Los pequeños ya se encargaban de morirse por sí solos, y a Ramiro Castreje le divertía que sus enemigos de siempre le pagaran por aniquilarse mutuamente.
En el fondo sabía que por el camino que llevaba tenía pocas posibilidades de llegar a ser adulto.
Luego, un hombrecillo al que tan sólo conocían por el Flaco, entró en la sala de juegos para comunicarles que se había presentado una situación difícil — «extrema»— y todos tenían plenamente asumido lo que tal definición significaba.
No le tembló la mano al hacer rodar la bola sobre el tapete verde.
Ni le inmutó saber que había perdido.
Así estaban las cosas.
Así estuvieron siempre.
Así tenía que ser desde aquella lejana noche en que su madre no volvió a la chabola y él descendió a la ciudad bajo la lluvia.
Al fin y al cabo, tampoco tenía maldito interés en ser adulto.
Se puso en pie muy lentamente, y recorrió el largo pasillo sin reparar apenas en los restantes pasajeros que tampoco parecieron reparar en su presencia.
Entró en el baño, orinó sin prisas, buscó en el fondo de la caja de toallas de papel y encontró el arma prometida.
La guardó en el amplio bolsillo de su viejo chaquetón, salió despacio y se encaminó a su asiento, pero a mitad de camino se volvió bruscamente, se encaró a un hombre muy tostado por el sol que hojeaba una revista y le voló los sesos.
Luego, dejó caer el arma y se quedó muy quieto esperando la reacción del comisario Barrantes y tres de sus matones, que le vaciaron en el vientre siete balas.
Tumbado de espaldas en mitad del pasillo, agonizante, Ramiro Castreje tuvo la extraña impresión de que en el interior de un avión los adultos eran aún mucho más altos.
A primera vista podría pensarse que no había nadie en el interior de la inmensa nave, pero una observación más detallada permitió a Claudia Lorenz descubrir la figura de César Brujas arrodillado sobre la cubierta del Ebony Tercero, afanado en la tarea de cubrir de cera los pequeños huecos que habían dejado las cabezas de una serie de tornillos de bronce que afirmaban la tablazón al casco.
Se aproximó sin ser vista, y le observó largo rato, inmerso en su trabajo y sumido al parecer en pensamientos que le mantenían muy lejos de allí, y que tenían la virtud de marcar profundas arrugas en su frente.
— ¿Te preocupa algo?
Él dejó a un lado la lata de cera y la espátula, para tomar asiento y volverse forzando una sonrisa que no parecía convincente.
— ¿Tanto me conoces en tan poco tiempo? — quiso saber.
— No hace falta conocerte para comprender que si estás trabajando un sábado por la tarde en una tarea que no debe ser la tuya con aspecto de encontrarte a mil kilómetros de distancia, es porque algo te preocupa.
— Me gusta hacer este tipo de cosas.
— No lo dudo — admitió la muchacha—. Pero hace tres días que no sabemos nada de ti. — Se interrumpió en una significativa pausa—. Y no creo que lo haya hecho tan mal como para merecer este trato.
— No tiene nada que ver contigo.
— ¿Con quién entonces?
— Conmigo mismo. Estoy tratando de decidir si debo olvidarme o no de los delfines. Al fin y al cabo, y como apuntó Fonseca, descubra lo que descubra, ya nadie me devolverá a mi hermano.
Claudia le observó con detenimiento, como tratando de adivinar si era o no sincero en sus afirmaciones, y, por último, inquirió con intención:
— ¿Seguro que es sólo eso?
— Seguro.
— ¿Por qué mientes? — quiso saber—. No se trata de los delfines. Dijiste que tienes problemas con las mujeres; que siempre los has tenido, pero empiezo a creer que eres tú quien los busca. Si en cuanto empiezas una relación tratas a tu pareja como me estás tratando a mí, no creo que te dure y no precisamente por culpa de la esterilidad.
— Dejemos el tema — pidió él.
