Un silencioso individuo, que había permanecido indolentemente apoyado en el quicio de la puerta, chupando y rechupando un manoseado cigarrillo de plástico, y al que al parecer no le importaba ni poco ni mucho lo que pudiera haber ocurrido a cuarenta metros de profundidad, ya que sin duda eso quedaba fuera de su jurisdicción, pareció hacer un inaudito esfuerzo por demostrar un interés que no sentía, y señalar:
— Tal vez el miedo le bloqueó.
— ¿Miedo a qué? — quiso saber César Brujas evidentemente molesto—. Mi hermano buceaba desde los catorce años y jamás tuvo miedo.
— Pudo ver algo…
— ¿Como qué? En esas aguas no hay más que meros, abadejos, morenas y algún pulpo. Las conozco bien.
— ¿Tiburones?
— Ninguno que se recuerde… Y tampoco les temía a los tiburones. Pescó ocho el año pasado en el Caribe.
— ¡Bien…! — El forense pareció querer mediar para que la inútil charla no siguiese adelante, y sin dirigirse directamente a nadie, como procurando no ofender, añadió—: Estoy convencido de que tampoco fue el miedo lo que provocó este desgraciado accidente, y por ello creo que lo mejor que pueden hacer es dejarme trabajar y permitir que saque mis propias conclusiones. Por desgracia, lo que yo no consiga descubrir sobre este caso nadie más lo va a averiguar.
Ya en la calle, y cuando César Brujas se disponía a introducirse en el taxi que había dejado esperándole a la puerta del «Depósito», el individuo mordisqueó una vez más el destrozado pedazo de plástico, y, sujetándole suavemente por el brazo, señaló en tono conciliador:
— Siento haberle molestado, pero es que ese ambiente y ese hombre me irritan… — Chasqueó la lengua con gesto pesaroso—. Entiendo lo que debe sentir en estos momentos, y me gustaría ayudarle, pero, por desgracia, ante una tragedia semejante poco se puede hacer.
— Nada, créame — fue la dolida respuesta—. Cuando se pierde a un hermano de veintitrés años, no se puede hacer nada. Quizás únicamente blasfemar.
— ¿Tiene más hermanos?
— No.
— ¿Lo saben ya sus padres?
— Murieron.
— ¡¡Dios…!!
— ¿Dios? ¿Qué Dios, inspector? — El tono de voz de César Brujas era francamente agresivo—. Si en verdad existiese un Dios, jamás permitiría que una de las criaturas más maravillosas que consiguió crear acabase de este modo, cuando hay tanto hijo de puta suelto por ahí… ¡No me hable de Dios en un momento como éste, por favor!
Subió al taxi, cerró la puerta y ni siquiera dedicó una última mirada al desconcertado policía que había quedado inmóvil como una estatua de piedra bajo el tórrido calor del mediodía.
No volvió a pensar en él durante el largo trayecto hasta el pequeño apartamento de su hermano. No pudo pensar en nada que no fuese el hecho de que su vida había quedado totalmente vacía de sentido, pues aquel que la llenaba, y por quien tanto había luchado durante tantos años, yacía ahora sobre una fría mesa de mármol, impotente ante cuanto quisiera hacer con él un repugnante hombrecillo sudoroso para el que los seres humanos no eran ya más que pedazos de carne o vísceras que tirar en un cubo.
A través del espejo, el chofer le observaba llorar sin un lamento.
Ni siquiera se molestó en disimular o secarse las lágrimas.
Ningún alivio sentía, ni disminuía en un ápice el dolor que le abrasaba las entrañas, pero al menos las lágrimas ahogaban la ira y la impotencia que se habían apoderado de su alma, e incluso aquel confuso sentimiento de culpabilidad que pugnaba por aflorar, aun a sabiendas de que ninguna responsabilidad tenía en lo ocurrido.
