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Las burbujas se perdieron de vista.

Casi una hora.

La expectación se convirtió en nerviosismo.

Un pequeño grupo de delfines surgió a menos de doscientos metros de la proa para alejarse rumbo al Oeste, y la argelina ascendió por la escalerilla para indicárselos a Rómulo Cardenal.

— ¡Mira! — exclamó excitada—. ¡Delfines!

— Ya los veo. ¿Y qué?

— Que ese hombre lleva una hora sin dar señales de vida y hay delfines cerca. — Le colocó la mano en el antebrazo—. Recuerda lo que dijo aquel muchacho.

— Tranquila. — Fue la seca respuesta—. Medina es un profesional y sabe lo que hace.

— ¿Y si no sale?

— ¡Saldrá!

Pero por mucho que pretendiese fingir confianza, estaba claro que Rómulo Cardenal no las tenía todas consigo, por lo que alzó el rostro hacia los marineros de los prismáticos e inquirió:

— ¿Pueden ver las burbujas?

— No, señor.

Al poco, el oficial que permanecía junto a la «sonda», llamó desde dentro.

— Lo he localizado. Se ha quedado en el fondo, inmóvil como una piedra.

— ¡Pobre hombre! — sollozó la argelina conmovida—. ¡Qué muerte tan horrenda!

El venezolano se volvió al capitán.

— ¿Cuánto aire puede quedarle? — quiso saber.

— No estoy seguro. Unos minutos, supongo.

Aguardaron sin embargo otra hora, y cuando no les cupo duda de que el Hércules de acusada barbilla no regresaría con vida a la superficie, Rómulo Cardenal apretó furioso los dientes, y ordenó:

— Marquen el punto exacto y volvamos a puerto. — Su tono era de acusada firmeza—. ¡Y ni una palabra de esto!

— ¿Cómo que ni una palabra? — se asombró Laila—. ¿Es que no piensas dar parte a las autoridades?

— ¡En absoluto! Si confesamos dónde está Medina descubrirán el galeón. — Le pellizcó las mejillas como a una chiquilla traviesa a la que hubiera quitado un caramelo—. ¡No te preocupes! — añadió—. Traeré gente para rescatar el cadáver, y equipos de seguridad para bajar sin riesgo. — Lanzó un reniego—. ¡Compréndelo! — pidió—. Si no mantengo el secreto perderé los derechos sobre el oro.

— ¡Estás loco! — se lamentó ella con acritud—. ¡Completamente loco! ¿A quién se le ocurre ocultar una muerte, arriesgándose a ir a la cárcel por culpa de un viejo barco que tal vez ni siquiera exista o esté vacío?

— ¡Existe! Y no está vacío.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé y basta — puntualizó el venezolano—. Y no voy a dar por perdidos tanto tiempo y dinero por culpa de un accidente. Medina sabía a lo que se arriesgaba. — Le acarició ahora la barbilla y la besó dulcemente—. Quédate mañana en tierra y no te mezcles en esto. Sacar el cadáver no resultará agradable, pero luego, cuando esté en condiciones de probar que he encontrado el Santo Tomás, lo denunciaré ante las autoridades y ya nadie podrá discutir mi derecho sobre su cargamento. — El tono de su voz se hizo casi suplicante—. ¡Es cuestión de un día! — concluyó—. ¡Dos a lo sumo!

Laila Goutreau pareció librar una dura batalla consigo misma. La tragedia de la que acababa de ser testigo la había desquiciado, puesto que era necesario tener un corazón de piedra para permanecer impasible cuando un hombre sano y fuerte se introducía en el agua para no volver nunca, pero se esforzaba por entender las razones de quien había invertido una fortuna en un sueño maravilloso y corría el riesgo de que se lo arrebataran cuando lo rozaba con la punta de los dedos.

