— Porque es el mejor, y Pablo Roldan siempre exige lo mejor… — Sonrió con intención—. Y porque es el único de entre los realmente buenos que estuvo ilocalizable hace dos meses.
— ¡Enhorabuena! También ustedes saben su oficio.
— Hacemos lo que podemos. Pero dígame: ¿no le asustó trabajar para gente que no duda en asesinar a miles de personas.
— Tomé mis precauciones.
— ¿Qué clase de precauciones?
— Creo que no resultaría en absoluto «precavido» descubrírselo.
— Desde luego. Pero permítame que le aclare una cosa: la única salida lógica, tanto para usted como para nosotros, es que un canalla que «oficialmente» ya está muerto desaparezca de un modo definitivo. Todo se hará de una forma «pulcra» y sin problemas — añadió—. Ya que nadie tendrá nunca conocimiento de que nos proporcionó los datos que necesitamos…
El comisario Barrantes demostraba ser un hombre inteligente y práctico, pero pese a su astucia y eficacia, lo que ni él mismo, ni el comisario Simoes, ni mucho menos el propio Paulo Duncan podían imaginar, era que apenas una hora más tarde un teléfono sonaría en un lujoso despacho de Bogotá.
— ¿Estás segura? — inquirió una elegante secretaria tras escuchar con atención.
— Completamente — replicó una voz casi infantil al otro lado—. Era Barrantes, lo conozco de sobras.
— ¡Buena chica! Mantenme informada.
Colgó, marcó un número, y cuando reconoció la voz de Guzmán Bocanegra al otro lado, señaló escuetamente:
— Barrantes ha ido a ver a Paulo Duncan.
Guzmán Bocanegra ni parpadeó siquiera, como si hubiera previsto de antemano que algo así podía suceder, y tras dar amablemente las gracias y colgar el auricular, permaneció un largo rato observando fijamente la pared de enfrente, analizando los pros y los contras de las decisiones que se vería obligado a tomar.
Media hora más tarde penetraba en una amplia sala en la que seis chicuelos de entre diecisiete y veinte años se entretenían jugando al billar, al ping-pong o maquinitas electrónicas, en un ambiente alegre, divertido y relajado, que cambió, electrizándose, en el momento mismo en que cruzó el umbral de la puerta.
— ¡Buenos días, muchachos! — saludó con fingido afecto—. ¿Cómo van las cosas?
Como respuesta no obtuvo más que una serie de murmullos que pretendían ser saludos, pese a lo cual los chiquillos abandonaron inmediatamente sus actividades para acudir a agruparse en torno a él como disciplinados granaderos.
Los observó uno por uno, aunque podría creerse que no tenía el más mínimo interés en retener un sólo detalle de sus rasgos, y por último, con un tono de voz tan impersonal que obligaba a pensar que estaba hablándole a las paredes, señaló:
— Iré directamente al grano, puesto que jamás me ha gustado andarme con rodeos — comenzó—. Se presenta una situación difícil; «extrema» más bien, y supongo que ya sabéis lo que esa palabra significa.
— Lo sabemos — respondieron dos de los presentes casi al unísono—. No tiene que preocuparse por nosotros.
— En ese caso, no hay más que decir. Habéis disfrutado de mujeres, coca, alcohol y todo lo que siempre habíais soñado. — Carraspeó levemente—. Eso cuesta caro, por lo que ha llegado el momento de pagar. ¿De acuerdo?
— De acuerdo.
— ¿Alguna objeción?
— Ninguna.
— ¡Magnífico! Seguiremos las reglas de siempre. ¡Elegir bola!
Cada uno de los muchachos tomó una de las bolas de la mesa de billar americano, se colocó en un extremo, y la lanzó con la mano procurando que rebotara en la banda contraria y se aproximara lo más posible a aquella en la que se encontraba.
