— Tal vez quince minutos.
— ¿A cuarenta metros?
— Más o menos.
— ¿Habíais llenado a tope?
— Creo que sí…
— Rafael consumía poco… — Se diría que César Brujas estaba haciendo trabajar rápidamente a su cerebro calculando el posible gasto de aire—. Le enseñé a respirar sólo lo justo, lo cual quiere decir que a esa profundidad pudo permanecer aún casi veinte minutos…
— No tanto… — Resultaba evidente que a Miriam Collingwood le costaba un enorme esfuerzo admitir lo que iba a decir—. Habíamos hecho el amor en el fondo, y eso acelera el gasto.
— ¿Hicisteis el amor en el fondo? — se asombró el otro—. ¿A cuarenta metros?
— No era la primera vez… Tú lo sabes.
— Sí, lo sé… — admitió de mala gana—. Me lo había contado, pero siempre creí que lo hacíais a diez o doce metros. No a cuarenta.
— A cuarenta es más excitante.
— Lo imagino… — César hizo una larga pausa, se asomó a la ventana y observó el tranquilo mar del que se diría que no cabía esperar amenaza alguna—. Puede que sea más excitante, pero también más peligroso… ¿Cómo estaba Rafael cuando le dejaste?
— Normal… Como siempre. — Se encogió de hombros—. Se rió señalando cómo los peces venían a comerse lo que flotaba y luego se volvió a fotografiar a un mero encuevado.
— ¿Muy grande?
— Seis o siete kilos… Tal vez más.
— Me gustaría ver esas fotos… — indicó él—. ¿Dónde está la cámara?
La muchacha meditó unos instantes, hizo memoria y por último admitió su ignorancia:
— No tengo ni la menor idea. Creo que no he vuelto a verla.
— ¿Pudo quedarse en el fondo?
— Quizás.
— Iremos a buscarla.
— No quiero volver allí… — protestó Miriam Collingwood abandonando por primera vez la cama para ir a reunirse con él frente al amplio ventanal y observar de igual modo la quieta superficie del mar—. Lo único que quiero es regresar a Londres y no volver a sumergirme nunca más.
— No tendrás que hacerlo. Bastará con que me indiques el punto exacto donde os encontrabais.
— ¿Y si te ocurre algo?
— ¿Qué diablos quieres que ocurra? — Se impacientó—. Fue un accidente; un estúpido accidente de los que tan sólo se dan uno entre millones, aunque será mejor que no le cuentes a nadie que hicisteis el amor allá abajo…
Ella regresó a sentarse de nuevo en la cama para servirse un gran vaso de agua, bebérselo con sorprendente ansia, y permanecer luego con él en la mano para comentar al fin en voz muy baja:
— Creo que pasaré el resto de mi vida sintiéndome culpable.
— ¿Por el hecho de haber hecho el amor? Fue una imprudencia; no un delito.
— Pero me quedé dormida, cuando lo primero que me enseñasteis era que había que estar siempre atenta al compañero.
César Brujas acudió a tomar asiento a su lado, acariciándole la mejilla con afecto.
— Nadie podía imaginar que algo así pudiese suceder con un mar tan tranquilo. — Le tomó de la barbilla obligándole a que le mirara a los ojos—. Y no quiero que te vayas — añadió—. No ahora que me voy a sentir muy solo.
— ¿Qué hago ya aquí? Toda mi familia está en Inglaterra.
— Servirme de consuelo… — Sonrió con amargura—. Servirnos de consuelo el uno al otro — puntualizó—. Únicamente tú y yo sabemos qué clase de persona era, y cómo lo vamos a echar de menos… — Se diría que las lágrimas estaban a punto de aflorar de nuevo a sus ojos—. ¡Dios Bendito! — sollozó—. ¿Cómo será la vida sin él? ¡Era todo lo que tenía!
Ella apoyó la cabeza en su pecho y permitió que la emoción le venciera, dejando que las lágrimas manaran libremente de sus inmensos ojos increíblemente azules.