No entendía mucho de leyes, y menos aún de leyes marinas y derechos sobre las riquezas que pudiera contener un barco hundido, ya que en cierto modo aquella historia del galeón y sus barras de oro se le antojaba una fantasía de cuentos infantiles, pero como al fin y al cabo la contrataron para hacer más agradable la vida a un aburrido millonario a bordo de un yate de lujo, nunca se había tomado demasiado en serio todo aquel asunto. Ahora, sin embargo, aquella «pendejada» — para utilizar una expresión muy propia de Rómulo Cardenal— llevaba camino de convertirse en un maldito embrollo sin sentido, y del que al parecer tenían la culpa unos simpáticos bichos que hasta unos días antes tan sólo merecían la consideración de payasos de circo.

¿Qué pintaba ella en todo eso?

¿Por qué razón tenía que correr el riesgo de que las autoridades de un país extranjero, que al parecer la tenían fichada como «furcia de lujo», pudieran encontrar una disculpa para encerrarla?

Laila Goutreau sabía bien lo que era una cárcel y temblaba tan sólo de recordarlo.

Tres años antes, un supuesto diplomático holandés la había «contratado» para un fastuoso viaje de placer, pero en realidad la utilizó como tapadera en un feo asunto de tráfico de divisas. Al cabo de dos meses Marc Cotrell consiguió que las cosas se aclarasen, pero aquélla constituyó una de las más amargas experiencias en la vida de la argelina, que tuvo que mostrarse particularmente «afectuosa» con los funcionarios italianos que se ocuparon de acelerar los trámites de su caso.

— Preferiría volver a París — musitó al fin.

— Si tú no estás, ya nada será lo mismo — replicó Rómulo Cardenal acariciándole amorosamente el cabello—. Ni siquiera encontrar ese oro habrá valido la pena. — Su tono sonaba absolutamente sincero—. ¡Te necesito! — añadió—. Te necesito como te juro que no he necesitado a ninguna mujer en mi vida.

— ¡Pero tengo miedo — gimió ella— y me da tanta pena ese hombre!

— Ya nada se puede hacer por él — le hizo notar—. Contárselo a la Policía no le devolverá la vida, y no nos traería más que problemas. ¡Confía en mí — añadió—. Quédate mañana en Palma, vete de compras, a la peluquería o al cine, y cuando vuelvas al barco ya todo se habrá solucionado.

— ¿Y si no es así?

— Te pagaré el doble de lo convenido y podrás irte.

— No es cuestión de dinero.

— Lo sé — admitió—. Pero es lo único que tengo.

— ¡Es una lástima!

Aceptó el trato, y a la mañana siguiente, cuando el Guaicaipuro regresó al mar, se fue de tiendas, aunque no se sentía con ánimos para fijarse en la belleza de los vestidos ni de la elegancia de los zapatos.

El mediodía le sorprendió sentada en una terraza del Paseo Marítimo hojeando distraídamente un periódico de su país, pero lo que en verdad más le sorprendió fue alzar la vista para enfrentarse a la desaliñada presencia de Adrián Fonseca, que la observaba sonriente.

— ¡Buenos días, señorita Goutreau! — fue su alegre saludo—. ¡Qué feliz coincidencia!

— ¿Coincidencia? — replicó con ironía—. ¡Vamos, inspector! Las mujeres como yo sabemos que estas «coincidencias» suelen estar cuidadosamente preparadas.

— ¿Y no le enorgullece?

— No, cuando se trata de la Policía.

— Lo comprendo. — Fonseca señaló una silla frente a ella—. ¿Puedo…? — quiso saber.

— Será mejor que le diga que sí, o corro el riesgo de «meterme en problemas» — replicó mordaz—. ¿No tiene nada mejor que hacer que seguirme?

— ¡Ojalá! — Rió él de buen humor—. Seguirla sería el trabajo más agradable que jamás me hubieran encomendado. — Alzó el brazo para llamar la atención del camarero—. ¡Una cerveza sin alcohol! — pidió.

Laila aguardó a que tomara asiento, le estudió de arriba abajo con inquietante detenimiento, y por último comentó burlona:

— Fuma cigarrillos de plástico, bebe cerveza sin alcohol, se «viste» con los desechos de alguna asociación benéfica, y juraría que se corta el pelo con una segadora… Su mujer debe sentirse orgullosa del hombre que tiene al lado — concluyó.

— Soy viudo.

La argelina cambió inmediatamente el tono.