuerto, tuviera que inquirir desconcertada:
— ¿Tanto te apena que se marche?
— Es como si me arrebataran lo único que me quedaba de mi hermano — admitió él—. Estaba tan acostumbrado a verlos juntos, que los consideraba ya como una sola persona.
— Pero son dos.
— Sí. Son dos, aunque siempre imaginé que acabarían casándose, me darían hijos y continuarían siendo mi familia. — Hizo un gesto que pretendía mostrar la magnitud de su impotencia—. Ahora ella se vuelve a Londres y él está muerto… ¿De quién voy a preocuparme?
— Entiendo que debe ser terrible quedarse completamente solo.
— ¡No imaginas hasta qué punto! La auténtica soledad no estriba tanto en no tener quien te cuide, como en no tener a quien cuidar.
— Eso suena bonito.
— No lo he dicho para que suene bonito, sino por pura lógica — replicó César desabridamente—. Si dispones de medios económicos, siempre puedes pagar a alguien para que te atienda en los momentos difíciles. Pero querer a alguien no se compra con nada.
Habían abandonado ya el edificio de la terminal y se disponían a subir a un pequeño automóvil deportivo, pero Claudia se detuvo con la mano en el tirador de la puerta observándole sin ocultar su desconcierto.
— Lo dices como si nunca fueras a formar tu propia familia.
— Acabo de perderla.
— Pero aún eres joven. Y muy atractivo. Pronto encontrarás una mujer que te dé tus propios hijos.
Él, que había tomado asiento frente al volante, permaneció muy quieto, aguardando a que se acomodara a su vez, y por último, sin dejar de mirar al frente, señaló con un notable esfuerzo:
— Yo no puedo tener hijos. No es que sea impotente; únicamente estéril, y aunque lo tengo perfectamente asumido y superado, resulta muy difícil que una chica lo asuma de igual modo.
— Eso es una tontería.
— No. No lo es. He convivido con tres, y al final la cosa acabó en nada.
— No todas las mujeres quieren tener hijos.
— Las que pretenden formar una familia, sí. — Arrancó muy despacio tomando el camino de regreso a la ciudad—. Las otras suelen ser aves de paso que al final tan sólo te dejan un amargo sabor de boca.
Durante un par de kilómetros ella guardó silencio, y tan sólo cuando un enorme avión — tal vez aquel en que viajaba Miriam— hubo cruzado sobre sus cabezas con un sonoro estruendo, inquirió sin demasiado convencimiento.
— ¿No se te ha ocurrido adoptar un niño?
— Con frecuencia — admitió él con naturalidad—. Pero a nadie le apetece embarcarse en la aventura de un matrimonio con el handicap de empezar teniendo que adoptar hijos ajenos.
— Yo no estaría tan segura.
— Porque no te has enfrentado al problema como yo — le hizo notar—. En los tiempos que corren, con la libertad sexual y económica de que disfrutan, cuando una mujer decide casarse, es porque desea tener sus propios hijos. — Se encogió de hombros como si comprendiera que resultaba lógico—. De otro modo prefiere un breve romance sin consecuencias. — Rió con una cierta amargura—. Y para eso yo estoy mandado hacer; conmigo la cosa nunca tiene «consecuencias».
— No hablas como si efectivamente lo tuvieses «asumido y superado».
— Será porque tratarlo con una mujer atractiva se me hace «muy cuesta arriba», tras haber sufrido tantas desilusiones. — Se habían detenido ante un semáforo en rojo, y se volvió a mirarla abiertamente—. Yo tuve una infancia feliz, con unos padres maravillosos que por desgracia murieron demasiado jóvenes, y siempre me quedó ese vacío y esa necesidad de recomponer una familia tan perfecta. Otros ambicionan dinero, fama o poder político… — Abrió las manos con un claro gesto fatalista—. Yo tan sólo enseñar a mis hijos lo que mi padre me enseñó, llevarles a pescar, descubrirles el placer del buceo, ir con ellos al circo, o contarles La isla del tesoro… ¡Y resulta tan difícil!
— Volver a la infancia siempre ha resultado muy difícil, y en el fondo eso es lo que estás pretendiendo — le hizo notar Claudia Lorenz con naturalidad—. Todos quisiéramos volver atrás de alguna forma, y nadie lo ha conseguido nunca. — Hizo un gesto para que arrancara de nuevo, puesto que el semáforo había cambiado, y añadió—: Mi consejo es que aceptes que ya eres un adulto sin opción al retorno, busques una buena mujer, te cases, y el día de mañana le cuentes tus problemas. Si te quiere de veras conseguiréis superarlos.
— Eso no sería justo. Ni honrado.
— La felicidad no se basa siempre en cosas justas… — Rió levemente—.Ni honradas.
— Pero una familia edificada sobre bases de ocultación y falsedad estaría siempre condenada al fracaso, ¿no crees?
— Lo que en verdad creo es que eres uno de los tipos más extraños que conozco — replicó ella cambiando levemente el tono de voz—. Te preocupas por cosas a las que la mayoría de los hombres no le dedicarían un solo pensamiento, y en todo el tiempo que hemos pasado juntos no me has contado nada de ti.