La motora se encontraba aparejada, lista para zarpar y con las botellas de aire comprimido a punto de alcanzar las doscientas atmósferas de presión, cuando un cochambroso automóvil se detuvo a la entrada del espigón del muelle deportivo del Port d'Andratx, y el zanquilargo inspector Adrián Fonseca se aproximó con su cansino paso de hombre de vuelta de todo, pese a que en esta ocasión mordisqueara un cigarrillo de plástico prácticamente nuevo.
— Buenos días… — Saludó haciendo un vago gesto con la mano, aunque sin apartar la vista del compresor que parecía reclamar poderosamente su atención—. ¿Aún les quedan ganas de sumergirse?
— Quiero ver si encuentro la cámara fotográfica de mi hermano — fue la áspera respuesta—. Tal vez su contenido aclare algo.
— ¿Como qué?
— No lo sé.
— Procure no obsesionarse con algo que ya no tiene remedio — fue el sincero consejo del policía—. Por desgracia, nadie va a devolverle la vida a su hermano, y debería saber que cuando se tira al agua con ese trasto a la espalda, siempre está expuesto a un accidente. — Observó aún más de cerca el compresor, como si le costara trabajo aceptar su existencia—. Si Dios hubiese querido que fuéramos peces, nos habría proporcionado agallas y no necesitaríamos tantos archiperres.
— Aun así pienso bajar. — El tono de voz de César era casi agresivo—. ¿Algún inconveniente?
— ¿Inconveniente? — se sorprendió el otro—. ¡En absoluto! Cada cual es libre de hacer lo que quiera con su pellejo. — Sonrió levemente—. ¿Les importaría que les acompañase?
Tanto Miriam Collingwood como César Brujas le observaron con una cierta extrañeza, puesto que parecía haber cambiado notablemente de actitud con respecto al nefasto día en que le conocieron.
— ¿Y eso? — inquirió el primero—. ¿A qué viene tanto interés? Creí que aborrecía el mar.
— Alguien que nace en una isla, no puede aborrecer el mar. Es como el amor y el odio: nos une y nos separa del resto del mundo. — Su tono de voz cambió de improviso, ganando en trascendencia—. Un bañista ha aparecido muerto.
— ¿Dónde?
— Aquí cerca; en Santa Ponsa. Y nadie se explica la razón. Era un magnífico nadador.
— ¿Le han hecho la autopsia?
— Están en ello… — El esquelético policía, que tal vez en un tiempo aún no muy lejano debió pesar veinte kilos más, ya que la holgadísima ropa le caía por todas partes, tomó asiento en uno de los «norays» a que permanecía amarrada la motora, y añadió convencido—: Aunque nos encontraremos con las mismas respuestas que en el caso de su hermano. Es decir: no hay respuestas.
— ¿Por qué aborrece tanto a ese forense?
— Suda demasiado. — Carraspeó para lanzar luego un escupitajo al agua—. Y adora su oficio. — Se volvió interrogante a la muchacha, que permanecía atenta al compresor de aire—. ¿Cómo puede existir alguien a quien le divierta escudriñar en las tripas de los muertos? — Pareció comprender que había cometido una indiscreción y se disculpó de inmediato—. ¡Lo siento! — musitó enrojeciendo ligeramente—. No he pretendido molestar.
No obtuvo respuesta, pues tanto Miriam como César habían dado por concluido el proceso de rellenado de las botellas, disponiéndose a zarpar y por unos instantes el inspector Fonseca dudó entre lanzarse a una aventura que no le apetecía en absoluto, o quedarse allí, observando cómo una pareja que no parecía tener ningún interés en que les acompañara se hacía a la mar, pero tras palparse los bolsillos como si buscara un encendedor que de poco iba a servirle, optó por ponerse en pie y saltar pesadamente a la embarcación.
— ¡Qué diablos…! — masculló resignado—. Espero no marearme.
Fue lo único que dijo mientras pasaban entre las innumerables embarcaciones que abarrotaban el recogido puerto, y tan sólo cuando hubieron dejado atrás el muelle grande y cruzaban bajo los impresionantes farallones de La Mola, comentó visiblemente malhumorado: