— Lo siento — dijo—. ¡Como lleva alianza…!
— Que muriera no significa que deje de considerarla mi esposa, pero no creo que ahora le importe mi aspecto.
— ¿Y a usted no le importa?
— Me baño y me afeito cada mañana.
— ¿Cuánto hace que murió su esposa?
— Tres años.
— ¿Y no cree que va siendo hora de que alguna mujer se fije en que es usted un hombre de mediana edad medianamente atractivo?
— ¡Qué tonterías dice! Tengo más de cincuenta años, y un espejo.
— ¡Pues no lo parece! Ni que tenga cincuenta años, ni, mucho menos, que tenga espejo.
— ¡Dejemos eso! — pidió Fonseca, y tras hacer una pausa esperando a que el camarero dejara la cerveza y se alejara de nuevo, añadió señalando el periódico que había quedado sobre la mesa—: Nunca entenderé cómo alguien puede comprender esos signos árabes.
— Es mi lengua materna. Como supongo que sabrá, nací en Argel.
— Sí, lo sé. Y también sé que habla y escribe correctamente cinco idiomas. — La miró a los ojos y quedó como un conejo deslumbrado por los faros de un coche—. ¿Cómo es que una mujer tan inteligente no ha encontrado un trabajo más acorde a sus méritos? — inquirió por último.
— Hablar cinco idiomas no significa necesariamente ser inteligente — fue la sencilla respuesta carente de presunción—. Y si lo soy, quizá por eso mismo escogí un trabajo cómodo, tranquilo y bien pagado.
— ¿Durante cuánto tiempo?
— Soy puta, no adivina. — Rió ella de mala gana—. Y serán los hombres los que se encarguen de hacerme comprender que ha llegado el momento de buscarme otro empleo. — Le guiñó un ojo—. Aunque por la forma en que me mira, sospecho que aún es pronto para preocuparme.
— Es usted una mujer sorprendente — admitió él—. Sabe que es la criatura más hermosa que jamás ha existido, y sin embargo no parece darle importancia.
— ¡Pero bueno, inspector…! — le recriminó la argelina como a un niño—. ¡Cualquiera diría que está usted tratando de embaucarme! Yo sé bien lo que valgo; lo sé mejor que nadie, puesto que soy la «Número Uno» del principal proxeneta de Francia, y eso tiene una cotización en la bolsa de valores, casi como las acciones de un Banco. Lo sé, lo cobro, y basta. — Hizo una corta pausa y añadió con intención—: Y ahora lo que me gustaría saber es por qué diablos me vigila.
— No la vigilo a usted, vigilo el barco, y me sorprendió que decidiera quedarse en tierra.
— Quería ir de compras.
— En casi cuatro horas no ha comprado nada. Y si una mujer joven, guapa y con dinero en el bolso no compra nada en cuatro horas, es porque algo le preocupa.
— Tal vez empiece a temer que estoy embarazada.
— Se hubiera hecho un análisis, o hubiera pedido un test en la farmacia. Lo único que se llevó fueron «Tampax», y dudo que sean para el cocinero.
— ¡Muy agudo! — admitió ella divertida—. Pero dígame, ¿a qué viene tanta preocupación por ese barco?
Adrián Fonseca tardó en responder, pero tras observarla con toda la atención del mundo y llegar a la conclusión de que podría confiar en ella, comentó con cierto desánimo:
— A que hay cinco muertes a las que no puedo dar explicación, y mis únicas pistas son unos malditos delfines y ese barco.
— Me recuerda la historia del tipo que va por la autopista a sesenta por hora y le pasa como un rayo otro que va a doscientos. Al poco un policía le multa por exceso de velocidad, y cuando le pregunta por qué le detiene a él, y no al que va volando, el policía le responde que porque al otro no hay forma de alcanzarle. Usted, como no puede atrapar a los delfines, trata de multar al barco.
— ¡De alguna manera tengo que justificar el sueldo! — fue la humorística respuesta—. ¿Ha visto delfines últimamente?
— Algunos.
— ¿Y…?
— Nada.
Algo debió notar el policía, pues fue como si una llamada de atención resonara en su interior obligándole a cambiar de tono.