Debían haberlo hecho cientos, o quizá miles de veces, puesto que demostraban una concentración y una delicadeza en verdad asombrosas, hasta el punto de que Guzmán Bocanegra tuvo que inclinarse por un costado de la mesa, cerrar un ojo y estudiar con especial concentración la posición de las bolas para decidir cuál de ellas se encontraba más separada por cuestión de milímetros.
— ¡La número tres! — señaló con la seriedad de un arbitro consciente de su responsabilidad.
— Es la mía — se apresuró a puntualizar un chicuelo que, pese a haber superado la mayoría de edad, no aparentaba más de quince años.
— ¿Crees que la decisión es justa?
El otro se limitó a encogerse de hombros con gesto fatalista al tiempo que comentaba:
— Alguna vez tenía que ser.
— ¡Ahí está!
— ¿Seguro?
El capitán se despojó de la inmaculada gorra para limpiarse cuidadosamente el sudor que había quedado depositado en la marca que le dejaba en la frente.
— Seguros estaremos cuando lo veamos — dijo—. Pero o mucho me equivoco, o es él.
Se encontraban fondeados al norte de Conejera, a poco más de media milla del islote de Na Pobra, y el mar parecía haberse solidificado, sin una gota de viento, ni una ola, ni un sonido, como si en lugar de encontrarse en mitad de un paisaje vivo y real, hubiesen sido dibujados en mitad de una fotografía.
Hacía bochorno; un calor pegajoso, más propio de finales de julio o primeros de agosto, y el sol rebotaba contra el agua molestando a los ojos y extrayendo hirientes destellos a los bronces del barco.
Rómulo Cardenal meditó largamente, como si estuviese preguntándose qué posibilidades existían de que el navio que con tanto afán andaba buscando se encontrase en el fondo de aquel estrecho canal de aguas muy limpias, y por último se volvió al impasible oficial que permanecía junto a la «sonda», y que era la tercera persona que ocupaba el puente de mando del fastuoso yate.
— ¿Usted qué opina?
— Que puede ser él, aunque está más profundo de lo que habíamos imaginado. — Hizo una significativa pausa—. Y a más de cincuenta millas de donde sospechábamos.
— ¿Cómo puede haber llegado hasta aquí?
No obtuvo respuesta, como si ambos marinos se hubiesen hecho ya idéntica pregunta con idéntico resultado, por lo que el venezolano levantó el teléfono interior, marcó un número y ordenó secamente:
— Suba al puente de mando, por favor. — Se volvió de nuevo al capitán—. No me gusta el sitio — señaló—. En dos semanas esto se llenará de pequeñas embarcaciones de veraneantes.
— Lo primero será comprobar que no nos equivocamos.
— Ponga vigías. Que se cercioren de que no hay nadie por los alrededores, y mantenga el radar rastreando en todo momento. — Rómulo Cardenal se dirigió luego al hercúleo hombretón de cuello de toro y prominente mandíbula que acababa de hacer su entrada en el puente—. Es posible que lo tengamos justo bajo nosotros — dijo—. A unos sesenta metros.
— Bajaré a echar un vistazo.
— ¿No le importa ir solo?
— ¿Por qué habría de importarme? — quiso saber el otro desconcertado.
— Por todas esas historias sobre delfines.
— ¿Delfines? — se asombró—. ¡Chorradas! En cinco minutos estoy listo.
Lo estuvo, en efecto, y en el momento de lanzarse al agua toda la tripulación, Laila Goutreau incluida, permanecía a la expectativa observando cómo su enorme corpachón enfundado en un negro traje desaparecía bajo las tranquilas aguas, mientras desde la cubierta superior tres marineros provistos de prismáticos oteaban a la búsqueda de cualquier señal de vida por los alrededores.
El Guaicaipuro se mantenía inmóvil, como plantado en un campo de plata, y tan sólo una rosada medusa que se desplazaba con armoniosas oscilaciones cerca del casco permitía recordar que flotaba sobre las aguas.
Pasaron los minutos.