— ¿Satisfecha su curiosidad?
— Esa explicación lo aclara todo.
— En ese caso le ruego que me permita terminar de arreglarme, o Rómulo creerá que me he caído en la taza del retrete.
— De acuerdo. Pero por favor: ni una palabra de esto. No nos gusta que los turistas crean que aún viven bajo un régimen policial.
Laila, que se había girado de nuevo hacia el espejo, le guiñó un ojo y se pasó el dedo por los labios como dando a entender que estaban sellados para siempre.
Adrián Fonseca dirigió una última mirada de admiración a aquel soberbio trasero y aquellas largas piernas que parecían dos columnas perfectamente torneadas, y lanzando un hondo resoplido de angustia abandonó la estancia secándose el incontenible sudor frío que le corría por la frente.
La agresiva piscina sobresalía corno una concha, a más de cien metros de altura sobre el lujuriante bosque tropical que cubría las faldas del «morro», dominando Tijuca y la bahía de Guanabara, con el Cristo del Corcovado a la izquierda y los altos edificios desdibujados por el humo y la polución muy a lo lejos.
Sumergirse en las transparentes aguas sabiendo que debajo no existía más que un cristal y un abismo, requería un valor muy contrastado y una gran confianza en el arquitecto que había diseñado y construido semejante prodigio de ingeniería, por lo que a Paulo Duncan no solía sorprenderle que la mayoría de sus invitados se negasen a darse un refrescante baño en su piscina ni aun durante los más sofocantes días de finales de enero.
Pero pocos espectáculos podían compararse, en este mundo, al hecho de contemplar en una noche de carnaval a cinco o seis fabulosas mulatas nadando desnudas en la piscina iluminada, como si se encontraran suspendidas en mitad de las tinieblas, y no había una sola persona en Río de Janeiro que no soñase con la posibilidad de que al menos una vez en su vida Paulo Duncan le invitase a una de sus inimitables fiestas.
Aunque aquel día y en aquel preciso instante, con los últimos coletazos de una resaca de tres noches de alcohol y sexo aún correteándole por las venas, Paulo Duncan lo único que deseaba era continuar a la sombra de su flamboyán predilecto, dejando pasar las horas con la mente absolutamente en blanco.
Permaneció así, muy quieto y como muerto, hasta que un diminuto teléfono inalámbrico le sacó de su ensueño para anunciar tímidamente:
— Dos caballeros desean verle.
— He dicho que no estoy para nadie.
— Son de la Policía.
El corazón de Paulo Duncan dio un vuelco y por unos instantes tuvo la impresión de que la piscina se resquebrajaba y toneladas de agua le caían encima desde la cima del acantilado. A punto estuvo de negar su presencia o pedirles que volvieran cuando hubiese tenido tiempo de hacer venir a su abogado, pero tras reflexionar fríamente llegó a la conclusión de que lo mejor sería aparentar que no tenía nada que temer, por lo que, procurando que su voz sonara lo más tranquila posible, replicó secamente:
— ¡Está bien! Hágales pasar.
Chasqueó los dedos para llamar la atención de la diminuta rubia que dormitaba en una hamaca vecina, y cuando ésta abrió los ojos y le lanzó una inquisitiva mirada, le hizo un inequívoco gesto para que se marchara.
La rubita, una adolescente con aire de viciosa que alguien había traído no sabía de dónde pero que había demostrado ser dueña de la boca más ávida y experta del continente, se puso en pie con desgana, para alejarse hacia la enorme mansión sin preocuparse por cubrir su total desnudez, pero limitándose a sacarle la lengua con descaro a los dos hombres que se cruzaron con ella en el sendero.
Paulo Duncan ni siquiera se irguió o extendió la mano al recibirles, limitándose a indicar con un ademán de la cabeza la hamaca que la descarada chiquilla había dejado libre.
— ¡Buenos días! — masculló de mala gana—. ¿En qué puedo servirles?