Cierto que era él quien le había iniciado en el hermoso deporte del buceo, y era él quien le había enseñado a amar la indescriptible sensación de volar sobre un fondo de corales observando la vida de los peces, pero cierto era también que le había enseñado cuanto sabía — que era mucho— y le había inculcado el hábito de ser siempre prudente, consciente de que el mar puede llegar a ser al propio tiempo el mejor aliado del hombre y el más despiadado de todos sus enemigos.
— Recuerda — le decía siempre— que cuando creas tenerlo todo bajo control, puede ocurrir lo más inesperado. Tú sabes — añadió en una ocasión— que las grandes «mantas-diablo» son totalmente inofensivas, puesto que pese a su gigantesco tamaño y su inmensa boca, tan sólo se alimentan de peces diminutos. Sin embargo, un día me mostraron una película, tomada por un buzo clásico que estaba reparando un barco. De pronto una gran sombra cruzó sobre su cabeza, y cuando la enfocó descubrió que se trataba de una de esas «mantas-diablo» que inadvertidamente se enredaba con la manguera y los cabos. La bestia luchó por desasirse, se enfureció y acabó por abalanzarse sobre el pobre hombre que tiró a un lado la cámara que, al caer, filmó cómo la monstruosa boca de la bestia se lo tragaba con escafandra y todo. Tan sólo se recuperó un zapato de plomo.
Aún tenía muy vivas en la mente aquellas escenas, última lección con la que un prudente profesor había querido rematar el curso de buceo con escafandra autónoma, haciendo notar a sus alumnos que nada había bajo el mar, o sobre su superficie, que pudiese considerarse en todo momento absolutamente inofensivo.
Un mar en calma podía encresparse en cuestión de minutos; un hermoso pez de cola en forma de flor podía inyectar un terrible veneno; un rojo coral que atraía como un imán quemaba como el fuego; una «manta-diablo» devoraba de improviso a un hombre y su casco de acero…
Él le había enseñado todo eso a Rafael.
Y le había enseñado a mostrarse especialmente riguroso con las normas de descompresión, la profundidad límite, y el visceral rechazo a penetrar en cualquier tipo de cueva submarina.
Le había hecho partícipe de todas y cada una de sus muchas experiencias, y no le había dejado «volar» solo por los hermosos fondos marinos hasta que tuvo el absoluto convencimiento de que era un buceador sereno y prudente que jamás olvidaría el hecho incuestionable de que el ser humano es siempre un extraño bajo el mar, y éste tan sólo le admite cuando respeta rigurosamente sus normas.
Pero ahora estaba muerto.
¿Por qué?
¿Por qué, si se había comprobado que en las botellas quedaba aún casi la mitad del aire comprimido, y el regulador funcionaba a la perfección?
¿Qué fue lo que le hizo activar el dispositivo de seguridad?
¿Por qué quiso buscar tan aprisa la superficie, y cómo era que llegó a ella ya cadáver?
¿Si no había agua en sus pulmones, qué fue lo que le produjo un final tan instantáneo?
No era la primera vez que César Brujas se enfrentaba a la terrible realidad de un accidente mortal bajo las aguas, pero siempre, ¡siempre! dicho accidente había respondido a unas causas muy concretas, la mayor parte de las veces innegablemente achacable a la imprudencia de la víctima.
Pero ahora todo se le aparecía confuso e inexplicable.
Cuando, media hora después, penetró en el dormitorio en el que la muchacha aún permanecía como atontada bajo los efectos de los tranquilizantes, consideró que había llegado el momento de obligarle a reaccionar y hacer frente de una vez por todas a una situación que comenzaba a hacerse insostenible.
— ¿Qué fue lo que pasó? — insistió una vez más aun a sabiendas de que, conscientemente, la muchacha nunca conseguiría aclararle gran cosa—. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que le dejaste hasta que descubriste el cadáver?
— No lo sé, ya te lo he dicho. — La hermosa chiquilla parecía haber envejecido diez años en dos días—. Me quedé dormida, pero no pudieron ser más de dos horas.
— ¿Cuánto tiempo llevaba abajo cuando tú ascendiste?