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— No tienes por qué disculparte. — La hermosa muchacha extendió la mano y le acarició la mejilla en la que hacía su aparición una incipiente barba blanquecina—. Fue culpa mía, ya que en «mi ambiente» una «snifada» es algo tan natural como tomarse una copa, y olvidé que tú eres un «sano llanero» que odia la droga.

— ¡La encuentro tan estúpida! — fue la agria respuesta—. Y tan cobardes a los que necesitan refugiarse en ella. — La observó con fijeza—. ¿Realmente te gusta?

— No especialmente — replicó Laila con naturalidad—. Pero algunos «clientes» la necesitan para combatir sus angustias, y me he acostumbrado a convivir con ella. Más de uno sería incapaz de llevarme a la cama si no se hubiese metido antes unos gramos entre pecho y espalda. — Ríe divertida—. ¡Y muchas veces se la ponen en otra parte!

Rómulo Cardenal arrojó a un lado los cubiertos con evidente mal humor.

— ¡No me gusta que hables de ese modo! — masculló irritado—. No es tu estilo. — Se bebió de un trago la copa, sirviéndose de nuevo—. ¡Vaina! — exclamó—. En realidad no me gusta que hables de tus «clientes». Me siento como uno más. ¡Un cabrón imbécil!

— Perdona. — Resultaba evidente que Laila tenía plena conciencia de haber cometido un error, pero su voz sonó sincera al añadir—: Tal vez lo he hecho porque me he acostumbrado a no considerarte un «cliente» más. — Extendió la mano apoyándola cariñosamente sobre la de él—. Me siento muy a gusto contigo — murmuró—. ¡Demasiado, quizá! y eso me obliga a olvidar que cualquier día me pedirás que haga las maletas y regrese a París.

— ¿Por qué habría de hacerlo?

— Porque no soy más que una puta de lujo que cobra por semanas. Cuando la gente se cansa de mí, firma el «finiquito» y «puerta»… — Hizo una corta pausa—. Y a veces duele. ¡Duele mucho!

— No es mi caso.

— ¿Cómo puedo saberlo?

— Porque yo te lo digo.

— ¡Me han dicho tantas cosas! Tener estos pechos, este cuerpo y esta cara, te pueden proporcionar una gran seguridad en ti misma, pero al propio tiempo te proporcionan una terrible inseguridad. Cualquier hombre haría cualquier cosa por tenerme, sobre todo mentir, y al final tan sólo me quedan las mentiras y unos cuantos billetes.

— ¿Has probado a no mentirles tú?

— Algunas veces — admitió—. Pero sirvió de muy poco. Cuanto más sincera fui, más me engañaron. Hay gordas, cretinas de tetas caídas, capaces de retener a un hombre toda la vida. — Sonrió con tristeza—. ¡Yo no! Algunos dicen que soy como el caviar, que acaba empalagando.

— Yo sería capaz de comer de ese caviar hasta en la tumba — fue la sencilla respuesta—. Olvídate del pasado, sigue como hasta ahora, y deja de preocuparte por lo que pueda ocurrir el día de mañana. Si estamos a gusto juntos, el resto carece de importancia…

Ella dejó pasar un largo rato, meditabunda, y, por último, señaló mirándole a los ojos:

— Tengo unas ganas locas de hacerte el amor. — Le apretó la mano con más fuerza—. De hacértelo sabiendo que no te estoy cobrando por ello. — Agitó la corta cabellera con un gesto muy suyo, cautivador y sin malicia—. De hecho no quiero volver a cobrarte nunca — añadió—. Olvida las tarifas y hazte a la idea de que soy tan sólo una mujer que está compartiendo contigo unos día maravillosos porque así le apetece… — Le miró a los ojos—. ¿Me llevas a la cama?

El inspector Adrián Fonseca pasó la mañana en su despacho, haciendo una serie de llamadas telefónicas de larga distancia que no le sirvieron más que para confirmar las tesis de los Lorenz sobre el comportamiento de los delfines, pero mientras esperaba a que amaneciera en California y alguna persona autorizada del Instituto Oceanográfico de San Diego pudiera ponerse al aparato, recibió la desagradable noticia de que un turista holandés había desaparecido inexplicablemente en Camp de Mar.

— ¡Ya empezamos! — masculló masticando una vez más un cigarrillo de plástico que cada día le ayudaba menos a dejar de fumar—. ¡De aquí no paso!

Se encaminó decidido el despacho de su superior, pero el comisario Alcántara se negó a escucharle alegando que hasta que la Cruz Roja no encontrase el cadáver de alguien que muy bien podía haber muerto de un infarto o un corte de digestión, no quería volver a oír hablar de delfines asesinos ni de la puta madre que los parió.

— ¡Oficialmente no existen! — pontificó sin darle opción a la protesta—. Llévate a Ramírez, Villarroya y Morales y busca hasta en los cubos de basura si es preciso, pero no me vuelvas con chorradas. — Lanzó una pelotilla al patio dando por concluido el asunto—. ¡Haz lo que te salga de los cojones, pero lárgate!

Morales tampoco sabía nadar, y tanto Villarroya como Ramírez apenas habían oído hablar de la supuesta astucia de los delfines, por lo que Fonseca llegó a la conclusión de que, a pesar de tratarse de tres aceptables profesionales, de poco iban a servirle en aquellas complejas circunstancias.

Al caer la tarde, y tras comprobar que el cuerpo del turista continuaba sin aparecer pese a que lo habían buscado con buceadores y helicópteros, encaminó sus pasos una vez más a casa de los Lorenz, en demanda de cualquier información que pudiese servirle de ayuda, para descubrir que se habían encerrado en una especie de locutorio insonorizado, para estudiar una serie de chillidos que surgían de un altavoz, comparándolos por medio de sofisticados aparatos con la extensa colección de grabaciones que ocupaban toda una estantería.

— ¿Qué significan esos gritos? — inquirió.

— Eso quisiéramos saber nosotros — replicó el viejo austriaco agitando pesimista la cabeza—. Son delfines furiosos, pero por más que busco en mis archivos, no encuentro nada que se les asemeje. Es como si se hubieran vuelto locos.

— Loco me van a volver a mí. Me temo que tenemos otro muerto, aunque aún no hemos encontrado el cadáver.

— ¿Por qué no le pasa de una vez el caso a la Marina? — quiso saber Claudia Lorenz.

— Ya he hecho algunas insinuaciones, pero un amable capitán de navio me ha dado a entender que en cuestión de delfines, están «pez». — Buscó una nueva boquilla plástica, pero se limitó a juguetear con ella sin llevársela a la boca—. Si se les «exige» oficialmente, intervendrán, pero tengo la impresión de que prefieren mantenerse al margen, ya que en realidad no tienen muy claro qué es lo que podrían hacer. — Rió sin ganas—. Insinuaron que su única baza sería recurrir al eminente profesor Lorenz.

— Me honra su confianza, pero aquí me gustaría verlos. — El científico hizo un desalentado gesto hacia los aparatos—. ¡No entiendo nada de todo esto!

— Una extraña mancha amarilla está contaminando las costas de Valencia, produciendo irritaciones en los bañistas y obligando a cerrar las playas — señaló Adrián Fonseca—. ¿Podría tener algo que ver?

— Es posible, aunque hasta ahora los delfines han sabido evitar las aguas contaminadas. Por eso cada día hay menos en el Mediterráneo.

— ¡Pues ya podrían largarse definitivamente! — masculló el inspector dejándose caer en una butaca—. ¿De dónde sacaron eso?

— De Cabrera.

— Aquellas aguas son muy limpias. ¡Y solitarias en esta época del año!

— Eso creíamos nosotros, pero escuche lo que grabamos antes de que hicieran su aparición los delfines. ¿Tiene idea de lo que puede ser?

Max Lorenz hizo retroceder la cinta poniéndola luego en marcha desde el principio, permitiendo que los ruidos metálicos que había percibido al sur de la isla de Cabrera llenaran por completo la estancia.

El inspector prestó atención, casi de inmediato asintió con la cabeza:

— Naturalmente — señaló—. Es Morse. S. Punto. O. Punto. S. Punto. — Abrió las manos con las palmas hacia arriba y añadió—: S.O.S. La llamada de auxilio internacional.