Выбрать главу

— Apenas he tenido ocasión.

— Has tenido mil ocasiones… — refutó ella convencida—. Y lo normal suele ser que en cuanto conoces a un tipo se empeñe en contarte su vida, sus conquistas, y sus maravillosos éxitos profesionales aunque no tenga la más mínima ocasión. — Le observó de reojo—. ¿Acaso te avergüenza tu trabajo?

— ¡En absoluto!

— ¿A qué te dedicas?

— Dirijo una empresa que fundó mi bisabuelo.

— ¿Una funeraria? — Rió ella con intención.

— No. No es una funeraria.

— ¿Un prostíbulo?

— No. Tampoco es un prostíbulo.

— ¿Una fábrica de condones?

— ¡Qué más quisiera…!

— ¿Qué diablos es entonces?

César detuvo el vehículo a un lado de la calle y se volvió a mirarla burlón.

— ¿Realmente quieres saberlo?

— ¡Naturalmente! Has conseguido picarme la curiosidad.

— No es nada especial.

— ¡Pues dilo de una vez! — se impacientó Claudia.

— ¡Haremos algo mejor! — replicó César con intención—. Te llevaré a verlo.

— ¿A estas horas?

Asintió con un gesto al tiempo que arrancaba de nuevo.

— Es aquí cerca.

Enfilaron la Ronda del Litoral en dirección al Arenal, y a los pocos minutos se detuvieron ante una gigantesca nave industrial cuya espalda daba directamente al mar.

César abrió una pequeña puerta lateral, encendió la luz cuyo interruptor se encontraba junto al quicio y dejó pasar a la muchacha que quedó un tanto desconcertada al enfrentarse a dos esbeltos veleros a medio construir, uno de los cuales se encontraba ya en su fase final, mientras que el otro apenas presentaba más que el «esqueleto» del armazón alzado sobre firmes zancos.

La escasa iluminación confería a todo un aspecto extraño, casi fantasmagórico, puesto que las desnudas curvas del barco menos adelantado dibujaban caprichosas sombras sobre las paredes, alargándolas y convirtiéndolas en su parte alta casi en los arcos de una ultramoderna catedral de inspiración gótica.

Claudia Lorenz los observó fascinada, y adelantándose pasó la mano por la proa del navio más cercano, maravillándose ante la suavidad de las líneas y la magnífica calidad de la madera.

— ¿Así que construyes barcos? — señaló por último.

— Desde que murió mi hermano, soy el único propietario de uno de los últimos astilleros auténticamente artesanos que quedan en el mundo. — César rió sin ganas—. Un celoso guardián de la vieja y hermosa tradición de los carpinteros de ribera, que muere bajo el peso de los barcos de fibra plástica.

— Pues sí que es una hermosa tradición — admitió ella sin dejar de curiosear—. Y haces unos barcos fabulosos.

— Por lo menos, únicos — puntualizó él—. Cada velero que sale de aquí no se parece a ningún otro, y jamás hemos repetido un modelo en cien años de historia.

— Yo me sentiría orgullosa de trabajar en algo así — le hizo notar Claudia volviéndose a observarle—. Son casi como obras de arte.

— «Son» obras de arte — recalcó él acariciando a su vez el costillar del barco—. Van firmados, y para los entendidos, tener un auténtico «Brujas», es tener un fuera de serie: «Un "Rolls" del Viento», aunque por desgracia no puedo hacer más que dos al año.

— Amplía el negocio.

— No es tan fácil. Ya no existen operarios que amen su oficio, cuiden los detalles y comprendan que un auténtico velero es algo a lo que hay que darle su propia personalidad desde el momento mismo en que se planta la quilla. Mis barcos, al estar hechos de una materia viva como es la madera, «viven», mientras que los de hierro o fibra tan sólo son «cosas» puestas sobre el agua que navegan por obra y gracia de la técnica, no porque hayan nacido para ello.

— Sin embargo, tú tienes una lancha de fibra.

— Porque no puedo pagarme un auténtico «Brujas». — Rió él abiertamente—. ¿Sabes lo que cuesta la madera de éste? Viene directamente de los bosques más profundos del Gabón, de árboles hermanos, seleccionados por expertos y aserrados en Tulón. Su dueño, un Lord inglés, me lo encargó hace cinco años, porque mi padre le construyó el Ebony Segundo, y mi abuelo, a su padre, el primer Ebony. Éste será el tercero, y lo más triste es que no habrá ya quien construya el cuarto. La tradición acabará con el fin de la dinastía «Brujas».

— Hoy la ciencia hace milagros.

— No en mi caso. — Se encogió de hombros—. Además cada día quedan menos románticos que prefieran un costoso velero de artesanía a un superyate capaz de coger los cuarenta nudos. La gente tiene prisa incluso en vacaciones.

— No creo que tengas razón para sentirte amargado. Es un trabajo precioso, independiente, y por lo visto bien pagado. Tienes un coche deportivo y una motora de lujo, y apuesto a que vives en un chalet de Magaluf o Port d'Andratx.

— Te equivocas. Vivo aquí.

— ¿Aquí? — Se sorprendió ella volviendo la vista a su alrededor—. ¿Dónde?

César alzó el rostro indicándole lo que parecía ser la acristalada popa de un navio de principios del XIX que sobresalía del alto muro que cerraba la nave por uno de sus extremos, y a la que se ascendía por una corta escalera de caracol.

— Es la Camareta del Almirante — dijo—. Réplica exacta de la de Nelson a bordo del Victoria. ¿Quieres verla?

Ella le observó de reojo.

— ¡Qué bien te lo montas! ¿Acaso existe una sola mujer que haya resistido semejante tentación?

— ¿Por qué tienes que imaginar lo que no es? — protestó él sin demasiado entusiasmo—. Verla no compromete a nada.

— No, desde luego — admitió Claudia sonriente—. Visitar el dormitorio del almirante Nelson a las doce de la noche no compromete, pero te puede colocar en una situación «comprometida». ¿Qué tienes de beber?

— Más de lo que tenía Nelson, desde luego — admitió César—. Y mucho más frío.

La Camareta del Almirante era, al parecer, una «réplica exacta» de la del vizconde Horacio Tíelson a bordo de su buque insignia, pero dotada de una cama muchísimo más grande y mullida, luces indirectas, música ambiental, televisor, nevera, lujoso cuarto de baño y todo cuanto pudiera contribuir a hacer notablemente más comprometida y peligrosa la visita de una hermosa mujer a altas horas de la noche.

Con todo ello contaba Claudia Lorenz, pero con lo que desde luego no contaba, ni por lo más remoto, era con el hecho de que cuando más profundamente dormía tras una larguísima y apasionada batalla — no precisamente naval— la puerta se abriera de improviso para que un vociferante hombrecillo corriera bruscamente las cortinas exclamando sin la más mínima consideración:

— ¡Buenos días, jefe…! Hoy se le pegaron las sábanas… — Extendió un enorme plano sobre la alfombra, junto al rostro de César que abrió de mala gana un ojo, y añadió—: Tenemos un problema: si levantamos el mamparo del baño donde teníamos previsto, se queda sin el apoyo de la cuaderna y temo que, a la larga, se afloje.

— ¿Cuánto a la larga? — masculló el otro con voz ronca y casi inaudible.

— ¡No lo sé! Ocho o diez años… Pero si lo corremos una cuarta hacia proa, lo afirmamos a la quinta cuaderna y eso ya será eterno… — Tomó asiento en el suelo, al otro lado de la cama, ocasión que Claudia aprovechó para cubrirse la cabeza con la sábana y tratar de pasar desapercibida, aunque al hacerlo destapó el trasero de César que se había inclinado sobre el plano.