— No he venido hasta aquí para dejarlo — fue la seca respuesta—. Tan sólo quiero que me digas que no te intereso, que no te atraigo, o que no te sientes a gusto conmigo. — Abrió las manos en un claro gesto de impotencia—. En ese caso no hay más que hablar y me vuelvo a casa. Pero si existe otra razón quiero saberla.
— Me gustas y me siento muy a gusto contigo — admitió él—. Las mujeres os dais cuenta de esas cosas.
— ¿Entonces?
— Prefiero cortar antes de que se complique.
— ¿Temes que también yo pueda fallarte?
— Tal vez.
— ¿Y no piensas darme ni tan siquiera una oportunidad?
— Lo que yo pido es muy duro.
— ¿No tener hijos? — se asombró la muchacha—. No me parece algo tan duro. Conozco cientos de parejas que no los tienen y son felices.
— Ya no es sólo eso — recalcó César Brujas—. Es bastante más complicado.
— ¡Explícate! — se impacientó ella—. No es momento de charadas ni adivinanzas.
— Lo que tengo que pedirle a mi pareja, es que acepte tener un hijo que no sea mío.
Claudia Lorenz pareció acusar el impacto, se desconcertó levemente, y tras unos instantes de reflexión fue a tomar asiento en los peldaños de una escalera de mano que aparecía apoyada en el casco del otro velero.
— ¿Tanto te gustan los niños, que estás dispuesto a que la mujer que amas tenga un hijo con un extraño? — quiso saber.
— No se trataría de un extraño.
— ¿Ah, no? — ironizó—. ¿De quién entonces?
— De mi hermano.
— ¿De tu hermano? — se asombró ella—. ¡Pero si tu hermano ha muerto…!
— Sí. Es cierto. Está muerto y enterrado. — Lanzó un hondo suspiro—. Pero ha ocurrido algo imprevisto.
— ¿Qué pretendes decir con imprevisto? — inquirió Claudia Lorenz visiblemente nerviosa—. ¿Qué clase de imprevistos pueden darse en estos casos?
— Anteayer me llamó Miriam — fue la respuesta—. Parece ser que Rafael presentía que algo malo podía ocurrirle, o que tal vez podía volverse estéril, y sabiendo como sabía que era el último de los Brujas capaz de tener hijos, hizo una donación de semen a condición de que pudiese disponer de una parte para concebir un hijo más adelante.
— ¿Una donación de semen? — repitió la muchacha creyendo haber oído mal.
— Eso dice Miriam.
— ¡Pero nadie hace una donación de semen porque crea que puede llegar a convertirse en estéril!
— Mi hermano, sí. Tal vez influyó el hecho de vivir tan de cerca mi problema; o el saber que podía darse el caso de que nuestro apellido dejara de figurar en los grandes veleros. Nunca podré saberlo, pero conociéndole, no me extraña. Era el muchacho más previsor, cuidadoso y detallista que haya existido. — Hizo un amplio ademán señalando el barco—. Se lo daba el oficio — añadió—. Mi padre nos inculcó la idea de que los Brujas serían siempre distintos porque en un mundo de comidas rápidas, platos de papel y productos desechables, éramos capaces de hacer algo duradero y casi eterno. Pasábamos horas y días aquí, solos, ajustando una cuaderna o torneando un palo, y jamás se cansaba de repetir un trabajo hasta que quedaba perfecto. Llevaba en los genes seis generaciones de carpinteros de ribera y tal vez le asustó la idea de que la tradición de hacer las cosas bien, se perdiera definitivamente.
— ¡Entiendo! Tu hermano donó su semen para que siempre hubiera Brujas artesanos. ¡De acuerdo! ¿Y ahora qué…?
— Ahora Miriam no se siente con fuerzas suficientes como para convertirse en madre soltera.
— No puedes culparla.
— Y no la culpo. Es muy joven, y sus padres se oponen pese a que el niño llegaría a convertirse en heredero de una tradición y unos astilleros. Una cosa es lo que se promete a un novio, y otra es lo que se cumple a un muerto.