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— Pero, en ese caso, el baño perdería mucho espacio — señaló éste—. Si un tipo alto se sentara en el retrete las rodillas le tocarían en la pared de enfrente.

— Ya lo he pensado — fue la rápida respuesta—. Pero podríamos correr este otro mamparo en la misma proporción.

Dos nuevos operarios de mono azul hicieron su irrupción con la naturalidad de quien en lugar de en la supuesta Camareta del Almirante Nelson se encuentra en la trastienda de una ferretería, ya que uno de ellos exhibía un muestrario de pinturas, mientras el otro cargaba con un pequeño molinete de ancla.

— ¡Buenos días, jefe! — saludaron alegremente casi al unísono mientras el primero tomaba asiento en la cama y su compañero dejaba su carga en el suelo.

— ¡Buenos días! — gruñó César—. ¿Qué tripa se os ha roto ahora?

— Aquí tiene las pinturas — replicó el del muestrario—. Yo me inclino por el castaño claro.

César había acabado por tomar asiento en la cama, colocándose la almohada tras la espalda, y podría decirse que se había olvidado por completo de la presencia de su acompañante, que cada vez se acurrucaba más bajo las sábanas esforzándose sin éxito por hacer creer que no existía.

— Ése es el tono que quería. — Se volvió al segundo de los recién llegados y señaló el molinillo—. ¿Qué tal se acopla? — quiso saber.

— Como un guante — replicó el otro feliz—. Nadie podrá decir que está allí. Pregúnteselo a Manolo. — Sin darle tiempo a dar su opinión, gritó hacia fuera—: ¡Manolo!

I

— Escuche, jefe, que esto es más importante. — La interrupción llegó ahora por parte del hombrecillo del plano que insistía en su problema—. Cierto que al correr el mamparo el tambucho de proa se reduce, pero como ganamos ese espacio aquí, nos iría muy bien…

Ahora fue un gordinflón sudoroso el que penetró volando en la estancia como si hubiese un incendio.

— ¿Qué cono pasa? — quiso saber.

— ¿Pregunta el jefe que cómo va el molinillo?

— ¡De putísima madre! — admitió al tiempo que se servía una copa de la botella de coñac que aparecía sobre la mesita y tomaba asiento uniéndose a la tertulia—. Ya le dije que esos suecos fabrican lo que les pidas. ¡Y llegó en el avión de las nueve, como habían prometido!

— ¿Pero qué hora es? — se alarmó César.

— Las once y veinte.

— ¡Las once y veinte! ¡Mierda!

Claudia, que era quien había lanzado la sonora exclamación, saltó de la cama desnuda como estaba, para atravesar decidida la estancia apartando amablemente a los operarios que la observaban boquiabiertos.

— ¡Con permiso! — pidió—. ¡Con permiso! ¡Las once y media! ¡Con permiso! ¡Mi padre me mata! ¡Con permiso!

Penetró en el cuarto de baño cerrando la puerta a sus espaldas, y todos los presentes permanecieron un momento en silencio y meditabundos, hasta que el tal Manolo comentó admirativamente.

— ¡Buen culo!

— ¡Y buenas tetas! — admitió el hombrecillo—. Por fin, ¿qué hacemos con el mamparo, jefe?

El jovencísimo camarero de inmaculado uniforme y blancos guantes se inclinó para servir el pescado, pero la presencia del par de agresivos pechos cuyos rosados pezones desafiaban todas las leyes de la gravedad ya que se proyectaban hacia arriba como los pitones de un toro de casta, a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio lanzando sobre el regazo de Laila el contenido de la bandeja, por lo que necesitó tomarse un tiempo y respirar profundamente antes de atreverse a intentarlo de nuevo.

— ¿Qué hubo, Paquito? — exclamó divertido Rómulo Cardenal—. ¿A qué viene ese «agite» si estamos fondeados y con el mar en calma?

— Usted perdone — fue la azarada respuesta—. La falta de costumbre.

La hermosa argelina no pudo por menos que sonreír a su vez, consciente como estaba de la desorbitada admiración que el muchacho sentía por sus pechos, pero no tuvo tiempo de hacer comentario alguno, puesto que la atención del venezolano había quedado prendida en las violentas imágenes del televisor que ocupaba el fondo del amplio comedor, por lo que utilizando un mando a distancia subió el volumen permitiendo que la voz del locutor ganara intensidad al comentar:

«Fuerzas del Ejército colombiano irrumpieron anteanoche en una vivienda de la zona residencial de Bogotá en la que se ocultaba el conocido narcotraficante Pablo Roldan Santana, número uno del tristemente famoso "Cártel de Medellín".»

En la pantalla hizo su aparición el adusto coronel que mandaba la operación, así como la larga hilera de cadáveres tendidos sobre la acera, para ir a detenerse sobre el rostro de Lucas Barrientos y descender luego a su pecho ensangrentado por tres impactos de bala.

La voz monótona y sin inflexiones del locutor, que lo mismo podía hablar de muertes que del anticiclón de las Azores, continuó sin hacer énfasis en una sola frase:

«En el violentísimo enfrentamiento armado murieron el citado Pablo Roldan y ocho de sus temidos guardaespaldas o "sicarios", así como cinco miembros de las fuerzas de asalto. La desaparición de este narcotraficante puede significar el principio del fin del imperio de la coca procedente de Colombia.»

Con el cambio de imágenes, referidas ahora a las cotizaciones de la Bolsa internacional, Rómulo Cardenal bajó de nuevo el volumen, y tras probar el vino blanco que el camarero acababa de servirle, asintió satisfecho al tiempo que comentaba:

— ¡Jamás creí que le atraparan! Ese tipo era muy listo.

— Se enfrentó a demasiada gente — puntualizó Laila sin especial interés—. Pero conozco a más de uno que se va a tirar de los pelos al quedarse sin su «rayita» de coca. Los precios se van a poner por las nubes.

— Quien es tan estúpido como para dejarse atrapar por esa clase de vicios, tiene que ser tan imbécil como para pagar lo que le pidan — fue la áspera respuesta—. ¿A quién se le ocurre drogarse con la cantidad de cosas magníficas que ofrece la vida?

— ¿Tú nunca lo has probado?

— Nunca.

— ¿Ni siquiera una «snifada»?

— Ni siquiera.

— ¿Ni un simple «porro»?

— ¡Nada de nada! — La voz del venezolano sonó fría y amenazante—. Y recuerda que si se te ocurre subir un gramo de droga al barco o probarla estando conmigo, te tiro por la borda. — Alzó el rostro hacia el camarero que permanecía atento en un rincón de la estancia—. ¡Y eso va por todos! — añadió.

— ¡Descuide, señor! — replicó el otro acojonado—. Ya nos lo explicaron muy claramente el primer día.

— Pues que nadie lo olvide. — Hizo un impaciente gesto con la mano para que se retirase—. Y ahora dile al capitán que zarpe hacia Cabrera.

El otro desapareció sin hacerse repetir la orden, tras dirigir una última ojeada a los pechos de Laila, y ésta permaneció desconcertada y con el tenedor en alto, antes de inquirir visiblemente sorprendida:

— ¿Cabrera? Según las crónicas, el Santo Tomás se hundió cuando avistaba las costas de Mallorca, llegando de Valencia; es decir: por el Oeste. — Trazó un arco con el dedo de la mano izquierda—. Y Cabrera está demasiado desviada al Sudeste.

— Lo sé — admitió Rómulo Cardenal—. Pero aún no hemos explorado esa zona, y tal vez las corrientes la empujaron hacia allá. — Hizo un leve gesto de impotencia—. Lo que está claro, es que las costas del Oeste las tenemos muy machacadas y no hemos encontrado nada… — Bebió de nuevo y al hacerlo la observó con innegable admiración—. Perdona si antes he sido un poco brusco, pero es que el tema de la droga me saca de quicio.