— ¿Está segura?
— Ni me insultaron, ni intentaron violarme. — Replicó ella con un tono jocoso que sonaba falso—. Lo cierto es que desde que circulan tantas historias no he vuelto a meterme en el mar y ellos no subieron a bordo.
— No sé por qué tengo la impresión de que no me dice todo lo que sabe.
— ¡Escuche, inspector! — replicó ella impaciente—. Usted me cae bien. Es pobre, desastrado, impertinente y además policía… ¡Todo lo que siempre he odiado! pero aun así me cae bien. — Se inclinó hacia delante, con lo cual le colocó ante los ojos el fastuoso escote, lo que tuvo la virtud de que al infeliz Adrián Fonseca estuviera a punto de darle un vahído al observar aquel par de pezones inigualables—. Por lo tanto voy a darle un buen consejo — añadió—. Deje este asunto en manos de la Marina, los científicos o quien quiera que sea que entienda de delfines, o este verano tendrá graves problemas con el turismo.
— Ni la Marina, ni los científicos, ni nadie en este cochino mundo, tiene puñetera idea de cómo meterle mano al problema — fue la agria respuesta—. Y yo tengo que cumplir con mi trabajo.
— Pues en ese caso cúmplalo y olvídese de Rómulo. No es más que un pobre niño rico y caprichoso capaz de hacer muchas cosas por ese maldito galeón, pero, en el fondo, no tiene mala intención. Si acaso, mala suerte.
— ¿A qué se refiere? — fue la inmediata pregunta—. ¿En qué ha tenido mala suerte?
— En nada concreto… — Resultaba evidente que la argelina se encontraba nerviosa y casi violenta—. Bueno, sí; en la ruleta. Ésta semana lleva perdidos más de un millón de dólares.
— Eso es mucho dinero incluso para un millonario venezolano que no tiene pozos de petróleo sino vacas. — Hizo una corta pausa—. Esta mañana han subido a bordo tres buceadores franceses con un equipo muy sofisticado. ¿Significa eso que ha encontrado el galeón?
— Lo ignoro.
— ¿Realmente lo ignora? Ellos suben a bordo y precisamente el mismo día usted decide quedarse en tierra a leer el periódico. — Ahora fue Fonseca el que se inclinó hacia delante—. ¿Por qué?
— Escuche, inspector. — Señaló Laila Goutreau queriendo dar por concluida la charla—. Lo primero que se aprende en mi oficio, es a no meter las narices en los asuntos de los clientes. Ver, oír, callar y abrir las piernas. ¡Ésas son las reglas! — Se recostó hacia atrás refugiándose en el periódico—. Y ahora déjeme en paz o llamo a un guardia.
Adrián Fonseca se puso en pie con aire de desaliento. Por unos instantes estuvo a punto de dar media vuelta, pero súbitamente pareció vencer su timidez para lanzarse al agua de cabeza.
— ¡Permítame que la invite a comer! — pidió.
— ¿Para que me dé el «coñazo» hablando de delfines? ¡Ni muerta!
— ¿Y si le prometo no tocar el tema? Ni delfines, ni Rómulo Cardenal, ni el barco, ni nada de todo eso…
— ¿De qué hablaremos entonces?
— De sus ojos.
— Será un almuerzo rápido.
— Podría durar cien años.
El inmenso aparato rodó por la pista con un tenebroso rugir de motores, alzó el vuelo y se sumergió en la noche trazando un semicírculo y virando hacia el Norte.
En su interior, sentado junto a una ventanilla, Ramiro Castreje observó cómo las luces de la ciudad cruzaban velozmente bajo sus pies, cada vez más lejanas, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo del paisaje, clavó la vista en el respaldo del asiento delantero permitiendo que el tiempo pasara, más vacío de contenido que nunca, consciente de que nada podía hacer por detenerlo o conseguir que corriera más aprisa.
Una deslavazada azafata de aspecto fatigado le ofreció los periódicos del día, y una vez más Ramiro Castreje lamentó no haber aprendido a leer, pues había llegado a la conclusión de que colocarse uno de aquellos enormes papeles delante constituía un método ideal para lograr que las horas transcurrieran velozmente.