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La vida le había enseñado que el mundo se dividía entre quienes eran capaces de leer un periódico, y quienes no sabían hacerlo, y entre quienes ponían su nombre al pie de un documento y quienes no lograban ni siquiera mantener un lápiz entre los dedos.

¡Tal vez todo hubiera sido muy distinto si hubiera puesto más empeño en conseguirlo!

Tal vez, si en aquella ocasión en que le ofrecieron asistir a una escuela pública alguien se hubiese molestado en demostrarle las múltiples ventajas que ello podría acarrearle en un futuro, hubiera decidido aceptar la propuesta.

Pero jamás hubo una sola persona en este mundo al que interesara en lo más mínimo que Ramiro Castreje pudiera disfrutar o no de un futuro más cómodo.

Quizá lo hubo en un principio — muy al principio— y recordaba vagamente que existió un tiempo en que disponía de un techo, un jergón donde dormir, y una mujer — posiblemente su madre— que solía traerle de comer y alguna ropa.

Luego, una noche, la mujer ya no se presentó, alguien, no recordaba quién, tomó posesión del cuartucho, le quitaron su cama, y le ordenaron sin miramiento alguno que abandonara una estancia en la que tenían cosas que hacer de las que un mocoso no debería ser testigo.

Mocos era lo único que Ramiro Castreje poseía en abundancia en aquel tiempo. Mocos, hambre, miedo y un frío insoportable que iba subiendo muy despacio desde unos pies descalzos que no conseguían evitar los infinitos charcos de la calle.

Descendió de la mísera colina de chabolas de cartón y latas para adentrarse en un destartalado barrio de cemento y basuras, tropezó con hombres y mujeres que corrían apresurados bajo la lluvia, a punto estuvo de que un enorme camión cisterna le atropellara, y se acurrucó por último en el quicio de un portal con la vana esperanza de que la llegada del nuevo día acallara su angustia.

Pero días y años siguieron siendo iguales.

Frío y hambre se convirtieron en los únicos dueños de un destino tan sólo compartido por docenas de otros niños igualmente abandonados, que como animalitos gregarios se buscaban, ansiando calor y compañía hasta llegar a un punto en que formaron un mundo aparte que nada tenía en común con el adulto.

Éstos se convirtieron pronto en «El Enemigo».

Adultos eran siempre los que los expulsaban de las estancias calientes; adultos los que les impedían apoderarse de alimentos; adultos los que les pegaban incluso por capricho, y adultos los que violaron a Serafín y a Rufa la única vez en que les ofrecieron algo.

Les limpiaban los cristales del auto y arrancaban sin pagar; les cargaban las maletas rompiéndose el joven espinazo en el intento, y les ofrecían la mitad que a un hombretón; les abrían amablemente las puertas, y ni siquiera les miraban.

El adulto vivía allá arriba, y el mocoso al ras del suelo, pero no parecía que fuese tan sólo un metro escaso lo que les separaba, sino más bien un edificio de cuarenta pisos mayor que el Tequendama.

Y fue allí, en los jardines al pie del Tequendama, cuando decidieron unir sus fuerzas contra el enemigo común, porque acababan de descubrir que así como los pequeños se mostraban casi siempre solidarios, compartiendo sus alegrías y desgracias, los adultos parecían vivir solos.

Diez o doce niños formaban una fuerza terrorífica para hombres y mujeres que no sabían cómo reaccionar cuando les caían encima como una manada de lobos, y Ramiro Castreje descubrió muy pronto que bastaba con acosar a un transeúnte para que el resto se escabullera abandonándolo a su suerte, con lo que el elegido optaba por vaciar de inmediato sus bolsillos suplicando, con lágrimas en los ojos, que no le hicieran daño.

Aquello era mejor que pasar hambre.

Más gratificante, más lógico, y también más divertido.

Si los habían traído al mundo para olvidarlos luego como objetos inservibles, se le antojó más justo exigir que se les permitiese al menos comer y no morirse de frío, que mendigar unas migajas que jamás recibían.

Ni Ramiro, ni Serafín, ni Rufa, ni Carmelo, ni aun la catira Catalina Cuatrobocas, que ya a los diez años se ganaba unos pesos chupándosela a los taxistas, tenían la culpa de que hombres y mujeres no pareciesen pensar más que en revolcarse juntos sin tomar precauciones, para dejar luego en la calle a tanto niño indefenso que la mayor parte de las veces no conseguía superar los quince años de angustias y miserias.

Ramiro Castreje nunca aprendió a leer, pero una vez oyó en la radio que siete de cada diez criaturas nacidas en su país carecían de padres reconocidos, y de que de esos siete por lo menos tres vivían en las calles.

¿Por qué se lamentaban tanto entonces, cuando una vez al año les despojaban de los escasos pesos que llevaban encima?

Aquello no debía significar, al fin y al cabo, más que una mínima parte de lo que hubieran tenido que pagar si hubieran decidido hacer frente a sus obligaciones.

Luego, un atardecer, a un pendejo encorbatado se le ocurrió la nefasta idea de oponer resistencia defendiéndose a patadas con lo que le rompió tres dientes a Carmelo, y cuando Ramiro Castreje vio a su compañero de mil noches de miedos sangrando como un cerdo, abrió la navaja y le rajó el nudo de la corbata al mal nacido.

Quedó tendido sobre la acera, pataleando ahora en los estertores de la muerte, y a Ramiro Castreje aún le resonaba en los oídos el gorgojeo de la sangre al manar inconteniblemente, y el asombrado silencio con que sus compañeros observaban impasibles qué frágiles llegaban a ser los temidos adultos.

Bastaba una navaja y un poco de coraje.

Y doce años de dormir al relente con las tripas vacías acostumbran a dar mucho coraje.

Al cumplir los catorce, Ramiro había librado al mundo de cuatro adultos más, se había ganado justa fama de valiente, tenía un chaquetón de cuero, una chabola propia y dos pares de zapatos.

Y por si fuera poco, era el chico predilecto de Catalina Cuatrobocas.

Probablemente aún no tendría los quince cuando al fin le ofrecieron su primer trabajo digno y bien pagado.

Pidió «prestada» la caja a un limpiabotas, entró en un bar, se sentó ante un tipo gordo y calvo, le pulió el primer zapato y cuando el otro desplegó por completo El Espectador estableciendo entre ambos un impenetrable muro de papel, sacó de la caja una gruesa pistola y le vació el cargador en la entrepierna tumbándole de espaldas.

¡Ni Dios dijo ni pío!

Abandonó el local sin prisa alguna y se plantó en la esquina a comprobar que la Policía tardaba casi media hora en hacer acto de presencia.

¡Resultaba tan fácil!

Aceptó más encargos, y a los seis meses se trasladó a vivir a una mansión de las afueras compartiendo largas horas de ocio con una docena de muchachos, varias putas muy jóvenes, y toda la «coca» y el alcohol que pudiera soñarse.

¡Aquello sí era vida!

Por primera vez los adultos mostraban interés por su persona.

A cambio tan sólo le exigían fidelidad, absoluto silencio, y el firme juramento de cumplir cualquier misión por difícil que fuese.

Romper tal juramento acarreaba la más terrible de las ejecuciones a manos de sus propios compañeros, y conociéndolos, Ramiro Castreje abrigaba la absoluta seguridad de que sabrían cumplir lo prometido.

Así pasaron dos años.

Y valieron la pena.

Por término medio cada tres meses cumplía una misión de poco riesgo, sin que jamás le preocupara saber a quién mataba ni por qué.

Seguían siendo adultos.

A los adultos tan sólo les interesaba asesinar a los adultos.