Uno de ellos, un negro casi esquelético que vestía un traje «milrayas» del que le sobraban ochocientas, se limitó a volver levemente la solapa de su chaqueta y musitar:
— Comisario Simoes. El señor es el comisario Barrantes, de Bogotá. ¿Le importaría responder a unas preguntas?
— ¿Qué es lo que desean saber?
— ¿Estuvo usted en Colombia hace dos meses?
— ¿Acaso es un delito?
El negro, que había tomado asiento en el lugar indicado mientras su compañero prefería mantenerse en pie, pareció hacer un gran esfuerzo para no dar muestras de irritación o impaciencia, y por último, con sorprendente calma, señaló:
— Le advierto, señor Duncan, que éste es un asunto muy serio. — Abrió un chicle y se lo echó a la boca—. Si quiere, puede llamar a su abogado, aunque, en mi opinión, cuanto menos trascienda lo que aquí se trate, mejor para todos.
— ¿Por qué?
— Porque al ser una visita «extraoficial» lo que ahora admita no podremos utilizarlo en su contra, y lo que en verdad nos interesa es llegar a algún tipo de acuerdo… ¿Entiende lo que pretendo decirle?
— Más o menos.
— En ese caso comportémonos como gente civilizada. ¿Estuvo o no estuvo en Colombia?
— Estuve.
El hombre que se mantenía en pie, el llamado Barrantes, sacó del bolsillo interior de la chaqueta una fotografía y se la tendió.
— ¿Hizo usted este trabajo?
— Lo dice.
— Lo suponíamos. Es tan perfecto que estuvo a punto de engañarnos, ¿Cuánto le pagaron?
— Un millón de dólares.
El otro dejó escapar un sonoro silbido de admiración.
— ¡Bonita suma! Aunque no cabe duda de que se la ganó. — Hizo una corta pausa y añadió con intención—: ¿Le pagaron lo mismo por el otro?
— ¿Qué otro?
— ¡Vamos, doctor! No se haga el tonto — fue la irónica respuesta—. Usted le puso ésta cara a alguien, no sabemos quién ni nos importa, porque ya está muerto y enterrado. — Se rascó la nariz repetidas veces con extraña fruición—. Pero esta cara pertenecía a Pablo Roldan Santana, y conociéndole, imagino que no permitiría que nadie fuese por el mundo con su cara, a no ser que él ya tuviera otra. ¿Me equivoco?
— Usted se lo dice todo.
— Pero sé de lo que hablo. ¿También le operó a él?
— Nunca podrían probarlo.
— No estamos interesados en probar nada, doctor. — Ahora era el negro brasileño el que había tomado la palabra—. Usted es el mejor cirujano plástico del mundo, con infinidad de amigos influyentes. Nadie pretende perjudicarle. — Se puso en pie y paseó de un lado a otro, para ir a apoyarse en el flamboyán—. Quien en verdad nos interesa es Roldan Santana, puesto que mientras continúe en libertad — y ahora con otra cara— no habrá forma humana de acabar con el narcotráfico.
— Lo supongo. — Duncan se agitó incómodo en su asiento, e inquirió con un leve tono de ofensa en la voz—: Lo que no entiendo es cómo pudieron descubrir que el otro no era él. Hice un trabajo impecable.
— Nadie lo duda — señaló Barrantes—. Pero el error no fue suyo. Alguien le mató y me avisó imaginando que intervendría rápidamente. Pero la cosa era tan grave que pasó a manos del Ejército, que se tomó un tiempo para preparar la operación.
— Y cuando llegaron ya hedía.
— Por lo menos aparecía sospechosamente rígido — fue la aclaración—. Luego caímos en la cuenta de que tiempo atrás, en el asalto al Palacio de Justicia, alguien se había preocupado de incendiar los archivos con todos los datos sobre narcotraficantes, y atamos cabos.
— ¿Y cómo es que pensaron en mí?